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Cónclave

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

El papa es la máxima autoridad dentro de la iglesia católica; desde un punto de vista religioso es el pastor de su iglesia, el sucesor del apóstol San Pedro, pero desde la estructura organizacional como soberano de la Ciudad del Vaticano, también es un dirigente, político y administrador a cargo de una entidad que cuenta con sus propias reglas, jerarquías y formas de gobierno. 

Cuando un papa fallece el Colegio Cardenalicio, un consejo integrado por todos los cardenales de la iglesia católica, se reúne para votar por su sucesor y a este proceso se le conoce como cónclave. El acto en sí es mucho más que una ceremonia marcada por la tradición, los rituales y la transición espiritual, pues habla inequívocamente de una alteración en las dinámicas internas dentro del sistema, dentro de la estructura, por un cambio de poder y de liderazgo. Esto quiere decir que el cónclave como proceso de votación y elección no es ajeno a las dinámicas políticas propias detrás de los juegos de poder, la estrategia ligada a ellos y las consideraciones que involucran sopesar todas las consecuencias relacionadas al mismo.

Es aquí de donde parte el escenario de la película Cónclave (Reino Unido-EUA, 2024), dirigida por Edward Berger, escrita por Peter Straughan, basándose en la novela literaria homónima de 2016 de Robert Harris y protagonizada por Ralph Fiennes, Stanley Tucci, John Lithgow, Sergio Castellitto, Isabella Rossellini, Lucian Msamati y Carlos Diehz. La cinta, cabe aclarar, evita adentrarse a los protocolos más religiosos del proceso de elección, votación y transición del papado, para centrarse en lo que el contexto permite analizar de manera más crítica: el control institucional y la lucha por ganar autoridad y presencia, muchas veces maniobrando y manipulando la situación.

Thomas Lawrence es el decano encargado de organizar y presidir las elecciones, en las que cuatro candidatos principales pelean por el nombramiento y cuyas ideas parecen totalmente opuestas sobre el rumbo que debe tomar la iglesia, cuyo impacto social importa por la influencia que ejerce ya no sólo en cuestiones de fe alrededor del mundo, sino también dentro de ámbitos culturales, educativos, científicos y políticos.

Aldo Bellini es el más progresista de todos: liberal, abierto al diálogo, a la diversidad socio-cultural y en la línea político-religiosa del papa fallecido, por ende, el favorito para muchos que lo consideran el sucesor evidente para profundizar la modernización de la iglesia católica. Su contraparte directa es Goffredo Tedesco, conservador, tradicionalista, intolerante y peligrosamente reaccionario, por eso convertido, por varios de los cardenales, Bellini, Lawrence y compañía incluidos, en el candidato que no debe llegar al poder. Por otro lado está Joshua Adeyemi, un hombre conservador moderado, neutral en temas conflictivos, pero por eso popular, tan preocupado por ser políticamente correcto que queda claro que de ganar, no planea cambios radicales pero tampoco propuestas que respondan a las inquietudes actuales; el candidato ideal para la continuidad del sistema establecido. Y Joseph Tremblay, alguien más convencional, incoloro, partícipe de la burocracia administrativa y con aspiraciones aparentemente más ligadas a su ego que a sus ideales.

Mientras cada uno de los principales candidatos afianza su posición inicial en la votación con el apoyo de sus respectivos seguidores, la ambición y la manipulación se vuelven elementos clave, porque no se trata solamente de quién lo quiere más, sino qué tan lejos llegarían para conseguir el nombramiento. Así que ya no sólo se trata de los votantes apoyándolos, sino de cómo atraer a su favor a aquellos que aún no lo hacen, o para fines prácticos, cómo arrebatar al de junto el apoyo que reciben. Es un concurso de popularidad y poder, de influencia y relaciones a conveniencia, más que de encontrar a la persona más apta para representar a la institución y liderarla. 

