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Testimonios de la Barbarie, el período más estremecedor de Fernando Botero

De 1999 a 2004, el pintor antioqueño realizó una serie de 23 óleos y 27 dibujos en los que plasmó las matanzas, secuestros y torturas que habían azotado por décadas a su país.

Testimonios de la barbarie en el Museo Arocena. Imagen: Museo Arocena

Testimonios de la barbarie en el Museo Arocena. Imagen: Museo Arocena

ANA SOFÍA MENDOZA DÍAZ

El 10 de junio de 1995, la escultura El pájaro, del colombiano Fernando Botero, voló en pedazos tras la explosión de 10 kilogramos de dinamita colocados en su base. El estallido dejó 23 víctimas mortales aquella noche en que se celebraba un mercado de artesanías en el Parque San Antonio, en Medellín.

Una nota del diario El Colombiano indica que inicialmente se concluyó que el atentado había sido una represalia por la detención de un capo del cartel de Cali, pero luego el grupo Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar se atribuyó el acto. Lo mismo hicieron las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) poco después. Sin importar quien haya sido el perpetrador del ataque, las consecuencias fueron irremediables.

Precisamente por la imposibilidad de reparar las pérdidas humanas, Botero decidió que su escultura no fuera restaurada ni sustituida, sino que permaneciera tal cual había quedado, con un enorme boquete en el centro, como “recuerdo de la imbecilidad y de la criminalidad de Colombia”. La obra pasó a llamarse El pájaro herido.

Cinco años después, el artista donó al parque una escultura prácticamente idéntica, la cual fue instalada a un par de metros del ave dinamitada. A esa le dio el nombre de La paloma de la paz. Así, el colombiano no sólo guardó con su obra la memoria de quienes perdieron la vida aquella fatídica noche, sino que dejaba un mensaje de esperanza por un futuro mejor para su país, en cuyo territorio había arreciado la violencia desde finales de los ochenta como consecuencia del narcotráfico, las guerrillas y los grupos paramilitares que luchaban contra ellas.

Esta segunda pieza de bronce da cuenta de la tendencia optimista que tenía Botero, quien falleció el pasado 15 de septiembre, a los 91 años de edad, en Mónaco. Su cuerpo fue trasladado a Bogotá y a Medellín, su tierra natal, donde fue despedido con todos los honores, y finalmente a Pietrasanta, Italia, para ser enterrado junto a su esposa en esa localidad donde desarrolló su arte escultórico.

EL PINTOR DEL VOLUMEN

Pocos artistas son tan identificados por un público tan amplio como Fernando Botero. Su estilo, aunque se inscribe dentro del arte figurativo, es tan reconocible que los críticos lo llamaron directamente “boterismo”.

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El pájaro herido. Imagen: FIA

Nacido en 1932, el antioqueño comenzó su trayectoria creativa desde muy joven. A los 16 años sus ilustraciones de desnudos fueron publicadas en el El Colombiano. Eso le costó su expulsión del liceo, pero le permitió trabajar para el periódico bajo contrato. A su vez, su obra comenzó a ser expuesta en su ciudad natal y luego en Bogotá.

Su formación artística continuó en la Real Academia de San Fernando en Madrid, España, y la Academia de San Marco en Florencia, Italia, cuna del Renacimiento. De ahí que su obra esté tan influenciada por el arte que se desarrolló en ese período histórico. Los pintores de esa época fueron los primeros en lograr, mediante la perspectiva y el volumen, un efecto marcadamente tridimensional sobre el lienzo. Si bien los exponentes renacentistas más destacados son Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, Botero se nutrió más de aquellos que les precedieron, particularmente de Piero della Francesca, quien, a pesar de ser menos realista que sus sucesores, plasmó un volumen extraordinario en sus pinturas, dotando a sus sujetos de una especie de redondez que hasta entonces nadie había logrado.

El colombiano tomó esa cualidad tridimensional y la llevó a nuevos límites, tomando la forma de los personajes voluptuosos que caracterizaron su obra. Dicho sea de paso, aunque era conocido popularmente como “el pintor de los gordos”, él siempre aseguró que no pintaba gordos, sino volumen.

Esas figuras redondeadas poblaban las escenas costumbristas de sus cuadros, que generalmente retrataban la vida de Medellín en los treinta y en los cuarenta, es decir, la visión que Botero tenía del lugar en su infancia. Mientras el pintor, fuera ya de Colombia, plasmaba una pintoresca provincia, la ciudad se había expandido y poco a poco había sido tomada por las convulsiones sociopolíticas que habían surgido en el país.

“Las gordas conviven junto con otros personajes: obispos, caballeros, presidentes, ladrones, en un mundo redondo donde se explaya toda una iconografía inherente a la cultura latinoamericana: la institución familiar, la institución religiosa, la fiesta popular, el burdel, el pueblito, los paisajes montañosos… tratados con una mezcla de humor, ternura y sensualidad.”, describe acertadamente Ana María Carreira en su ensayo Fernando Botero: la subversión de las formas en el espacio público.

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Motosierra. Imagen: 100libroslibres

Eso no significa que el artista fuera ajeno a los conflictos de su tierra natal, sino que es reflejo de su carácter positivo y de la visión que tenía del arte mismo: “El arte debe dar placer. La mayor parte de las obras maestras de la pintura se hicieron sobre temas más bien amables.”, aseguró en una entrevista para La Nación en 2006.

