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¡Vive!

Claro que cuenta cada segundo vivido, amén de los signos físicos que dejan el paso de los años; aunque hoy haya mil formas de esconderlos, hay otros que no podemos evadir.

¡Vive!

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MARCELA PÁMANES

¿Les pasa? Vengo diciendo que hoy muere más gente, ¡vaya conclusión errónea! ¿Será que ya mueren más personas con las que hemos tratado y convivido?, ¿será que como la muerte tiene nombre y apellidos que nos son cercanos la tomamos más en cuenta?

Digo que es una conclusión errónea, porque salvo los tiempos de pandemia y de guerra, hay un promedio de muertes establecido y una edad promedio para morir. La “normalidad” de muertes se ha tasado hoy en 56 millones de personas al año. Este dato proviene del promedio en todo el planeta. Si hacemos una elemental operación aritmética el resultado será que al día mueren 153 mil 424 personas. Ahora mismo, mientras yo escribo y luego tú lees, habrá muertes por doquier.

La expectativa de vida es de 72 años. Creo que la cifra es nada, ¡72 años es nada!, clamamos los que nos acercamos a cruzarnos con ella. Pero la verdad es que, si cuentan, son 23 mil 680 días, y más, son 633 mil 120 horas vi-vi-das.

Claro que cuenta cada segundo vivido, amén de los signos físicos que dejan el paso de los años; aunque hoy haya mil formas de esconderlos, hay otros que no podemos evadir. El cambio sucede queramos o no, nos guste o no. De pronto descubres que ya no lloras con la facilidad de antes; tal vez esa sensibilidad manifiesta en otro tiempo se ha atemperado con las experiencias de vida. También en tu lista de prioridades hay relevos: lo que antes era importante, ahora es prescindible. Por ejemplo, descansar se vuelve un must de la vida, ya no estás dispuesta a sacrificar horas de sueño; la fiesta puede ser la mejor del año, pero prefieres estar metida en tu cama. Ya no requieres tantas cosas para sentirte segura de ti misma, sólo un buen corte de cabello, el mínimo maquillaje y repetir la ropa tantas veces como sea necesario.

Hay una parte muy importante que aparece en tu vida: el reconocimiento del error. Puedes decir con tranquilidad “me equivoqué”, “lo siento”, “te ofrezco una disculpa”, “me apresuré en mi juicio”, “tenías toda la razón del mundo”, “no se qué estaba pensando”. Es hermoso no tener apego por las ideas, identificar que no lo sabes todo ni tienes por qué saberlo. Somos seres humanos imperfectos, tanto como cuando tenías la piel lozana y el cabello grueso. ¡Ah!, pero la soberbia de la juventud no es buena compañera.

También hay una transformación en la historia que te has venido contando de ti misma, de tus padres, de tu familia, de tus amigos. Puedes ver con más claridad las metidas de pata que diste, las decisiones erróneas que tomaste, la presunción con la que viviste un día, el egoísmo de no considerar a los otros como partes actuantes de la existencia, los silencios prolongados con los que castigaste (porque ello te significaba no hablar con precisión las diferencias), las mentiras vertidas en aras de la aceptación, el reniego de la manera de ser de papá o mamá. Pero la gran diferencia de la madurez es que todo ello lo ves con aceptación y poco ánimo de juicio. Llegó un día en que dijiste: “¡Basta!, ya no es posible relamerse las heridas y cargarlas todo el tiempo”. Te viste al espejo, te recordaste, es decir, volviste a tu corazón y aceptaste lo que hoy eres sin remordimientos, sin vergüenzas, sin querer cambiar una sola letra de lo que ha significado tu paso por el mundo.

Amaneciste diciéndote a ti misma: “esto es lo que soy, por lo que he vivido, me acepto y acepto todas las circunstancias, no soy una mujer perfecta, pero soy lo que soy y habrá quien, con lo que soy, también me acepte y si no lo hay me convertiré en mi mejor compañía, en esa con la que quiero estar todos los días, y eso significa que habrá momentos en que me caiga muy bien y otros en los que no pueda conmigo, y eso está bien, porque solo serán momentos”.

Me encanta saludarme al amanecer y me pregunto: “¿Cómo amaneciste? ¿Qué planes tienes? ¿Soñaste rico? ¿Qué te ilusiona del nuevo día?”. Y me encuentro respondiéndome con toda la naturalidad del mundo, siendo sincera, auténtica, porque a mí no me puedo mentir ni engañar; además, ya no hay tiempo para ello, como tampoco lo hay para la conmiseración. He preferido darle espacio a la aceptación: esto es lo que hay, ¿qué voy a hacer con ello?

El recordatorio de que moriremos en algún momento me invita también a vivir. Súbete al carro de la vida, no importa la cantidad de años que tengas, ¡vive! 

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Escrito en: vivir vive reflexión motivación Marcela Pámanes

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