Idóneamente y según el juramento que hacen los cardenales, votan por la persona que consideran el mejor hombre para el cargo. Ello debería llevar inmersa una reflexión sobre las facultades y aptitudes de a quien apoyan, el qué tan capaz es para hacerse responsable de las funciones que tiene que desarrollar, así como también, porque de ello dependen sus decisiones sobre el actuar de la iglesia, cuáles son sus ideales y opiniones sobre los asuntos que competen a los católicos en cuestiones de todo tipo, su religión y la convivencia con otras creencias y doctrinas, el concepto de núcleo familiar, el matrimonio, el divorcio, el aborto, la identidad sexual, el rol de la iglesia dentro de cada comunidad o el cuestionamiento sobre la Fe y cómo ésta se adapta a la forma de pensar actual.

No es sólo elegir a un hombre, sino todo aquello que defiende y por lo que lucha o contra quién pelea, porque eso en lo que cree es lo que impulsará, plantará y profesará una vez que asuma el máximo cargo dentro de la institución a la que sirve. Esto aplica, por cierto, a cualquier posición de liderazgo elegida por votaciones, sea la presidencia de un país, de una empresa, de una organización y hasta de una comunidad o colectivo, por mencionar algunos. 

Por ende, no pueden no entrar en juego las estrategias políticas que se sirven de todo instrumento de influencia para conseguir el resultado esperado, lo que puede incluir la persuasión, la mentira, el rumor, el desprestigio y la desinformación; un escenario además significativo al ser eco de todo proceso existente dentro de la llamada democracia actual, donde fuerzas contrarias buscan hacerse del control de una entidad, como vehículo de poder y por encima de los objetivos verdaderamente importantes, en este caso la misión y función de la iglesia y su religión. 

Los cardenales deberían debatir quién de ellos es la figura que realmente quieren que los represente, pero no sólo en función del poder que obtienen al convertirse en Papa, sino en los cambios que planean a futuro dentro de la iglesia y el orden estructural, incluso en su posición en relación a la Fe Católica para con otras ideologías de pensamiento.

Bellini, Lawrence mismo y el resto de los que se alinean con pensamientos más inclusivos y progresistas alegan que lo que debe ser frenado es Tedesco, convencidos de que su forma de ver las cosas, conservadora y radical, significa, al mismo tiempo, el regreso a una iglesia más intransigente y tradicionalista, por ende excluyente y en ello, de mente cerrada y propensa a discriminar y segregar. Tedesco, por ejemplo, está tan guiado por el odio y la intolerancia que asegura que la única forma de reformar las cosas para los católicos es declarar la guerra, como ataque directo y destructivo, a las otras religiones. Curiosamente, sus palabras demuestran justo el por qué algunos se niegan a votar por él, siendo su discurso todo lo contrario a la idea de amor y respeto al prójimo que cualquier doctrina religiosa, no sólo católica sino como congregación de creencia y fe, siempre profesa.

Pero así como hay quienes no están a favor de Tedesco, hay quienes tampoco están a favor de Bellini, alegando que un pensamiento tan liberal es lo que ha provocado que la iglesia, aquí católica, como institución, pierda poder, influencia, presencia o importancia, entre la población. La ausencia de fe representa en cierto sentido la ausencia de valores, pero más importante, la ausencia de una autoridad, aquí institucional, ante quién responder y a la cual apoyar. 

El discurso de fondo, finalmente para los cuatro principales candidatos, termina estando más alejado al interés por procurar el bienestar de sus feligreses y más cercano a la necesidad de retomar el poder a su favor, como si el fin último del papa no fuera traer paz al mundo, sino reestablecer a la institución como fuerza de influencia, tanto para con sus feligreses como dentro de las economías y políticas del mundo actual; que es precisamente lo que sucede, en efecto no sólo con la iglesia católica sino con cualquier religión.

En medio de este manejo de intereses marcado por la manipulación  [véase por ejemplo la escena en la que los cardenales emiten su voto inmediatamente después de haber terminado la segunda ronda, para que los resultados previos influyan directamente en el rumbo de quién lleva la delantera, en un efecto del síndrome del voto útil, o al contrario quién se ha quedado rezagado, un proceso aparentemente democrático pero claramente corrompido por las circunstancias], también salen a la luz factores externos que llegan a tener una enorme influencia en la inclinación de la balanza, factores desde luego presentes pero que irrumpen con fuerza bajo el influjo de las fuerzas políticas actuantes.

