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El karma de leer a Carlos Velázquez

Sus letras asemejan a una adicción profunda, pero pulcra y bien cuidada, de la que todos deberíamos dejarnos seducir.

El karma de leer a Carlos Velázquez

El karma de leer a Carlos Velázquez

JOSÉ LUIS AGUIRRE

Una mañana de lunes viajaba en el autobús de Saltillo a Torreón, recostado en el asiento 22, con algo de resaca y adormilado con una película de Adam Sandler en la pantalla. A mi lado iba un don canoso, de poco más de sesenta años. Cada veinte minutos, más o menos, un tipo cruzaba el pasillo hacia el baño del camión. En la mano llevaba un libro de editorial Sexto Piso, aunque no distinguí cuál era. En una de esas vueltas al baño, el don canoso que venía a mi lado lo detuvo.

—¿Carlos? ¿Eres Carlos Velázquez, verdad?— le preguntó.

—Sí— contestó él, y tomó el asiento contiguo al pasillo.

Sin querer escuché la charla entre ellos. Carlos también venía de Saltillo luego de presentar su libro en la FIL Coahuila, libro que casualmente acababa yo de terminar de leer ese fin de semana y que, lastimosamente, no tenía a la mano para que me lo firmara: La marrana negra de la literatura rosa. No conocía a Carlos en persona, sólo lo había visto en YouTube en alguna entrevista con Mariana H, pero el tipo, en esa charla ajena, me simpatizó. Carlos sostenía un hablar pausado, inteligente y a todas luces afectado por la cocaína. Tras unos minutos de conversación, Carlos le dio el cortón al don canoso.

—Bueno, déjame le llego, tengo que acabar de leer este libro para escribir una reseña.

Carlos se fue a su asiento, casi mero adelante del camión, y reanudó su lectura. Cuando el autobús llegó a la central de Torreón me acerqué a él y le pedí una foto. Accedió. En la imagen apareció con las pupilas dilatadas.

SU LITERATURA

Nacido en Torreón, en 1978, e hijo de un luchador rudo forjado en las arenas laguneras, Carlos Velázquez forma parte de la denominada “golden age coahuilense”, junto a Julián Herbert, Jorge Luis Boone, Vicente Alfonso, Carlos Reyes Ávila, Jorge Robles, Edgar Camacho y los hermanos Germán y Antonio Craviotto, entre otros. Este movimiento literario, conformado por autores nacidos en el estado en las décadas de los setenta y ochenta, retrata en sus obras la realidad y la crudeza de vivir en este lado del país.

Así lo demuestra Carlos Velázquez en El karma de vivir al norte (Sexto Piso, 2013), conjunto de crónicas donde desnuda la vulnerabilidad de una Comarca Lagunera aquejada por el narco. Una región floreciente entre el desierto que, de pronto, ve su fulgor mermado por el miedo de sus habitantes a asomarse a la calle. Una Plaza de Armas donde prostitutas y travestis se tiran pecho tierra bajo el fuego cruzado. Una tierra de nadie donde discotecas son rafagueadas, restaurantes quemados por falta de pago de piso y personas levantadas por el mero hecho de vivir en una zona maldita, como lo fue gran parte de Coahuila durante años.

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El periodo más álgido de la guerra contra el narco, la violencia y las drogas duras son relatados con una dosis de humor negro característico de Velázquez. El terror y la violencia son transmitidos hacia el lector desde la metódica visión de un veterano consumidor de alcohol y enervantes.

Como Hunter S. Thompson, Velázquez se ha declarado cocainómano. Le costó reconocerlo en público, mas no tanto por él, sino por el temor de estigmatizarse ante su hija. El pericazo sarniento (selfie con cocaína) (Cal y Arena, 2017), título que parafrasea a uno de los más grandes clásicos de la literatura mexicana, es uno de los pocos textos que encajan dentro del periodismo gonzo nacional.

En el libro, Carlos Velázquez describe las virtudes y los infortunios desencadenados por una fuerte adicción a la cocaína. La Laguna vuelve a ser escenario de la mayor parte de sus crónicas. Los paisajes de decadencia, las calles, bares y puntos de venta laguneros son testigos de las rayas que Carlos esnifa a diario. A lo largo de sus páginas la cocaína y la literatura confluyen, otorgándonos unos relatos poderosos, tristes y desmedidos. Estamos ante un testimonio crudo y doloroso, a la vez que tremendamente divertido. Un ejercicio literario de libertad absoluta forjado en la mente de un drogo, un escritor adicto sin temor a ser juzgado.

