For the Love of God. Imagen: muca.eu
En el centro de una de las salas del Museo Jumex, en Ciudad de México, se encuentra la escultura de un cráneo de tamaño real. Está protegida por una vitrina y todo el espacio a su alrededor está despejado, por lo que, a pesar de su pequeño tamaño, ejerce un magnetismo irresistible sobre el espectador. Se trata de una de las obras de arte más relevantes de lo que va del siglo XXI: For the Love of God (Por el amor de Dios, 2007), del controvertido artista británico Damien Hirst.
El molde de esta pieza fue obtenido de la osamenta real de un hombre fallecido en el siglo XVIII. De hecho, los dientes que posee la escultura son los pertenecientes a dicho esqueleto. El resto de la figura está hecha de platino cubierto por ocho mil 601 diamantes perfectos. Su costo de producción fue de más de 19 millones de dólares, pero fue vendida por 100 millones, convirtiéndose en la obra contemporánea más cara de la historia —dato que se vuelve más impresionante si se considera que su creador sigue vivo—.
For the Love of God constituye un hito en la trayectoria de Hirst, pues en ella convergen —o, mejor dicho, se contraponen— los principales temas que aborda el británico en su obra, llevados a un extremo que no había explorado antes. Esa nueva potencia en su discurso se debe, en parte, a su contacto con México, un país que se alinea con su visión filosófica y artística respecto a la vida y la muerte. Después de todo, fue aquí donde concibió la idea para esta obra, y para muchas más, inspirándose en las culturas prehispánicas y en la forma en que se vive el catolicismo en la región.
Por un lado, el artista recurre a la representación del memento mori, al que hace referencia de manera frecuente en su obra, pero cargado de un significado añadido: Hirst se inspiró en las calaveras ceremoniales mesoamericanas, decoradas finamente con piedras preciosas, las cuales estudió en el British Museum. Por ejemplo, el mosaico de Tezcatlipoca consiste en un cráneo humano recubierto de piezas cuadradas de turquesa y lignito, piedras de gran valor para los mexicas, por lo que estaban reservadas para usos ritualísticos. En este caso, los materiales hacían énfasis en el plano divino en que habitaba Tezcatlipoca, uno de los dioses más importantes de esa cultura. Entonces, For the Love of God no se limita a recordarnos lo efímero de la vida humana, sino que también remite a cierto concepto de inmortalidad proveniente de prácticas religiosas antiguas.
Sin embargo, la ejecución de la obra y su posterior inserción en el mercado del arte agregan otra capa de significado. La cantidad de dinero concentrada en la pieza, a través de platino y diamantes, es tan grande que resulta grotesca. Y es que, actualmente, nadie pensaría que tal ostentosidad es necesaria para satisfacer y entrar en comunión con alguna deidad. Hoy, el valor de esta pieza es sobre todo comercial. No lo determina ninguna noción espiritual, sino que lo define el capital, cuyo poder es mayor que el de cualquier religión en esta era.
“(Damien Hirst) pone en contraposición a la muerte esta idea del dinero, y esta idea de trascendencia a partir de lo que podríamos llamar el capital. De alguna forma, esta obra, por el hecho de ser de Damien Hirst, y por su historial, conlleva mucho valor simbólico y cultural, pero a la vez tiene mucho valor monetario, entonces estas ideas están jugando en la pieza”, apunta Adriana Kuri, curadora del Museo Jumex.
Incluso el título de la escultura juega con estas tensiones. Las calaveras ceremoniales se hacían “por el amor de Dios”, pero también es una expresión que la madre del artista solía proferir ante las “locuras” de su hijo, según él mismo ha relatado en entrevistas.
“Hirst trascendió el uso de aproximaciones simbólicas y religiosas para hacer de la muerte algo ordinario. La combinación de un símbolo sagrado con la decadencia material a un nivel insondable causó un espectáculo dentro del mundo del arte y la cultura pop.”, menciona Dawn Delikat en su investigación Facing Mortality: Death in the Life and Work of Damien Hirst (2017).
Tanto el concepto detrás de For the Love of God como las reacciones ante ella constituyen un resumen de la trayectoria del artista, quien ha sido criticado constantemente por su tendencia a la espectacularidad para posicionarse en el mercado del arte. Sin embargo, eso no significa que las inquietudes filosóficas que recoge en su obra no sean genuinas. Si son propensas a escandalizar es porque él está perfectamente consciente del momento histórico y social en que se encuentra. Sabe qué discusiones es preciso abordar en esta era, y cómo propiciarlas de una manera efectiva.
