
Si bien cada individuo elige el tipo de persona que quiere ser, hay muchos factores que entran en juego y que influyen en sus ideas, comportamiento, valores, convicciones y forma de vivir y de pensar. El contexto social es uno de ellos y se refiere a las condiciones sociales, económicas, políticas y culturales en que habita y se desarrolla una persona. Implica entre otras cosas su situación de vida, la educación que recibe, el gobierno que rige su comunidad, así como los valores, creencias y costumbres que se profesan.
En esencia, somos producto de nuestro entorno, de cómo se nos inculca pensar y el tipo de sociedad que se construye a nuestro alrededor, incluyéndonos en ella. Reflexionar sobre el sistema y sus normas, aprender otras realidades de vida, conocer lo que opinan otras mentes e ideales y, sobre todo, cuestionar nuestra propia realidad es la forma como construimos nuestra identidad y, en corto, trazamos el tipo de persona que queremos ser.
¿Estamos inevitablemente condenados si nuestro contexto social nos empuja al estancamiento o la autodestrucción? ¿Cómo es posible cambiar el rumbo si todo está predispuesto a que esto no suceda? De esto habla la película Camina o muere (EUA, 2025), dirigida por Francis Lawrence, escrita por JT Mollner, basándose en la novela ‘La larga marcha’, de 1979 escrita por Stephen King. La película es protagonizada por Cooper Hoffman, David Jonsson, Garrett Wareing, Charlie Plummer, Tut Nyuot, Ben Wang y Mark Hamill. Se ambienta en un pasado alternativo distópico en el que Estados Unidos vive bajo un régimen militar autoritario que ahora contrarresta una pasada guerra contra el sistema, sucedida años atrás, con un evento anual al que llaman ‘la larga marcha’.
Consiste en que 50 jóvenes de todo el país son escogidos ‘al azar’ para participar en una competencia en la que deben aguantar el mayor tiempo posible caminando sin parar; quien detiene su marcha, se sale del camino o acumula tres infracciones por bajar la velocidad a menos de 5 kilómetros por hora, es descalificado, lo que se traduce en su muerte. Sólo una persona puede ganar: quien aguante más tiempo y kilometraje acumulado, obteniendo un significativo premio monetario que en esencia le ayude a él y a su familia a salir de la pobreza y de las condiciones precarias en las que vive la mayor parte de la población.
El dinero es el importante incentivo, ya que representa una posible salida para escapar de una vida en la miseria, producto de un gobierno que mantiene el control asegurándose que la ciudadanía viva sin nada, esperanzada en modificar su realidad, aunque imposibilitada para hacerlo y tan desesperada por su situación que no dimensiona lo que se vive, o que lo hace pero elige ignorar.
Aquel que gana la marcha consigue una fortuna, pero sabiendo que deja en el camino a 49 compañeros que murieron anhelando una vida mejor, una que la autoridad no provee, sino que lanza a la suerte como si fuera un privilegio, cuando en el fondo participar y triunfar no es una dicha, especialmente cuando estructuralmente las cosas están arregladas para que el evento mismo parezca esperanzador y positivo, pese a que está marcado por ideas como muerte, sometimiento, obediencia y subordinación.
Así lo razona el protagonista, Garraty, un joven que participa en la marcha con una meta fija pero secreta: matar al Mayor, la figura de autoridad más importante a cargo de supervisar la competencia. Garraty confía en que de ganar y completar su objetivo, su acción pueda traer un cambio importante en la sociedad, como clave para despertar a las masas de la realidad que les rodea, marcada por la injusticia y la obligada sumisión.
“Cuando el sistema empuja a la gente hacia un rincón, señala una trampilla de escape y dice, ‘Esa es la única salida’; por supuesto, todos vamos a intentar atravesarla. Hemos sido creados para creer que es la única manera, la manera honorable. Quiero decir, aunque sólo 50 de nosotros somos elegidos en la lotería, todos los chicos en este país se han apuntado. No estoy exagerando. Todo el mundo se esfuerza por ello, aunque no es necesario, porque todos estamos desesperados. ¿Qué te dice eso?”. “Nadie se apunta a esto. No precisamente”, reflexiona el protagonista respecto al evento anual que, según él, es sólo una apariencia de libertad, libre albedrío y progreso, porque en el fondo es más bien una forma de control disfrazada de promesas y expectativas.
