Imagen: Freepik, editada por José Díaz
Jean Paul Sartre afirmaba que el hombre está “condenado a ser libre”. A simple vista esto apunta a una contradicción retórica, pues la libertad implica poder hacer y pensar lo que se desee, mientras que la condena hace referencia a una prisión.
Sartre establecía que hay dos formas de “ser en el mundo”, a saber, cuando la esencia precede a la existencia y cuando la existencia precede a la esencia. Un lápiz es lápiz desde que fue pensado como idea hasta su materialización: su esencia precedió a su existencia. Sin embargo, en el ser humano es diferente: se nace siendo “nada”, con la necesidad o condena de “ser algo”. Nuestra existencia precede a nuestra esencia. Esto implica que para “ser algo o alguien”, es menester tomar una decisión. El ser humano es arrojado al mundo para tener que ser, quiéralo o no, responsable por sus acciones.
A excepción de algunos grandes pensadores y filósofos —Montaigne o Spinoza, por mencionar algunos—, esta idea de libertad como condición necesaria del hombre no había existido en la conciencia humana. Habiendo iniciado el movimiento de la Ilustración en la segunda mitad del siglo XVIII, la conciencia humana rompía las cadenas y se expandía, sacudiéndose ficciones y desbancando mitos. La ruptura de los ídolos empezaba ya. Primero había que retar y vencer al destino, para después buscar la libertad y poder “ser para sí” primero, y luego “ser con y en el otro”. El sentido de la vida, ya parafraseado por Aristóteles en su momento, era la felicidad. Eso hizo Ludwig van Beethoven.
¿Quién fue Beethoven? Un gran compositor…, sí, claro está. Sin embargo, esta respuesta lo reduce drásticamente. Beethoven fue ante todo un gran pensador humanista que expresó su filosofía claramente a través de la música.
“¿Para qué componer una sinfonía más, si ya fue escrita la última?”. Tal era la sentencia lastimera de Johannes Brahms en torno a la Novena sinfonía de Ludwig van Beethoven:
En sus primeras dos sinfonías se mostraba el peso de la razón y el equilibrio. Beethoven había recogido la tradición lógica de la Ilustración expresada en las plumas de Haydn y Mozart. La fuerza desmedida de la Tercera sinfonía manifestaba y encarnaba el espíritu de la Revolución francesa, condenando el desgastado modelo monárquico absolutista, mostrando su rabia contra el absolutismo napoleónico. La Cuarta es una reminiscencia del estilo galante, es decir, una revisión de la elegancia dieciochesca pequeño burguesa. En la Quinta enfrentaba al destino, que de forma insidiosa “tocaba la puerta”. De hecho, Beethoven hace una denuncia abierta contra ese destino que hasta entonces había permanecido intocable e incuestionable. Con gran ímpetu y fortaleza espiritual, terminaba venciéndolo, haciendo énfasis en que no sólo era cuestionable, sino que además, su derrota se constituye como la esencia del ser humano. En 1812, Beethoven escribía:
“¿Qué puedo hacer? Ser más que tu destino. No puedes ser hombre solamente para los demás: para ti no hay ninguna felicidad, excepto en ti mismo, en tu arte. ¡Oh, Dios!, ¡dame fuerza de vencerme a mí mismo!, ya nada puede encadenarme a la vida”.
En su Quinta sinfonía, Beethoven se había adelantado a las corrientes existencialistas poniendo de manifiesto la vulnerabilidad del destino.
La Sexta celebra la grandeza, haciendo una descripción profunda y sensible de “la casa” del ser humano: la Madre naturaleza. La Pastoral hace énfasis en la trascendencia e importancia de la belleza y paz eterna, como elementos necesarios para simplemente “ser en el mundo”.
Wagner se refirió a la Séptima como la “apoteosis de la danza”, donde Beethoven se daba permiso de un pasaje báquico ante tantas turbulencias y neurosis racionalistas.
Hoy día se piensa que si hubiera concluido su propuesta sinfónica con la Octava, se habría generado ya un estudio exhaustivo sobre todos los sentimientos humanos.
Sin embargo, con ello habría recorrido apenas la mitad del camino. La libertad y la felicidad esperaban salir a la luz en un parto por demás difícil. Cual Sócrates, Beethoven sería el partero de estas en su Novena sinfonía.
Alle Menschen werden Brüder: “Todos los hombres llegan a ser hermanos…”.
CONTEXTO
Beethoven vivió entre 1770 y 1827. Ello quiere decir que en la primera mitad de su vida experimentó la ruptura y los límites de la razón, manifiestos en la Revolución francesa; es decir, en el período del Clasicismo. Todas sus obras escritas hasta entonces, incluidas sus primeras dos sinfonías, muestran la influencia de Haydn y Mozart. Beethoven fue claramente un hijo de la Ilustración. Sin embargo, para principios del siglo XIX, este modelo comenzaba ya a desgastarse. De hecho, inició su desgaste al rodar las cabezas de Luis XVI y María Antonieta en 1793. La ruptura del deber ser “por la gracia de Dios, del emperador, rey o príncipe” empezaba sobre todo a esbozarse con el surgimiento del movimiento literario Sturm und Drang (tormenta e ímpetu).
La corriente Sturm und Drang concedía al artista la libertad de ver la realidad desde una subjetividad individual en un marco emocional sin límites o, más bien, desbordado. El Sturm und Drang iniciaría casualmente en el momento en el que Beethoven llegaba al mundo. Sus principales exponentes fueron Johann Gottfried von Herder, Johann Wolfgang von Goethe, y Johann Christoph Friedrich Schiller. El haber sido un movimiento estrictamente literario no impidió que sus ideales se manifestaran también en otras ramas del quehacer humano, tales como la música, las artes plásticas y hasta en la religión.
