
La fe y la ciencia son dos fuerzas aparentemente contrarias que fácilmente pueden entrar en conflicto porque aquello que las sostiene tiende a cuestionar a la parte opuesta. Hechos frente a creencias, datos frente a ideales; su lucha existe porque una cosa contradice a la otra. Entonces, ¿qué tanto daño puede hacer guiarse ciegamente por las directrices de alguna de ellas? ¿Qué tanto guiamos nuestras acciones a partir de pensamientos y enseñanzas que reclaman una devoción casi total y que no siempre tiene una explicación lógica?
Las consecuencias de una fe que se niega a ser racional, de una razón que no siempre encuentra equilibrio con las creencias del colectivo o una enseñanza religiosa que raya en el fanatismo, son algunos de los temas de los que habla la película El prodigio (Irlanda-Reino Unido-EUA, 2022), dirigida por Sebastián Lelio, quien coescribe al lado de Alice Birch y Emma Donoghue, basándose en la novela homónima de ésta última. Protagonizada por Florence Pugh, Tom Burke, Niamh Algar, Elaine Cassidy y Kíla Lord Cassidy, entre otros, la historia se ambienta en Irlanda en 1862, donde una enfermera inglesa que sirvió en la guerra, Elizabeth ‘Lib’ Wright, es enviada a un pequeño pueblo para observar a Anna O'Donnell, una niña quien, según se dice, ha sobrevivido cuatro meses sin alimentarse.
Un periodo tan largo sin comer habría significado la muerte para cualquiera, de modo que la comunidad, especialmente aquellos con arraigadas creencias religiosas, creen que pueda tratarse de un milagro divino. Para confirmarlo, más que para refutarlo, como son realmente las intenciones de varios de los líderes del pueblo que encabezan la propuesta, se encomienda a dos enfermeras, una de ellas una monja, a observar a Anna las 24 horas al día, cubriendo periodos de 8 horas de manera alterna.
La tarea parece simple: observar y verificar que Anna no coma absolutamente nada. Es así como Lib se vuelve reacia a creer que el asunto sea producto de una fuerza espiritual mágica, como Anna, su familia y otros devotos opinan. Ella sabe, después de una revisión clínica inicial, que la salud de la joven indica que sí ha recibido alimentos de alguna forma, pues de otra manera estaría gravemente enferma. Desde una perspectiva más racional, como enfermera que es y que ha visto en persona lo que es el deterioro de la carne humana, el ayuno simplemente está poniendo en peligro la vida de la niña, cuyo desarrollo se está viendo afectado por la falta de alimento y nutrición, causado por una necedad, incluso necesidad, de demostrar que se trata de un milagro.
En términos prácticos y concretos, si Anna no come eventualmente sus órganos fallarán y ella morirá; lo frustrante para Lib es que su familia, varios habitantes del pueblo y hasta el mundo entero que se entera de la historia por medio de los periódicos, estén más interesados, entusiasmados o inmersos en la posibilidad de un milagro que en alimentar y salvar a esta joven. En esencia creen lo que quieren creer a costa del sacrificio y la vida de alguien más.
Ellos piensan, tal vez anhelan o se auto-convencen que Anna sigue viva porque Dios así lo desea, explicando su capacidad de sobrevivir pese a no alimentarse, como una señal divina, una de santidad. Por eso a la gente no le interesa alimentar a Anna, ni tienen intenciones de hacerlo, porque ello frenaría, pondría fin o contradeciría todo el discurso divino que se ha hecho hasta ahora alrededor de ella.
Como observante, Lib tiene indicaciones de no intervenir, sólo presenciar y en todo caso documentar. Pero ella, a diferencia de la otra enfermera que como monja se guía más por las creencias católicas que por la racionalidad de los hechos, también se da a la tarea de descubrir la verdad, teorizando que se trate de una farsa hábilmente plantada y que se esté alimentando a Anna en secreto, lo que a su vez no sólo destruye el mito creado, sino también evidencia la posición en que Rosaleen, la madre de Anna, ha puesto a su hija.
El temor de Lib no es sólo que el supuesto milagro divino esté en el fondo cimentándose en una mentira y lo que esto pueda significar para la fe cristiana, su credibilidad y, en todo caso, posible manipulación, sino que la mentira sea más importante para tantas personas, por encima de salvar la vida de una niña que en esencia estaría siendo sacrificada por arraigadas creencias religiosas, porque la gente se niega a razonar objetivamente y prefiere seguir ciegamente una fe y una doctrina que han aprendido a defender sin cuestionar.