Sin embargo, en esa misma conversación, afirma que “(es posible) pasar de un tema dramático a uno amable, siempre que el artista sea fiel a su estilo y siempre que su obra produzca placer estético”. Para cuando dijo esas palabras, Botero había pasado cinco años, de 1999 a 2004, realizando una serie de 23 óleos y 27 dibujos cuyo tema giraba en torno a la violencia que había azotado a su país desde hacía décadas. El mismo autor donó esa colección al Museo Nacional de Colombia en el año en que la finalizó.

Resulta difícil de procesar que sus obras más amables, aunque siempre bien recibidas por el público, sean un tanto anacrónicas. Dan la sensación de ubicarse en un pasado cada vez más lejano que, por ser más pacífico, se añora recuperar. La colección que refleja la violencia, en cambio, podría sentirse bastante actual incluso el día de hoy, al menos en lo que respecta a buena parte de Latinoamérica. Eso incluye, sin duda, a México.

TESTIMONIOS DE LA BARBARIE

En agosto de 2013, la ciudad de Torreón recibió casi la totalidad de las 50 piezas mencionadas, que fueron exhibidas durante un mes en el Museo Arocena como parte de los homenajes por el 80 aniversario de Fernando Botero, que habían iniciado el año anterior.

Las ocho décadas del maestro antioqueño coincidieron con un hecho que resonaría profundamente con la exposición, titulada Testimonios de la barbarie: en 2012, Torreón fue considerada la quinta urbe más peligrosa del mundo por sus altas tasas de homicidios, derivados principalmente de la guerra contra el narcotráfico que el presidente Felipe Calderón había decretado seis años antes.

“Hicimos esta exposicion para detonar la reflexión en torno a la violencia vista desde el arte, vista desde Fernando Botero, pero con estas resonancias con nosotros, con una comunidad lagunera afectada por la violencia, [...] con muchos fenómenos similares a lo que se vivió en Colombia, especialmente en la década de los ochenta.”, apunta Sergio Garza, quien formó parte del equipo de curadores de la muestra.

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Río Cauca. Imagen: Revista Prensa Libre Colombiana

A pesar de exponer la realidad colombiana, los óleos y dibujos de la serie resonaron en los distintos sitios de Latinoamérica a los que llegó la colección itinerante. Una madre (2001), por ejemplo, condensa el dolor de todas las mujeres que han perdido a un hijo debido a la violencia incontrolable de su entorno. Motosierra (2003) y Tortura (2004) evocan la infinidad de casos en que el crimen organizado ha acabado de la manera más cruel con aquellos que osaron interponerse de alguna forma en su camino.

Su hija Lina Botero lo dejó claro en el servicio funerario para su padre en Bogotá: “Él (Fernando Botero) decía que para ser universal hay que primero ser local, porque al tocar la raíces de su tierra toca también las fibras más profundas y comunes a todos los seres humanos”.

La masacre de Ciénaga Grande de Santa Marta fue uno de los sucesos que detonaron el arduo trabajo de Botero en esta serie. Ocurrió el 22 de noviembre del año 2000, cuando un grupo de paramilitares dispararon desde seis chalupas “sobre todo lo que se moviera” en cuatro comunidades pesqueras de la zona, según atestigua el diario El Tiempo. Más de sesenta civiles fallecieron acribillados. El horror del ataque quedó inmortalizado en Masacre de Ciénaga Grande (2001).

En su ensayo De los desastres de la guerra en Goya a la violencia en Botero, Alberto Vargas Rodríguez hace una descripción precisa del cuadro. Sobre el único sujeto en la escena cuyos ojos aún están abiertos, resalta que “abre los brazos como si acabara de ser crucificado en el aire y en su rostro se refleja, más que el miedo, una suerte de interrogación aterrada ante la incomprensibilidad de ese destino”. Acaso esa incomprensión por la violencia, compartida por todo el pueblo colombiano, es la que el artista quiso plasmar a través de la mirada de este hombre.

La memoria de las personas cuyos cuerpos fueron arrojados al cauce del Cauca, durante años de matanzas, también está preservada en Río Cauca (2022), que muestra a una bandada de buitres rondando los cadáveres que flotan con el rostro apuntando al cielo.

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La masacre de Ciénaga Grande. Imagen: my9artses

Otro hecho puntual que Botero retrató fue la masacre de Bojayá, en la que 74 personas fallecieron tras la explosión de una bomba en la iglesia de la localidad. El atentado fue perpetrado por las FARC y el recuerdo de las víctimas permanece en el óleo Muerte en la catedral (2002), donde un esqueleto alado blande una especie de espadín mientras todo el lugar se derrumba sobre los cuerpos que yacen en un suelo cóncavo, tal vez deformado por el estallido.

Las escenas, de por sí estremecedoras, resultan más impactantes al contrastarlas con el resto de la obra de Botero. Las figuras regordetas que inspiraban simpatía y que el público acostumbraba ver en la placidez, incluso en ocasiones abandonadas al hedonismo, ahora aparecían con rostros desencajados por el sufrimiento, o bien, con la inexpresividad propia de la muerte. Cualquier espectador querría devolver a los personajes a su estado anterior de paz e inocencia, llevarlos de nuevo a una redondez segura y estable, tal como todo latinoamericano quisiera verse a sí mismo, y al prójimo, en un entorno por fin libre de violencia.

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