Velázquez también es adicto a los jueves de lucha libre en la Arena Olímpico Laguna, a embriagarse con sus compas a punta de Coronitas en el Salón Versalles, a los partidos del Santos en el TSM y a llenarse la panza con los tacos de tripa de don Rafa, a un costado de El Siglo de Torreón. Melómano de profesión, cuenta con una gran colección de vinilos acrecentada a lo largo de los años, ya sea por regalos de los amigos, compras por Amazon o por robos a mano desarmada en tiendas de discos.

No lo puede evitar. La música es su segundo vicio y el billete a veces no cae como él quisiera, pero Tropicalísimo Apache le enseñó que el pecado más grave no es robar, sino enamorarse perdidamente. La melomanía y sus experiencias musicales como periodista de conciertos se detallan en el libro Mantén la música maldita (Sexto Piso, 2020). Soda Stereo, The Cure, los Melvins y hasta el Muertho de Tijuana desfilan entre las líneas de una veintena de crónicas desarrolladas en foros masivos, cantinas y antros laguneros de mala muerte, cargadas de fuertes dosis de alcohol, cocaína, risas, pálidas y blackouts. Velázquez nos relata sus aventuras en toquines, conciertos y desmadres a causa de la música y los excesos, regalándonos una completa guía para transitar por el underground y la psicodelia sin morir en el intento.

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La ficción a manera de cuento constituye la mayor parte de la obra de Carlos Velázquez. En su segundo libro, La biblia vaquera (Tierra Adentro, 2008), ganador del Premio Nacional de Cuento Magdalena Mondragón, Velázquez ahonda las profundidades de un territorio norteño donde el corrido prevalece sobre la lógica. En sus cuentos ambientados en Popstock!, una región postnorteña misteriosamente similar a la Comarca Lagunera, encontramos personajes tan disímiles como luchadores enmascarados, narcomenudistas, practicantes de santería y DJ’s inmiscuidos en situaciones ambientadas en San Pedrosburgo, Torreonistán y Gómez Pancracio, Durango. Los burritos de hielera, los combates de lucha libre, las drogas y las tocadas en hoyos fonky sirven como escenografía para una muestra literaria que vibra intensamente y que acaricia en estilo a los autores de la Onda de los sesenta y setenta. El propio Carlos Velázquez lo reconoce: José Agustín es una de sus mayores influencias, así como la generación beat norteamericana y la poesía de Allen Ginsberg.

En 2011, publicó en Sexto Piso La marrana negra de la literatura rosa. Aquí, el autor sale un poco de los escenarios norteños para retratar la homosexualidad, la violencia, los excesos y sinsentidos de la vida cotidiana entre pinceladas de humor ácido. Los personajes son creados con minuciosidad para luego ser devastados, enfrentándolos a conflictos habituales a través de una fuerte cantidad de sátira y sexualidad. La identidad de los protagonistas es llevada al extremo. El cuerpo humano y la romantización de lo grotesco funcionan como crítica hacia el capitalismo, el consumismo y la agenda progre. El estilo de John Cheever, otra de las notables influencias de Velázquez, hace su aparición, brindándonos cinco historias retorcidas y delirantes que escapan de los cánones literarios.

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El menonita zen (Océano, 2023), es el trabajo más reciente de Carlos Velázquez. Su lectura enfrenta a personajes y situaciones extraídas de los más profundos delirios del autor: la historia tóxica entre dos hermanos embusteros que culmina con un duelo digno de Caín y Abel, los encuentros cercanos del tercer tipo en medio de una ranchería en el desierto, la estrella femenina de un gimnasio cuya fantasía sexual es retorcerse en la cama con machos de obesidad mórbida, el fantasma de un rockero que ronda a unos concubinos. La prosa irreverente de Velázquez se hace presente una vez más, llevando al lector del amor al odio y de las carcajadas al asco.

La última vez que me encontré a Carlos fue en un concierto de The Warning. Vestía una playera de The Who, tenis y unos pantalones deslavados. Como cuarentón que se respete, observaba al grupo desde lejos, con actitud de querer meterse al moshpit sin comprometer su integridad. Algo así como usar las drogas en forma correcta: a toquecitos, bien disfrutadas y sin dejarse ir de lleno para no salir lastimado. De la crónica al relato, el autor dosifica paliativos a la cotidianeidad, gotas de opio para la violencia, gramos de locura para la lucidez, pastillas enervantes para la monotonía. Carlos Velázquez asegura que nunca ha tenido una sobredosis, aunque ha estado muy cerca de ella. Sus letras asemejan a una adicción profunda, pero pulcra y bien cuidada, de la que todos deberíamos dejarnos seducir.

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