“Los artistas, principalmente, hacen sus trabajos sin referencia al mercado y su lugar en él. ¿No es esto participar en una espuria fantasía de seriedad cultural? Las excepciones son los verdaderos artistas pop quienes, como Warhol en su momento, hacen visible la realidad del arte y su lugar en el mundo de hoy. Hacen su dinero visible. Estos artistas incluyen a Hirst y Tracey Emin. La gente ama odiar a esos artistas mientras elogia hilarantemente en exceso a sus aburridos y pretenciosos contemporáneos. Pero es parte de la naturaleza humana dispararle al mensajero”, menciona el crítico de arte Jonathan Jones en una columna de The Guardian que data del 2011, en la que afirma que el trabajo artístico más honesto de la primera década de este siglo fue precisamente For the Love of God porque “visualmente resume la locura en vísperas de una crisis económica”.
Actualmente esta obra forma parte de la exhibición Vivir para siempre (por un momento), que estará en el Museo Jumex hasta este 25 de agosto.
PRIMER CONTACTO CON LA MUERTE
La obsesión de Damien Hirst con la muerte comenzó alrededor de los siete años de edad, cuando se dio cuenta de que sin importar lo que hiciera, ni él ni nadie lograría escapar al destino mortal de todos los seres humanos.
“Recuerdo preguntarle a mi abuela ‘entonces si no te disparan, o no te atropella un auto, o no mueres de cáncer… si evitas todas estas cosas, ¿vas a morir de todas formas?’. Ella dijo: ‘Sí, entonces mueres de vejez ’”, narra el artista en el documental Damien Hirst: Thoughts, Work, Life (2012), dirigido por Chris King.
La relación con su abuela era muy cercana, incluso la veía como una “figura paterna”. Acostumbraba conversar con ella de temas complejos, como la vida, la muerte o la religión. Cuando la anciana falleció, Hirst heredó el medicamento restante que había tomado durante la última etapa de su vida, tal como el joven se lo había pedido. Con esas cajas y frascos, el entonces estudiante del Goldsmith College realizó un “retrato” de su abuela, colocando los fármacos en un gabinete para botiquín, ordenados según la parte del cuerpo que trataba cada uno. En la parte de arriba iban los remedios para la cabeza, luego para el pecho, los brazos, y así sucesivamente hasta completar todo el cuerpo.
“La medicina, la ciencia, la cirugía, todas estas diferentes disciplinas le interesan a Hirst porque él habla de la medicina, en particular, como uno de los sistemas que hemos ideado para postergar la muerte. Entonces su línea de exploración principal es esta idea de cómo nos relacionamos con la muerte, cómo llegamos a ella, cómo la trascendemos y cómo nos da mucho pendiente no entender qué implica”, apunta Adriana.
El Museo Jumex exhibe algunos de los trabajos tempranos del británico, donde ya empezaban a aparecer esas cuestiones existenciales de la humanidad. Hay piezas pertenecientes a sus series Gabinetes de pastillas y Spot paintings (pinturas de puntos), ambas iniciadas en la segunda mitad de la década de los ochenta. Esta última consiste en lienzos blancos que muestran círculos de colores del mismo tamaño, equidistantes y perfectamente alineados. Cada cuadro lleva por título el nombre de alguna sustancia presente en un catálogo de la compañía Sigma-Aldrich, que contiene compuestos químicos usados para fabricar medicamentos. Con esto, se tiende un hilo que transforma a los círculos en representaciones de pastillas. La repetición genera una sensación de infinidad, de inmortalidad, a través de los fármacos. De hecho, la serie en sí es “infinita”. Al 2011, existían cerca de mil 500 pinturas. Sólo las primeras fueron hechas enteramente por Hirst; el resto las encargó a sus asistentes. La razón detrás de esta decisión fue incorporar a este proyecto la producción en masa propia de todas las industrias, incluida la farmacéutica. La pintura empleada también es industrial.
Sin embargo, entre esas formas y patrones perfectos que se extienden hasta el “infinito”, existe una desarmonía casi imperceptible, pero inquietante: ningún color se repite. El orden y la pulcritud que busca la ciencia médica para prolongar la vida se ven trastocados por el caos de la vida misma.
