Augusto Monterroso: resistir a la extinción
Por “El dinosaurio” y otros textos breves, Monterroso se encuentra muy asociado a la minificción. Sin embargo, como escritor dista de ser el único —ahí están también Sergio Golwarz y Max Aub—, el primero —Julio Torri y Carlos Díaz Dufoo hijo aparecieron antes—, o el del cuento más pequeño —el puesto lo tiene ya Luis Felipe Lomelí con “El emigrante”—. Y a pesar de todo esto, su obra sigue siendo disfrutada y descubierta por lectores nuevos o fieles seguidores, dadas las sorpresas que deparan sus creaciones, que son más que relatos de una sola línea.
Si hay algo que destaca en el autor es su gusto por el juego. Juego que es a la vez desafío en la manera de ver la literatura. Monterroso guarda un lugar especial en el canon, por una personalidad que, para ser apreciada, necesita una revisión más amplia y sin aislar. Sus libros aparecen durante la segunda mitad del siglo XX. Es una época de escritores que todavía son intelectuales a la manera de Zolá. Es el momento del boom: Rayuela, de Cortázar; El obsceno pájaro de la noche, de Donoso; Terra Nostra, de Fuentes; Cien años de soledad, de García Márquez, o las varias novelas de Vargas Llosa.
En medio de esos mamotretos aparece en México Obras completas (y otros cuentos) (1959). Ya desde el título para ese primer libro se marca diferencia. Su autor seguirá defendiendo esa individualidad en su trabajo posterior. En La oveja negra y demás fábulas, despoja al género de moraleja para mantener los fines lúdicos. En Movimiento perpetuo, un libro carente de unidad, reúne cuentos, ensayos y una pequeña antología sobre la aparición de moscas en la literatura. Este camino seguirá después con la biografía de un escritor apócrifo o un diario íntimo pensado para publicarse.
El desafío se extiende también a una manera vital de abordar la literatura: su obra, compuesta de volúmenes de pocas páginas, es también escasa. En más de 40 años de escritura publicó poco, sin contar antologías. El dinosaurio sigue aquí (2022), editado por Navona, establece en nueve libros su obra completa. Esta es una actitud que, como puede verse en las varias entrevistas que componen el volumen Viaje al centro de la fábula, lo hace diferenciarse del resto de escritores: Monterroso admite su pereza frente al oficio; la evasión de la vergüenza a estar en el ojo público; un interés estético de la obra ante el compromiso político; la paciencia o el silencio ante una bibliografía inabarcable y desigual.
SEÑAS PARTICULARES
Los números son los siguientes: Monterroso nace en 1921 y muere en 2003. Pero lo importante es lo que él mismo destaca en Los buscadores de oro, sus memorias: su madre lo da a luz en Honduras, pero él siempre se considerará guatemalteco. Guatemala es la patria de su infancia; el exilio, la de su adultez.
La vida del pequeño Augusto —nombre de resonancias clásicas, tan queridas para él—, es bien acogida en una familia de abolengo. El escritor la plantea así: su madre, hondureña, y su padre, guatemalteco, se casaron “atestiguados por un expresidente y un futuro presidente de Honduras, y, entre otros, por un músico y un poeta eminentes”. Esta dualidad nacional le permite sentir un amor profundo por toda Centroamérica, una región que se puede identificar, más allá de la geografía, por un devenir histórico marcado por la violencia y la injerencia de otros países.
Su padre, entre otras cosas editor de revistas y regente de un teatro, lleva una existencia bohemia que le permite a sus hijos presenciar una incansable vocación cultural. Pero también está marcada por una pobre gestión de la fortuna familiar, que va desapareciendo con los años.
A eso se suma el fuerte activismo de Monterroso frente a la dictadura de Jorge Ubico, lo que hace que, a los 23 años, abandone Guatemala y llegue al país en donde viviría la mayor parte de su vida: México.
LA INCAPACIDAD DEL INTELECTUAL
Si hay un nombre que lo acompaña a través de los años, es Eduardo Torres. No se trata de un pseudónimo, trasunto o heterónimo. Es una entidad propia, dueña de sus opiniones, decires y de una obra que recorre la del propio Monterroso. Es una suerte de Juan de Mairena, el filósofo creado por Antonio Machado, que reúne las principales preocupaciones del autor.
El doctorEduardo Torres es el respetado fundador del suplemento dominical El Heraldo de San Blas, que —escribe su hermano Luis Jerónimo— “como la luz de esas estrellas que los astrónomos registran en su telescopio después de millones de años extinguidas, sigue iluminando los hogares samblasenses aún después de quince o veinte minutos de leído”.
Su primera aparición fue en un texto apócrifo publicado en la Revista de la Universidad de México, fechado en 1959. De ahí llegó a asomarse, de manera tímida y siempre misteriosa, en otros textos de Monterroso, ya sea como auxilio en una glosa o un epígrafe, y lo seguiría haciendo en libros posteriores, como en La palabra mágica o La letra e.
Sin embargo, es hasta la publicación de Lo demás es silencio (1978) cuando el lector pudo conocer más de su figura. El libro es catalogado como novela, pero no una habitual: se compone de una recopilación de semblanzas hechas por los cercanos de Torres, unaserie de ensayos y aforismos, ya sean escritos u ocurridos, tal vez por accidente, en una cantina.
El juego está en que, más allá de la alabanza de sus allegados, el lector pueda hacerse su propia opinión de Torres por su falsa erudición —como muestran los yerros en su crítica a El Quijote o una fallida cita de Shakespeare—, sus tautologías disfrazadas de sabiduría y, sobre todo, una actitud en la que la arrogancia es la constante. Ahí se parodia y muestra lo que Ignacio Sánchez Prado llama en La mosca en el canon “una gran desconfianza de la autoridad enunciativa del hombre de letras latinoamericano”.
LO QUE PERMANECE
En La letra e escribe: “Para bien o para mal, lo que en mayor medida me acontece son libros”. La frase se constata al revisar su obra, en la que la literatura está muy presente, ya sea como tema o telón de fondo.
Pero el tono de Monterroso se aleja de la loa o del encuentro con lo bello y lo sublime. Sus personajes sufren ridículamente, y en la mayoría de las ocasiones, sin saberlo, por su propia culpa.
Aún en su escasez, la obra logra ser variada. No se puede encasillar en la sátira, la parodia, el humor, la crítica a las instituciones culturales, al artista y al escritor, a la burguesía escasamente letrada; pero lo cierto es que tiene todo eso. No se basa en cuentos de una línea, pues apenas hay un par de esa extensión. No es ajena a la política, porque está el cuento “Mr. Taylor” para desmentirlo. No son sólo cuentos, porque hay muchos ensayos y mezclas difíciles de enunciar.
Algunas características que lo representan son esa facilidad con la que escapa de las categorías, la constante sorpresa, la claridad en el estilo e, ineludiblemente, la brevedad, que en Movimiento perpetuo ve como algo que le “ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio”.
Han pasado tres años del centenario del nacimiento de Monterroso, y para el de su muerte faltan todavía 79. No hay cercana, como con otros autores, una fecha que llame a leerlo. De cualquier manera, a Tito, como le decían de cariño, no le agradaban esos eventos ni las apariciones en público. Pero es posible acaso ser más solemne y proponer una lectura, privada o colectiva, para celebrar que han pasado (hasta el momento en que se termina de escribir este texto) 102 años, tres meses, 26 días, 13 horas y 47 minutos (no es necesario exagerar con los segundos) del nacimiento del escritor. En ese caso, tal vez, lo aceptaría