William Byrne, un periodista de Londres que cubre la noticia regresando tras muchos años a Irlanda, al pueblo donde vivió y su familia murió durante la hambruna de tiempo atrás, coincide con el escepticismo de Lib y también cree que la farsa es más dañina que benéfica, centrándose concretamente en lo que respecta a la salud de Anna. Argumentando que lo importante de su labor es terminar con el cotilleo, el chisme y las mentiras alrededor de lo que sucede con la niña, para, en cambio, presentar la información con argumento sustentado y fidedigno, William le insiste a Lib que le permita tener contacto con Anna a fin de contar su historia de manera objetiva y no subjetiva o emocional, que es como parece estar formada hasta ahora la opinión de la mayoría de las personas.
Él le obsequia a la niña un taumatropo, un juguete de ilusión óptica que crea la sensación de movimiento al girar rápidamente sus dos imágenes, en este caso la de un pájaro y una jaula. Anna pregunta si el ave está atrapada o libre y él le dice que ella lo decide; una analogía sutil sobre su propia historia y el mensaje final lanzado al espectador: ¿qué es lo que elegimos?
Las cosas son aún más complicadas, descubre Lib, una vez que, tras aislar a Anna y prohibirle todo contacto directo con su familia, deduce la verdad: Rosaleen la alimenta secreta y astutamente pasándole comida de boca a boca, tal como los pájaros hacen con sus crías, al darle un beso de buenas noches y de buenos días. Lib se da cuenta que esta verdad es sólo la punta del iceberg, pues cuando lo reporta a los líderes de la comunidad, una asamblea conformada por hombres con poder e influencia en este pueblo, entre ellos el médico local, el vicario de la iglesia, el alcalde, entre otros, la acusan de mentir.
Si bien algunos intentan darle el beneficio de la duda, asumiendo sus palabras a partir de la gravedad que esconden, el peso de aquellos más insistentes es sumamente determinante, cuestionando las conclusiones de Lib por el simple hecho de no ser lo que ellos querían que ella concluyera. Varios acusan a la enfermera de inventar o imaginar cosas, más que nada por la necesidad de convencerse y convencer a la comunidad de creer en este llamado ‘milagro’. Para fines prácticos, Lib no fue traída para cuestionar los hechos o indagar verdades, sino para confirmar lo que ellos quieren escuchar.
Para este grupo de ‘líderes’ no importa la verdad, tanto la de una niña que está siendo sacrificada como la de una madre que ha inventado una farsa para hacer creer al mundo que su hija ha sobrevivido meses sin comer; si el fin último es aprovechar la escena para explotarla a su favor, especialmente la fuerza social, ideológica y cultural que este supuesto milagro puede tener, entonces están dispuestos a llevarlo hasta las últimas consecuencias, desacreditando toda evidencia que lo refute.
Insistiendo que Lib no tiene pruebas concretas sobre lo que alega y que, finalmente, es su palabra contra las de quienes defienden el milagro, simplemente por una fanática fe, la enfermera decide que no puede solamente seguir observando sin sentir el reclamo de la ética de su consciencia, por lo que resuelve intervenir por cuenta propia, tomar acción y salvar a Anna antes de que las circunstancias la conviertan, después de víctima, en mártir.
El problema es que Anna se niega a cambiar o a ser salvada, porque su concepto de salvación recae en su propio sacrificio hasta la muerte. Revela que ha aceptado lo que su madre ha orquestado porque la ha convencido que se trata de una penitencia necesaria en nombre de la salvación, sólo que no la suya. Anna confiesa que su fallecido hermano abusó sexualmente de ella cuando era más pequeña y que, según las creencias de su religión, el castigo por esta falta es una vida eterna de sufrimiento en el infierno. Su salvación, según Rosaleen, es esta penitencia que Anna debe cumplir en nombre de la fe, pero además en nombre de su familia y, sobre todo, de su difunto hermano.
Todas estas nociones son conceptos religiosos llevados a la exageración y absorbidos desde una perspectiva tan inflexible, que personas como Rosaleen los llevan al extremo, convencida de que hay un infierno, que el alma de su hijo está atrapada ahí y que Anna puede, con su muerte, rescatarlo. Cabe resaltar que en todo caso la fe cristiana no es el problema, lo es asumir sus doctrinas en un estado totalmente cegado, obstinado y radical.
