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Morón

César Garza

“En el futbol todo se complica con el adversario”

Jean Paul Sartre

 

Tu familia del sur te invita a ver al gallito de Morón, un club que se inauguró en 1947 y que desde entonces ha engrosado su hinchada. En la Argentina, claro que están el Boca y el River, pero también existen muchos otros clubes, más discretos tal vez, pero no por ello menos amados.

Su estadio puede contener a 30,000 personas; hoy, tú también eres gallo y jugamos contra Estudiantes de la Plata.

Los cantos se hacen presentes de inicio a fin; hay siete o diez versiones diferentes.

El estadio se encuentra, como muchas canchas, incrustado en el barrio; nos estacionamos como a tres cuadras y nos vamos caminando; hay dos o tres filtros policiales, te revisan si traes algún palo, algún cinturón o cualquier cosa que pudiera utilizarse como arma y que te sirva para romperle la crisma a algún aficionado del estudiantado.

El ambiente es inmejorable, contagioso; el futbol tiene eso, cuando la porra se junta, hay una energía que sube la temperatura de todos por igual; es imposible mantenerse al margen, te dan ganas de brincar, de gritar, de putear, que no siempre se putea cuando algo sale mal, también se putea en el camino de la euforia colectiva, en el compartir la esperanza de la victoria, el sueño del campeonato.

En la tribuna hay chicos y grandes; todos ellos son hinchas de este equipo desde que nacieron, el equipo del barrio, el equipo de sus padres, el equipo de sus abuelos; hay mucho más que solo una preferencia por una camiseta; es como un legado al que hay que honrar.

Sí, somos un equipo discreto, nos arreglamos con lo que hay, como muchas personas de este y otros países, pero eso no es impedimento para soñar.

Viene una jugada, cuatro, cinco toques, centro, un delicioso empalme fuera del área, raso pegado al poste derecho que deja sin oportunidad al arquero. Jair ha convertido un hermoso gol, todos brincamos, gritamos, nos abrazamos en comunión, sin conocernos, pero siendo en ese momento familia; no es la sangre, es el color rojo del gallito de Morón el que nos une.

Para el segundo tiempo se comienzan a cansar los muchachos; cada vez es más difícil sostener el 1-0, los chicos ya no llegan, se hacen tres cambios, hombres más frescos, pero menos talentosos. El estudiantado está encima, una y otra vez; intuyes que es cuestión de tiempo para que te planten una cachetada. Es en estos momentos que pareciera que los granos de arena se han atorado deteniendo el tiempo; carajo, llegó el empate y con él las puteadas y los reclamos.

—Siempre lo mismo, loco, siempre lo mismo.

No tenemos delantera, no se la pasen a Olivares, carajo, ¡a Olivares no! ¡a Olivares no! En un cierre donde no puedo permanecer sentado, finalmente el árbitro pita el final.

El partido terminó 1-1. Sentí el empate como derrota. Salí con la garganta rota, las manos rojas de aplaudir. Pero también sabiendo que la próxima ocasión voy a estar otra vez ahí, en la tribuna, gritando, creyendo y puteando.

Robando un poco a Benedetti, acá lloramos todos, puteamos todos, porque es mejor llorar que traicionar, porque es mejor putear que traicionarse. Esto es Morón.

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