Esa negación contemporánea por enfrentar la muerte siempre ha causado cierta decepción en Hirst. El que pudiera hablar con su abuela sobre ella fue una excepción dentro de una sociedad que prefiere pretender que no existe. Por ello, cuando el artista entró en contacto con la cultura mexicana, sintió por fin que su continua exploración de la mortalidad había encontrado un lugar para asentarse y expandirse.
“En Inglaterra, tú sabes, de alguna manera la escondemos (a la muerte) debajo de la alfombra. Es muy difícil lidiar con ella, la gente no quiere hablar de eso [...] Mientras que en México tienen picnics en el cementerio, ¿sabes? Parecen caminar mano a mano con ella, me parece algo saludable”, expresa Hirst en el documental, donde también deja claro que quedó fascinado con la “brutalidad” con que el mexicano tiene esa familiaridad con la muerte, producto de su pasado prehispánico y una versión del catolicismo cargada de sincretismo.
EL ENCANTO DE LA MUERTE MEXICANA
En la época en que Hirst tenía su primera conversación sobre mortalidad con su abuela, una niña mexicana bien podría estar contemplando un cadáver con sus propios ojos. En un poblado del municipio de El Oro, Durango, los difuntos se velan toda la noche en el que fuera su hogar. En la década de los setenta, se dejaba al descubierto el cuerpo sobre un catre, debajo del cual se dibujaba una cruz con cal. Sobre el cuerpo se distribuían 33 cruces de palma —una por cada año que vivió Jesucristo—. Los deudos permanecían a su alrededor, orando y llevando el duelo, mientras se cavaba la tumba y se construía la caja mortuoria para el entierro. Los niños también asistían a estas ceremonias. De hecho, tampoco era raro que se unieran animales. Una mujer originaria de este pueblo cuenta que, a lo largo de su infancia y adolescencia, fue testigo de estas tradiciones en repetidas ocasiones. En una de ellas, recuerda que a la habitación entró “el perro de la clínica”, un enorme can que había encontrado refugio en el modesto consultorio donde se atendía a los enfermos. Era una imagen impactante, pero frecuente, en aquel lugar enclavado en la sierra.
Era de esperarse que Damien Hirst, quien en su adolescencia asistía por voluntad propia a una morgue para aprender sobre anatomía, se sintiera naturalmente atraído por un país donde a la muerte se la miraba directamente a los ojos. En el año 2005, comenzó a vivir parcialmente en la costa guerrerense, donde se dispuso a dar un paso más allá en su arte.
El resultado de este periodo de trabajo, además del boceto para For the Love of God, fue la exhibición La muerte de Dios, inaugurada en la Galería Hilario Galguera en 2006, en Ciudad de México. Ahí, el británico expuso la obra que desarrolló en territorio mexicano, la cual añadió nuevos elementos a su lenguaje artístico.
Las obras más destacadas de esta muestra fueron las que siguieron la línea de su famosa serie Historia natural, iniciada en 1991 con la pieza La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo, que consiste en el cuerpo de un tiburón tigre de más de cuatro metros de longitud conservado en una caja de cristal llena de formol. El animal se encuentra suspendido en el líquido con el hocico abierto, amenazante, pero inerte. Hirst utiliza esta técnica propia de los laboratorios y museos de ciencias naturales para abordar nuevamente este deseo de permanencia, de que el proceso de putrefacción no llegue nunca. La humanidad ya no sólo busca la inmortalidad del alma —como lo hizo cuando las religiones monoteístas se apoderaron de la espiritualidad en el mundo—, sino la vida eterna del cuerpo en este plano terrenal. Historia natural representa esta búsqueda, que ya no está en manos de la fe religiosa, sino de la ciencia.
“Hirst, a través de su obra, aborda diferentes sistemas de creencias; uno de ellos siendo ciertamente la ciencia o la medicina, otro de ellos siendo obviamente la religión, y lo que sería el sistema de creencias secular del momento contemporáneo, que es más bien el capital o el dinero”, señala la curadora.
En La muerte de Dios, el británico se enfoca mucho más en el aspecto religioso. No es de extrañarse que esto haya ocurrido en México, pues es uno de los países más católicos del mundo, con un sistema de creencias muy particular.