Son estas creencias por las que Rosaleen está dispuesta a sacrificarlo todo, incluida su hija, lo que, eventualmente, llevan a fallarle como madre a Anna, entendiendo que como tal, su principal tarea e interés debería ser procurarla, protegerla y apoyarla. Rosaleen, además, hace lo que hace porque en el contexto en el que vive, la gente actúa como si su vida y la de la mujer en general no importaran. Misma razón por la que excusa y condona las acciones de abuso de su hijo, porque el mundo a su alrededor así funciona, poniendo al hombre en un pedestal y a la mujer en la sumisión. Lib misma, por ejemplo, está a merced de un grupo de hombres que esperan que observe callada y acate órdenes, independientemente de sus capacidades.
De modo que en parte, si Rosaleen cree que su hija debe expiar las culpas de alguien más, específicamente las de la persona que abusó de ella, es porque cultural, social y religiosamente está convencida que Anna no es la única víctima o afectada, mirándola más bien como vehículo para que su hijo no permanezca sufriendo en el ‘más allá’, que a su vez no es más que un concepto ideológico creado por el humano y usado por algunas corrientes de pensamiento religioso, así como sus historias contadas a través de generaciones, como medio de control y manipulación.
De alguna manera tanto fe como ciencia hacen un intento por explicar el mundo, incluyendo el propósito de la vida o la trascendencia humana. Pero la fe puede fácilmente convertirse en pensamiento mágico y esto derivar en nociones demasiado ilusorias y ambiguas, en este caso, el supuesto milagro que se le atribuye a Anna, o la insistencia que Rosaleen hace del sacrificio al que obliga a su hija como medio para la salvación de su hijo. ¿Qué tan lejos se le permite ir a alguien en nombre de la fe y qué tanto la gente continuará observando en lugar de hacer algo cuando es testigo de actos de crueldad realizados bajo escudos como la religión? ¿Cuándo, en todo caso, la esperanza comienza a convertirse en destrucción? La historia está llena de ejemplos en donde en nombre de la fe se explota, abusa o asesina a poblaciones enteras.
Asimismo las explicaciones y razones científicas tampoco son siempre tan sencillas ni tan categóricas, una vez que la ciencia misma también ‘quiere creer’ (en sus propias propuestas e hipótesis). El médico del pueblo, por ejemplo, en su intento por explicar la situación de Anna, se pregunta si no se trata de un hecho aún desconocido e inexplorado por la ciencia: que haya encontrado una nueva forma de absorber nutrientes o que sea capaz de alimentarse del sol por medio de una especie de ‘fotosíntesis humana’. Explicaciones que intentan ser racionales, no divinas, pero que rayan también en la imaginación de una realidad no comprobable.
Como suele suceder en casos como este, la explicación lógica, así como la más posible, termina siendo la más sencilla: en efecto Anna estaba siendo alimentada en secreto por su madre. Ello demuestra que practicidad y sentido común son clave para contrarrestar la manera rebuscada, engañosa y hasta sugestiva con que se pretende explicarlo, tanto por la ciencia como por la religión.
En medio de todo esto está Anna, una menor de edad que hace lo que le dicen que haga; sufre y es castigada por las faltas de otro; y se le rinde culto porque el fin último, a partir de ello, es encontrar un favor, alcanzar la redención. Creer en algo reconforta a la gente y esta es una fuerza ideológica tan potente que lleva a construir historias de “milagros” alrededor de hechos falsos, como hace la película con lo que cuenta.
“No somos nada sin historias”, dice la voz en off que narra el relato, para más tarde no sólo romper la cuarta pared sino, al hacerlo, invitar al espectador a pensar en todas esas historias que nos conforman como personas y como sociedad. “Así que los invitamos a creer en esta”, añade el narrador, mostrando también en pantalla el set de rodaje de la película, lo que es una puerta abierta a escuchar, ver, sentir y, sobre todo, creer en esta historia, una que curiosamente cuestiona verdades y mentiras; las mentiras que nos creemos y las verdades que volvemos absolutas por inercia.
Como sociedad creamos historias y creemos en ellas. A veces se sirven de la literatura y otras del cine, como en este caso; pero en realidad lo relevante, después del hecho de que existan y cómo recolectan tanto hechos como invenciones, es, qué reflejan de la sociedad, qué analizan del mundo y de las personas, cómo las asumimos y cuestionamos, en caso de hacerlo, y hasta cómo moldean nuestra vida, pensamiento, convicciones y creencias, incluso cambiando la manera cómo percibimos nuestro alrededor. En el fondo lo que la película pregunta, al cuestionar en qué creemos, es, ¿observamos pasivamente o tomamos acción?
Ficha técnica: El prodigio - The Wonder