Lo que argumenta es que las personas se han acostumbrado a esta situación de opresión y explotación al grado que participan activa y voluntariamente en ella. Nadie está obligado a hacerlo, sin embargo, todos lo hacen, porque la realidad social no parece darles otra alternativa. Las probabilidades de morir son más que altas pero las aceptan, más que nada porque anhelan que el resultado sea favorable para ellos, incluso cuando esto es poco probable. Viven de la esperanza, del sueño imposible, del anhelo de cambio y de la promesa, más bien deseo, de que algún día la suerte esté de su parte.
Esto es jugar a la lotería sabiendo que hay más por perder que por ganar. Si ganar es una aguja en un pajar, la suerte de uno en un millón, ¿por qué seguir incansablemente en el juego? ¿Es la esperanza ciega más poderosa que la decepcionante desesperación? Jugar a la lotería o a los juegos de concursos o de azar, en este caso participar en la marcha misma, son ilusiones sin sustento, que fungen como una forma de evadir la realidad, creyendo que esto resolverá mágicamente todos los problemas, porque ante la ley del menor esfuerzo, sería más fácil hacerlos desaparecer que enfrentarlos.
Qué pasa entonces cuando en ese juego aparentemente inofensivo las cosas se vuelven letales, cuando la alternativa es morir, cuando se es voluntario y se elige la auto destrucción, o cuando no hace falta forzar a la persona a participar en eventos o programas de entretenimiento masivos que humillan, manipulan, explotan, abusan y se burlan de los participantes. ¿No son los reality shows precisamente esto? Programas transmitidos en medios masivos en que las personas se enfrentan entre sí para ganar un premio, ganando cuando, y solamente, porque alguien más lo pierde todo, incluso la vida.
Lo que aquí se observa no es correcto; las condiciones de vida de la gran mayoría de la población son lamentables y sin oportunidad de mejora, además de que la muerte anual de 49 jóvenes, que existe para alimentar una violencia que se sustenta y alimenta del miedo, es algo que se acepta porque el sistema se ha asegurado que sea visto como algo positivo. Los participantes son voluntarios para morir y nadie dice o hace algo al respecto. Incluso a los jóvenes se les hace creer que su decisión es inspiradora, justa y correcta.
No hace falta obligarlos hacia la muerte, cuando ellos mismos ya son voluntarios. No tiene caso instaurar un régimen que directamente mitigue a la oposición, cuando la marcha misma ya ha desalentado a los insurgentes y rebeldes, o a los que en su momento intentaron una revuelta contra el sistema. Los obligaron a callar, a obedecer.
La marcha en sí no es la represión disfrazada; las muertes lo son. Los sacrificios de 50 jóvenes que creen fielmente en las pocas posibilidades de una vida mejor. Eso es a lo que se refiere Garraty, a que este acto inhumano para mantener calmada y sometida a la población, no es más que un espejismo.
Las historias de vida de estos jóvenes son ejemplo de la inhabilidad del colectivo para entender que un futuro mejor no es algo realmente viable mientras se mantenga un orden de autoridad como el que aquí existe, en el que tener ideas está prohibido, cuestionar el sistema está castigado y seguir la corriente es la única forma de sobrevivir; pues si todo se hace acorde a lo ya establecido sin reflexionarlo, sólo porque quien está a cargo lo ordena y se ha vuelto el estándar aceptado, se recorrerá voluntariamente un camino hacia la muerte, probablemente sin darse cuenta. Todo causado, según presenta la película, por un patriotismo más bien dañino y una sociedad en la que el sacrificio, en este caso el de los muchachos, es un sinsentido vacío, pues finalmente no se hace a favor del colectivo. Una estructura así podrá enajenar a las masas pero no promover justicia o solidaridad en ellas, no mientras no se dimensione cómo ese vacío sólo existe para dividir y enemistar, tanto a grupos como personas.
Al inicio de la marcha muchos de los participantes están entusiasmados, el problema es que lo que los motiva es una idea improbable, incierta y además cuestionable. Al ganador le cambia la vida, pero no hace nada por que el cambio social sea real. Cada paso y a cada kilómetro se hace evidente que la meta implica sufrimiento; 49 muertos y sólo un ganador, sí, pero también 49 vidas tomadas y muchas más destrozadas.
La competencia promueve el individualismo y el desapego, la cruel y fría actitud indiferente al sufrimiento del de junto, para seguir adelante velando por uno mismo antes que ayudar al otro. Garraty no es así y esto pronto lo pone en un pedestal para la población que lo mira desde casa, notando cómo una actitud solidaria y humana pronto le gana un grupo de amigos que prometen apoyarse mutuamente mientras puedan, en un intento por ganar lo que para otros sería ceder a la insensibilidad que el evento promueve, sea la violencia como forma de espectáculo o la idea de que ganar, conseguir lo que se quiere y triunfar, incluso solamente mejorar condiciones de vida, puede conseguirse exclusivamente al pasar por encima de los demás.
