A toda madre
Madre: oficio de alto riesgo e irrenunciable, que sin sueldo ni prestaciones, se ejerce veinticuatro horas diarias. Vaya aquí mi abrazo y mi respeto a las solteras que sin el apoyo de una pareja sacan a sus hijos adelante. A las empleadas domésticas que dejan a sus hijos sólos para atender los ajenos. A la infinita tristeza de las madres en situación de cárcel, y a las ancianas madres a quienes nadie abraza.
Y ahora, pacientísimo lector, lectora, permítame un poco de nostalgia; rescoldos de un mundo que quedó para la historia. “En una casita chiquita y muy blanca/ camino del puerto de Santa María/ habita una vieja muy buena y muy santa/ muy buena y muy santa que es la madre mía/ Anda y vete de mi vera si te quieres comparar/ con aquella vieja santa/ que está ciega de llorar”, cantaba Juan Legido con Los Churumbeles de España.
Y ya en plan nostálgico traigo aquí un fragmento del Brindis del bohemio, de Guillermo Aguirre Fierro, poema de amor y de amargura que en su momento conmovió hasta las lágrimas a los más forzudos machotes: “¡Por mi Madre! Bohemios/ dejad que brinde por mi madre ausente/ por la que llora y siente/ que mi ausencia es un fuego que calcina./ Por la anciana infeliz que gime y llora/ y que del cielo implora/ que vuelva yo muy pronto a estar con ella”. Tampoco quiero dejar afuera el memorable fragmento del Nocturno a Rosario de Manuel Acuña: “Qué hermoso hubiera sido/ vivir bajo aquel techo/ los dos unidos siempre y amándonos los dos/ tu siempre enamorada/ yo siempre satisfecho/ los dos una sola alma/ los dos un solo pecho;/ y en medio de nosotros mi madre como un Dios”.
Para ser una madre respetable, doña Prudencia Griffel debía ponerse su Corona de lágrimas. Abnegarse y sufrir, era lo respetable. “Quien bien te quiere, te hará llorar”, advirtieron a las niñas que “aceptaron mansamente el despojo, la sumisión”, y adquirieron el horrendo vicio del sufrimiento. Así se hizo la historia, hasta que pasada la primera mitad del siglo XX, las madres dejamos de llorar.
Yo pertenezco a la primera generación de malas madres. Mujeres libradas que además de criar a los hijos, nos las arreglamos para trabajar también fuera de casa, ganar dinero propio y autoestima. Por lo que en este mes de mayo, en que se ensalza el sufrimiento entre las inefables virtudes maternas, me siento excluida.
¡Dios!, no sufrí lo suficiente, dejé pasar mi oportunidad de ser a toda madre. Me llegaron los hijos sin manual de instrucción; improvisé como pude. Papi era el ángel guardián, yo, la peor señora del mundo. Mis hijos aún me reclaman porque los mandaba a la cama cuando no tenían sueño, los despertaba cuando dormían plácidamente y los recogía tarde de la escuela. En lugar de Gansitos Marinela les ponía una manzana en la lonchera, y los llevaba a clases de música, de tenis, de natación… pobres criaturas. Cuando era necesario, los arrastraba también al dentista.
Fui una madre estresada y con prisas, me faltó tiempo para la música, las risas, el juego. ¿Perseguir mis sueños? Me conformaba con dormir una noche completa. “Párate unos segundos para recordar lo extraordinaria que eres", recomiendan las jóvenes madres. Tanto amor por mí, no me convence, pero al menos me tranquiliza saber que mis hijos no conocieron la pedagogía de las lágrimas.
No fui una madre sufrida, sólo hice lo mejor que pude. Aunque no me han perdonado, mis hijos insisten en festejar el 10 de mayo con obsequios y buenos modos. El resto del año me las arreglo como puedo.