Específicamente por medio de dos acontecimientos inicialmente inofensivos o supuestamente insignificantes que luego se convierten en puntos de inflexión que mueven sentimientos, reacciones y conveniencias. Lawrence descubre y luego asume que es su deber informar al resto de sus compañeros en un acto, según él a favor de la verdad, que Adeyemi está imposibilitado a continuar en la contienda debido a acusaciones en su contra que resultan verdaderas, una relación sexual años atrás, algo prohíbo para los curas, que resultó en un hijo no reconocido. La pregunta que surge es si el cardenal Lawrence actúa desinteresadamente o lo motiva un deseo secreto de favorecerse o favorecer a alguien más.

Una vez que esta verdad sale a la luz, aunque Lawrence jure no compartir los pormenores, el rumor hace que los seguidores de Adeyemi retiren su apoyo hacia él, bajo la condena de un pecado que califican como imperdonable y que sobre todo mancha su reputación. La pregunta tras esto es si alguno de los más de 100 cardenales reunidos en el cónclave puede realmente convertirse en el candidato ‘perfecto’, si hay alguien libre de errores, culpas y fallas, alguien con todas las respuestas y la fuerza para restaurar el orden dentro de la iglesia, no sólo como institución, sino como el depositario (carcasa, intermediario o facilitador) de una religión que cada vez es más cuestionada, invalidada y condenada.

“Nuestra fe es algo vivo, precisamente porque camina de la mano de la duda. Si sólo existiera la certeza y ninguna duda, no habría ningún misterio y por lo tanto no habría necesidad de la fe”, expresa Lawrence a sus compañeros iniciando el cónclave; sus palabras hablan de la importancia de cuestionar todo a nuestro alrededor, como principio crítico pero también en el entendimiento de que nada es absoluto. La gente necesita creer en algo, de lo contrario no hay nada que lo motive hacia un fin último.

“Hay un pecado que he llegado a temer por encima de todos los demás. La certeza. La certeza es el gran enemigo de la unidad. La certeza es el mortal enemigo de la tolerancia. Ni siquiera Cristo estuvo seguro al final. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Él gritó en su agonía, a la hora novena en la cruz”, añade el decano. Sin embargo, algunos interpretan su discurso como una puerta abierta a la ineptitud y la mediocridad, a auto-justificar fallas como errores comunes, humanos, esperados, insignificantes. Como si una falta pudiera ser excusada y olvidada en lugar de corregida, porque ese es el camino más sencillo y menos problemático. Lo que Lawrence dice, no obstante, es todo lo contrario, él habla de indagar, crecer, cambiar, buscar respuestas y entender que no hay nada que sea todo, que sea absoluto. Podría pensarse que de lo que se trata es de que cada quien encuentre la forma de conocer la voluntad de Dios, pues el Papa es el representante de ese dios cristiano.

Los cardenales presentes no son seres divinos, son humanos y no están libres de errores, pero eso no significa que cualquier opción es la mejor opción. El mejor líder, el que inspira y a quien se sigue, no es quien se esconde en sus tropiezos y caídas calificándolos como ordinarios y excusables, sino quien aprende de ellos y los enmienda; es aquel que cuestiona no porque pretende crear conflicto y discordancia, sino porque ve en la duda y las grietas el camino a enriquecer, regenerar y progresar. No se trata pues, de todo o nada, o de ganar y perder, sino de todos los matices en el espacio intermedio entre ellos.

Luego de la caída de Adeyemi, salta a la luz que Tremblay podría haber facilitado las cosas para el desprestigio del otro, al ser él quien dio la orden de traer a la madre del hijo del cura, una monja nigeriana invitada de último minuto a formar parte en la comitiva de las mujeres que auxilian en el cónclave, cocinando y sirviendo comida, entre otras labores. Tremblay asegura que sólo seguía las instrucciones del Papa fallecido (quien ya no está para confirmar lo dicho), pero la desconfianza ya está plantada lo suficiente como para poner en entredicho los valores del cardenal y, por ende, el qué tan posible es que se le respalde para convertirse en papa. ¿Es confiable?, ¿es traicionero?, ¿calumnia?, ¿o lo calumnian a él?