Historias hay muchas, como el joven que es mucho menor a la edad mínima requerida, que termina siendo el primero en morir por su falta de preparación y aptitud física para el reto, demostrando con ello que en este mundo hasta la inocencia infantil tiene su precio. También están el que quiere documentarlo todo, el competitivo que quisiera deshacerse del más débil, el que está ahí preocupado por su familia, el que no tiene nada que perder y cualquier resultado representa ya una mejora o el que participa absolutamente preparado porque está convencido que la marcha y el triunfo son parte de su futuro.
Al final, todo se reduce a jóvenes con pocas opciones, que pueden elegir, o no, ver con la mejor cara su inevitable destino, teniendo en cuenta que incluso sin participar en la marcha, las posibilidades de que no haya un mañana para ellos son elevadas. Peter, la persona con quien Garraty más entabla amistad, opta por una actitud más afirmativa; espera lo mejor sabiendo que por la posición en la que está se augura lo peor, pero al menos no lo asume desde la ilusión irreal, sino desde un realismo desde el cual aceptar su verdad. Gane o pierda, entiende lo que implica estar ahí, pues la caminata como metáfora tiene que ver con movimiento y en la vida, uno avanza o se estanca, camina o muere.
El Mayor señala que cualquiera puede ganar, pero esto es una falsa sensación de democracia y equidad como incentivo. En ese sentido, sí, cualquiera puede ganar, pero cualquiera también puede perder. Si se les escoge al azar, en una lotería a la que todos se incluyen, la marcha misma es una moneda al aire, donde no se sabe si uno, o el de junto, soportará el camino, enfermará, podrá aguantar los cambios drásticos del clima o se encontrarán inesperadamente cansados en el transcurso de una difícil colina cuesta arriba. Todo puede pasar, cualquiera puede morir, porque para que alguien gane, los demás deben caer. El ganador sobreviviente debe ser testigo de cómo uno a uno sus compañeros se van quedando en el camino.
¿Qué se puede esperar de esta sociedad a la que se le convence de que la marcha es un símbolo de esperanza? ¿Por qué es un honor participar en ella, sabiendo, o razonando, la suerte mortal que les depara? La narración en esencia refleja cómo los grupos marginados, personas en pobreza extrema se ven obligados a tomar decisiones desesperadas para sobrevivir, porque el gobierno no hace nada por ayudar, más bien es funcional para mantener el orden, imponiendo situaciones inhumanas disfrazadas de progreso y diversión.
“La única garantía que tienes como ser humano es que vas a morir. Y si tienes suerte, puedes elegir cómo pasar esos últimos momentos. Este momento importa. Cada momento importa”, analiza Garraty hacia el final del camino, cuando sólo quedan él y Peter contendiendo por el premio. Entiende entonces que con lo que se queda es con la experiencia vivida, lo que de ella aprendió y la forma como lo cambió. Instantes que dejan huella, que se valoran o se desperdician.
Garraty también entiende en ese momento que matar al Mayor es, en el fondo, un simple acto de venganza personal, sin más eco que su catarsis interna. Esto quiere decir que no hay realmente manera concreta de que sus acciones generen un cambio social, considerando que, en estructuras como esta, eliminar una pieza del tablero sólo provocará que sea sustituida por otra. Con esto en mente y finalmente razonándolo, Garraty acepta que lo único que puede ofrecer es dar a Peter una oportunidad, permitir que él sobreviva porque tiene esperanza, ideas, sueños y confianza en una visión de vida centrada en construir, en lugar de destruir.
En algún punto del relato alguien comenta que ganar la marcha no tiene nada que ver con ser el más fuerte, físicamente hablando; sobrevivir, en realidad, tiene más que ver con la fuerza mental en cada quien: determinación, convicción, astucia, inteligencia, seguridad, actitud, coraje y valor. “No tengo mucho que perder, pero sí mucho que ganar y por eso estoy aquí”, menciona Peter y esa es precisamente la forma de pensar de alguien que no se conforma, que no tira la toalla, que no espera el cambio, sino que va tras él. Resistir antes que ceder. ¿No es eso lo que diría un buen líder, un revolucionario y, sobre todo, un sobreviviente?
Ficha técnica: Camina o muere - The Long Walk