“Me encanta la retorcida brutalidad católica que tienen allá (en México), toda la sangre, las cuestiones mayas”, declara Hirst en el documental. Los sacrificios humanos, evidentemente, se extinguieron con la evangelización de la población indígena por parte de los colonizadores españoles, iniciada a finales del siglo XV. Sin embargo, el sacrificio carnal sigue estando presente en la cultura mexicana. Basta con ver a los feligreses llegar con las rodillas desolladas ante la imagen de la Virgen de Guadalupe, tras haber recorrido un largo camino en posición de plegaria para pedirle un favor a la “Morena del Tepeyac” —cuya figura católica deriva de la diosa Tonantzin, adorada por los mexicas en el mismo sitio donde supuestamente apareció la virgen—.
En este contexto, el trabajo de Damien Hirst en México adquirió una estética menos higienizada, más violenta; es decir, más cercana a la narrativa judeocristiana, en la que el cuerpo no era más que un cascarón imperfecto del alma, un instrumento del pecado que enfermaba y envejecía. Pero eso no importaba, porque Dios así lo había dispuesto y la salvación, que nada tenía que ver con la carne, estaba en el Más Allá. De este modo, Hirst hizo en La muerte de Dios una especie de repaso por la iconografía religiosa occidental, aunque situándola en un contexto actual, como es su costumbre.
La pieza que recibía a los visitantes en el vestíbulo de la Galería Hilario Galgueral era La verdad ineludible, que consiste en una paloma suspendida sobre un cráneo, dentro de un tanque de formol. Se trata de una versión sintetizada y tridimensional de la pintura renacentista El bautismo de Cristo (1450), de Piero della Francesca, donde Jesús, de pie, es bautizado por Juan mientras una paloma blanca (el Espíritu Santo) lo observa en pleno vuelo, justo sobre su cabeza. En la obra de Hirst, el ave mantiene su connotación divina y su condición “viva” al presentarse en movimiento. La presencia de la calavera, por otro lado, dota a la pieza de otros matices más contemporáneos. El primero, por supuesto, es la inevitable mortalidad del ser humano. Sin embargo, el mensaje se vuelve más complejo si el cráneo se interpreta como Cristo; en ese caso, “¿la paloma es el alma o Espíritu (Santo) de Cristo en la Resurrección?”, o acaso “¿representa la muerte inevitable de una esperanza teológica?”, señala Francisco López Ruiz en el libro Artefactos de muerte no simulada: Damien Hirst en México (2009), donde analiza con profundidad la exhibición.
Ese último cuestionamiento acerca de la “muerte” de la religión se refuerza en otra de las obras que desarrolló en nuestro país: La ira de Dios, donde el tiburón tigre vuelve como protagonista, aunque en esta ocasión es uno notablemente pequeño. “La ira de Dios se está reduciendo, como todo lo demás referente a él o ella”, explica el autor de la pieza. En comparación con el enorme depredador en La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo, que representa el poder invencible de la muerte, el animal casi inofensivo de esta obra posterior cuestiona el papel actual que juega el temor a la represalia divina, que en un tiempo fue el eje del orden social.
En el Museo Jumex también hay otro integrante de la serie Historia natural que encaja con esta misma narrativa: Teología, Filosofía, Medicina, Justicia (2008), conformada por cuatro tiburones; tres de ellos apuntan a una misma dirección, mientras que el otro mira hacia el lado opuesto. “Tenemos esta relación metafórica entre la pieza y el título, en donde deja un poco abierto a la interpretación cuál es la disciplina que a ti te parece que va en contraposición de las otras. Eso siempre es interesante de los títulos, que nos permiten abrir estas puertas para ver diferente lo que estamos observando estéticamente aquí”, apunta Adriana.
En este sentido, Hirst pone sobre la mesa que en algún punto de la historia, la ciencia y la religión estuvieron entrelazadas, hecho que aborda en otras obras, como la estatua Dolor exquisito (2006), cuyo protagonista es San Bartolomé, un mártir que fue desollado por su fe. Anteriormente, las representaciones de este santo —en las que se ve su cuerpo sin piel— eran utilizadas para enseñar anatomía a los futuros médicos. Lo divino y lo terrenal también coexisten en Anatomía de un ángel (2008), escultura de mármol de Carrara que muestra a un ángel diseccionado, por lo que es posible ver parte de sus órganos, dotándolo de una corporeidad que se supone no es propia de estos seres. Ambas piezas forman parte de la exhibición Vivir para siempre (por un momento) del Museo Jumex.
