Retrato de Elizabeth, 2000.
La década de los ochenta estuvo llena de cambios políticos y culturales, particularmente para occidente. La caída del muro de Berlín, la llegada de MTV que transformó la manera de escuchar y “ver” música, la lucha por los derechos de los homosexuales, la moda unisex, el cuestionamiento de los valores tradicionales y, a su vez, la recuperación del pasado en un mundo donde la posmodernidad se consolidaba.
Los artistas retomaron movimientos del pasado reciente, recuperando elementos con los cuales el público podría identificarse y reconocerse. El arte salió a las calles para buscar nuevas expresiones; Basquiat llevó sus grafitis a las galerías de Nueva York apadrinado por Andy Warhol, por ejemplo. El neopop se nutría de la crítica a la sociedad corporativa y protestaba contra la discriminación mientras Keith Haring atiborraba sus telas de estridentes colores hablando de vida, muerte y sexo con trazos simples y fácilmente reconocibles.
En Europa, la transvanguardia italiana se alejaba del arte povera para desarrollar una figuración ecléctica inspirada en temas clásicos, mientras que el neoexpresionismo alemán, que se gestó desde los sesenta como expresión del malestar de la posguerra, cerraba su influencia precisamente a mediados de los ochenta. Estos movimientos posmodernos ponían de manifiesto el interés de los artistas por volver a la pintura figurativa, manifestando ante el gran público un compromiso con temas sociales o reflexiones personales.
En México, que siempre ha ido a su paso, apareció un movimiento que podría ser llamado neo-mexicanidad. Después de la epopeya del muralismo con su influencia avasallante, seguiría la Generación de la Ruptura, que buscaba el reconocimiento del arte en el país al inscribirse en el repertorio de las tendencias internacionales. Así, el realismo social del muralismo dio paso a expresiones más personales que decantarían en la abstracción. Sin embargo, después se recuperarían temas del imaginario cultural mexicano: símbolos patrios, religiosos, folklóricos y kitsch amalgamados por la visión personal de los artistas nacionales.
Los ochenta es la década en que la figura de Frida Kahlo cobró una popularidad arrolladora, resultando incluso en una película biográfica sostenida por la impecable actuación de Ofelia Medina. Los cuadros de la pintora superaron el millón de dólares en las grandes subastas de Nueva York. Su obra traspasó lo estético para seducir al espectador por lo anecdótico de la vida de su autora, de tal manera que se volvió un referente para toda una generación de artistas que adoptaron su actitud autobiográfica, como el caso de Julio Galán, cuya obra irrumpió en el paisaje artístico en esos años.
ORÍGENES
Complejo es hablar de este artista tan difícil de clasificar. A pesar de sus obvias referencias a la cultura popular nacional, va más allá de la neomexicanidad al impregnar sus pinturas con su consabido narcicismo, que lo hace multiplicar su propia imagen y hablar desde lo más profundo de sus miedos y deseos, desembocando en una especie de surrealismo onírico y expresionismo latente proveniente de una psique desbordada.
Nacido en Múzquiz, Coahuila, un 5 de diciembre de 1958, fue el tercero de cinco hermanos de una familia burguesa que luego emigró a Monterrey, ciudad que lo acogería como suyo al impulsar su carrera. En 1980 exhibió por primera vez su obra en la Galería de Arte Actual Mexicano.
En sus primeros cuadros se pone de manifiesto su gusto por los muñecos inexpresivos, fragmentados, fetiches de una niñez transfigurada en el subconsciente. Esta obsesión lo llevó a coleccionar una gran cantidad de ellos, los cuales buscaba en tiendas de anticuarios en el país y en el extranjero. Morelio fue su preferido, a quien convirtió en su alter ego, su confidente, cuyos esponsales con la muñeca Aurelia no llegaron a realizarse. Estos lienzos estaban llenos de elementos de la vida cotidiana, de recámaras e interiores burgueses llenos de simbolismos.
Galán partió a Nueva York e irrumpió en la escena como un enfant terrible del arte mexicano, llamando la atención de curadores y galeristas. El mismo Andy Warhol lo recibió; también conoció al malogrado Basquiat y convivió con personajes como Boy George y Johnny Depp. La personalidad de Julio impactaba y se imponía. Se disfrazaba, se maquillaba y se trasvestía, una práctica a la que era adepto desde niño.
SÍMBOLOS
Más adelante, su obra se enriquece con símbolos más complejos. De los muñecos pasa a escenas de la infancia donde las mascotas participan en juegos que se antojan siniestros. Los sueños de pronto se ven turbados por recuerdos, temores y fantasmas que también se hacen presentes en la vigilia. El desertar de una sexualidad y una religiosidad se manifiesta con exvotos.
Galán se autorretrata y se muestra a veces atormentado, a veces disfrazado como burgués, como mandarín o como San Sebastián. Llora lágrimas de sangre, como llora Cristo en la Cruz y el Señor de los Afligidos. Lo sacro se desacraliza y se desliza por su psique en recuerdos lejanos.
En su retrato Mara, lo mexicano se reinterpreta rozando espléndidamente lo kitsch. Y es que la mexicanidad se presenta como en una especie de juego de travestismo con poses afectadas, como la china poblana que se sube a una silla asustada por un ratón en el cuadro ¡Quién te manda! o la pareja de Un charro y una china poblana, que baila al compás de un jarabe tapatío sobre un fondo de color neutro en posiciones exageradas, típicas de las películas mexicanas del cine de oro.
El homoerotismo también aparece en su obra, desde la hipersexualización de lo masculino hasta el tormento del deseo. La obra de Julio Galán es compleja; lienzos como El viaje en la noche, de 1999, contienen muchos de los símbolos y obsesiones del pintor: un muñeco alter ego, una mesa de billar (tal vez símbolo de una masculinidad heteronormativa), ilustraciones de aves kitsch, fragmentos de desnudos homoeróticos y muebles aburguesados.
Los ochenta y los noventa, décadas en la que desarrolló la mayor parte de su obra, se caracterizaron por el rompimiento de los valores tradicionales, el cuestionamiento hacia una sociedad burguesa biempensante y la crítica a la Iglesia como institución. Mucho de esto se atisba en la obra de Galán, quien muere a los 47 años en 2006, de un derrame cerebral, dejando un legado portentoso.
El artista va más allá de un narcisismo que se recrea en la autocomplacencia de su imagen disfrazada y transfigurada. Hurga en los recuerdos de la infancia, en el deseo, en la culpa, en el descubrimiento. Se nos presenta en su intimidad, en sus recuerdos, se emancipa de los valores atávicos, gestando su propio mundo en el sueño de una realidad que se desliza entre lo sagrado y lo profano.