Lawrence entra de nuevo en conflicto cuando se plantan más sospechas sobre Tremblay, ante la posibilidad de que el cardenal pudiera estar implicado en otro escándalo, la compra de votos, y despedido por ello de su cargo por el Papa recién fallecido, algo que nunca se hizo efectivo porque nadie más se enteró de la orden. “Si se revela este informe, no es la reputación de Tremblay la que va a sufrir, es la de la Iglesia. Acusar a la Curia de corrupción institucional”, expresa Bellini, externando su preocupación por el eco de lo que sucede y cómo repercute directamente en el Vaticano, en las apariencias, la falta de orden y control dentro de la iglesia y el constante escándalo a su alrededor que le continúa restando credibilidad y fiabilidad.

¿Cuál es el camino más ético y honorable que Lawrence puede seguir?; investigar los hechos pero entre las sombras, optando por caer en la misma secrecía que critica, o dejar que los rumores (quizá sí, o quizá no, esparcidos para difamar), se queden en eso, en ataques maliciosos que no tienen cabida en un Consejo conformado por hombres que, si han llegado hasta donde están, es porque, supuestamente, son íntegros y respetables.

El decano opta por la que parece la opción más honesta, la de indagar una realidad que parece sospechosamente enterrada porque trae consigo secretos que involucran directamente al cónclave, argumentando, o auto-convenciéndose, de que la verdad está por encima de la mentira. El problema es que él no sabe, irónicamente, con certeza, cuál es esa verdad, sino la óptica de lo que parece serlo. A partir de ello también comienza a evidenciarse que Lawrence no es inmune a la ambición, que hay asimismo un deseo propio de poder ser el favorito para la sucesión y que traer a la luz verdades que parecían manipuladoramente escondidas, entiéndase lo relacionado a los cardenales Adeyemi y Tremblay, puede jugar tanto a su favor como en su contra.

¿Es Lawrence un candidato efectivamente viable, confiable incluso? ¿Anhela el puesto, tiene la preparación y disciplina para asumir el cargo, para ser tanto un líder como una autoridad, un político como un clérigo, según la ocasión demande de él? ¿Son sus acciones reflejo de un hombre que defiende la importancia de un comportamiento honorable y pone el ejemplo?, o, ¿son más bien evidencia de una estrategia política cautelosamente dirigida a su favor, al desacreditar candidatos que terminan por ser catalogados inelegibles y en ello mostrándose como un ‘héroe’ o ‘salvador’, ganando así adeptos a su favor?

“Ningún hombre cuerdo querría el papado. Los hombres peligrosos son los que lo quieren”, es un intercambio de diálogo dentro de la película, que remite a aquella idea de que la persona ideal para cualquier posición de poder no es aquella que lo ambiciona, que haría todo por conseguirla, sino los que con asertividad, inteligencia, buen juicio y humildad, conocen y entienden todos los entretejidos del poder, o la corrupción del poder, como para no querer el puesto.

A través de los líderes más poderosos de una institución como son la iglesia y el Vaticano, la historia propone reflexiones sobre la humanidad, la pretensión, la codicia y la manipulación. Sobre la forma como la sociedad se destruye en lugar de construir en armonía y colaboración cuando sus ideas son contrarias, convirtiéndose en enemigas en lugar de complementarias. Plantea también el problema de la dualidad en el choque ideológico, la fe frente a la duda, el progreso frente a la tradición, la búsqueda por ganar para servir a uno mismo, en lugar de una comunidad. Juzgar frente a respetar, confrontar frente a entender. Así que al final no parece que importe quien gane o pierda, sino qué tan posible es conseguir en el proceso algo a favor; esa es la política actual: astucia, no transparencia.

Ficha técnica: Cónclave - Conclave

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