ESPIRITUALIDAD CARNAL
Es notable que este tipo de piezas más explícitamente religiosas surgieran después de su periodo en México, país que si bien sigue la línea de progreso occidental, en donde la medicina tiene un papel preponderante y donde la religión no está —en teoría— presente en la educación o la política, la sociedad todavía no parece haber superado por completo esta etapa en que el catolicismo —y también otras creencias “paganas”— todavía permea fuertemente en el tejido social.
Por ejemplo, la oveja es otro animal que Hirst ha usado recurrentemente en la serie Historia natural. Lejos del rebaño (1994), presente en el Museo Jumex, es ejemplo de ello. La pieza tiene una carga religiosa, vinculada a su vez con una idea de exclusión o soledad. Pero durante su estancia en nuestro país, el artista se aventuró más allá con sus cajas de formol.
“En realidad, sólo hasta que llegó a México fue que Hirst ancló a sus víctimas sacrificiales en la masiva realidad de cruces pesadas y leñosas”, señala López Ruiz, probablemente refiriéndose a Sólo Dios lo sabe, conformada por tres vitrinas donde se exhiben, respectivamente, tres ovejas desolladas que resaltan el aspecto carnal —o descarnado— de la crucifixión de Cristo.
En México también dotó por primera vez a los animales de características antropomorfas, como es el caso de Ave María llena eres de gracia y Padre nuestro que estás en el Cielo, piezas con las que representa la devoción a través de ovejas arrodilladas. Asimismo, introdujo otro elemento en su lenguaje artístico: objetos punzocortantes.
En una de las salas más pequeñas de la Galería Hilario Galguera, Hirst montó una especie de capilla fúnebre, donde cuatro cirios encendidos rodean una pieza llamada El sagrado corazón de Jesús: un cilindro que guarda en formol un corazón de toro atravesado por agujas de plata. La exhibición “acumuló objetos punzocortantes inmersos en la fragilidad de la carne”, expresa López Ruiz en su libro.
Cabe destacar que, a pesar de esta aproximación poco convencional —y que incluso podría calificarse como grotesca— de las creencias judeocristianas, La muerte de Dios no fue acusada de blasfema, lo cual llama la atención si se considera que la muestra fue exhibida en un país profundamente católico.
Pero esta ausencia de indignación por parte de los creyentes puede comprenderse si se piensa en la “brutalidad católica” que captó el interés de Hirst al entrar en contacto con la cultura mexicana. Este es un país con una espiritualidad que no busca ocultar o suavizar el sufrimiento del cuerpo. La conexión de la carne con lo divino ha estado presente desde los sacrificios prehispánicos hasta las historias de mártires cristianos. No es raro que las iglesias reciban a sus feligreses con alguna escultura pintada de Jesucristo bañado en sangre. Los creyentes también forman parte de esta comunión física con el mundo espiritual: las mandas normalmente tienen que ver con una hazaña corporal en agradecimiento a la ayuda de algún santo, desde dejarse crecer el pelo para ofrecerlo al santo en cuestión, hasta escalar descalzo un cerro, por ejemplo. En las peregrinaciones invernales, los danzantes se presentan con atuendos folclóricos que dejan la piel a merced del frío.
En gran parte de Occidente, estas demostraciones de fe serían impensables. Las creencias espirituales en países como Inglaterra, de donde es oriundo Hirst, se practican de formas que no involucran dolor. En muchos casos simplemente no se practican en absoluto, porque el número de devotos religiosos está en notable decenso. De cualquier manera, lo que se busca no es sólo salvar el alma, sino también —y a veces únicamente— salvar al cuerpo de la enfermedad, de su decadencia y su consecutiva muerte, aunque se pretende que esa salvación sea más una evasión de la mortalidad que un enfrentamiento con ella.
México no es así. En palabras del propio Hirst, aquí se camina lado a lado con la muerte. Hemos hecho las paces con ella y, por lo tanto, podemos permitirnos celebrar la vida. Los muertos se recuerdan con nostalgia en el panteón, y los vivos, después de orar, les llevan un tamborazo a la tumba en su honor. Se reza y se canta porque todos moriremos y no tiene caso evadir esa realidad con silencios incómodos. Enfrentar esa verdad ineludible es liberador, y eso es lo que ha hecho Damien Hirst en su obra: encarar la mortalidad humana como una celebración de la vida.