Así, las ideas del Sturm und Drang se constituyeron como las semillas del Romanticismo, que permearía, en efecto, la segunda mitad de la vida de Beethoven.
Si bien el joven Beethoven aprendía de los modelos y estructuras clásicas mesuradas de sus contemporáneos, sus ideas eran ya de avanzada. En la Universidad de Bonn hizo suyas las ideas de Kant y se consolidó como un gran crítico social. Es entonces cuando comienza a “dolerle el ser humano”. Leyó a consciencia a Goethe, pero se vio extasiado por un poema de Schiller que desde entonces haría mella en su corazón.
En 1785, a la edad de 26 años, Friedrich Schiller escribiría su Oda a la alegría, que, en honor a la verdad, fue pensada más bien como An die Freiheit (Oda a la libertad), poseyendo un mensaje profundamente humano y justificado por los tiempos y actos sociopolíticos de facto. Por motivos de censura y temor, el poema sufrió un pequeño cambio, que en idioma alemán no representaba graves consecuencias rítmicas, migrando de Freiheit (libertad), a Freude (alegría). Así, este poema pasaría a la historia como An die Freude u Oda a la alegría.
An die Freude cayó por primera vez en manos de Beethoven, de tan sólo 20 años, hacia 1790 y desde ese momento el joven abrazó la idea de ponerle música. Esta sería la primera semilla sembrada en la mente, pero sobre todo en el corazón, del Sordo de Bonn. Si Schiller había sido el responsable de la letra de la Oda a la alegría, Beethoven estaba obsesionado con crear su himno, el Himno a la Alegría. ¡Menuda tarea!
Aquí es donde se presenta una de las características más interesantes de Beethoven: la belleza a través de la elegancia; esta última entendida desde el enfoque filosófico de Schopenhauer, que alguna vez mencionara que la elegancia vive en la sencillez, en el mínimo de recursos para lograr un objetivo. Quizá por ello muchos matemáticos hablan de una ecuación bella. Para Beethoven, tres o cuatro notas eran suficientes para construir monumentales sinfonías, y la Novena no fue la excepción. Sin embargo, aquí es donde viene otro rasgo profundamente beethoveniano: la búsqueda incansable de la excelencia. A diferencia de Mozart, que escribía “como si Dios le dictara la música”, Beethoven se veía siempre inmerso en interminables procesos de búsqueda, hasta que su espíritu quedara perfectamente satisfecho. De esta manera es posible, a través de sus apuntes, rastrear el desarrollo del tema central del Himno a la alegría.
En varias ocasiones jugueteó con el tema e incluso lo incluyó en su ópera Fidelio y en su Fantasía del Op. 83 No. 3.
Pero existía, a la par de la poesía y la música, una inquietud que le aquejaba; y es que musicalizar unas líneas no se remitía a un breve lied (pieza musical), sino que desde 1807, concibió la idea de culminar una sinfonía uniendo las voces a la gran orquesta, algo, por cierto, sin precedentes.
Teniendo todos estos ingredientes, puede afirmarse que la idea de la Novena sinfonía nace en 1811. Sin embargo, tendría que esperar 13 años para ver finalmente la luz en 1824.
Para 1817, estaba ya bosquejado el primer movimiento, sin embargo, quedaría inconcluso por diversas situaciones.
Por un lado, Beethoven veía cómo la música era cada vez más placentera y con menos contenido, y ello le afligía profundamente. Por otra parte, el genio de Bonn atravesaba por serios conflictos familiares que tenían que ver con la tutela y educación de su sobrino Karl. A simple vista, pareciera no ser algo tan importante, sin embargo, Beethoven no solamente se estaba quedando sordo, sino que también se estaba quedando solo. En un período de cuatro años, sus grandes amigos mecenas, que le habían apoyado desde la juventud y llevado hasta Viena, habían fallecido. Sus pesares no solamente se circunscribían al plano físico, sino que, además, según rezan múltiples testimonios de la época, se hablaba de un grado importante de locura. Entre sus afirmaciones bizarras podía leerse que aseguraba ser el padre biológico de sus sobrinos o que había sido un hijo bastardo del emperador Federico el Grande, de Prusia.
Como si todo lo anterior no fuera suficiente, 1815 marcó el momento en el cual su sordera llegó al clímax. A partir de entonces ya no daría conciertos públicos, teniendo que refugiarse en la única madriguera disponible: él mismo. Ese es el contexto en que Beethoven medita sobre el contenido y la forma de la que sería la sinfonía más importante de la historia.
Pasaron 10 años sin escribir sinfonías, pero esto no quiere decir que su flama creadora estuviera apagada. De esa época proviene la Sonata hammerklavier, las Variaciones diabelli e incluso su gran Misa solemnis. Anton Schindler, su secretario particular, afirmaba que Beethoven ya estaba impaciente y deseoso de plasmar ideas que surgieron en esa década de “silencio sinfónico”.
Para finales de 1822, finalmente Beethoven estaba convencido de hacer del Himno a la alegría el final de su sinfonía con voces solistas y coros. Entre octubre de 1823 y febrero de 1824 se dio a la tarea de escribir la Novena en Re Menor con coros, culminando con el Himno a la alegría.
Pero… ¿de qué “habla” la Novena sinfonía en Re menor? y ¿por qué es importante hacer énfasis en la tonalidad? La respuesta es tan sencilla como compleja.
En estricto sentido, pueden identificarse en Beethoven tres etapas perfectamente delimitadas. La primera va desde su niñez hasta 1802, conocido como el período de aprendizaje, donde se nutre de las ubres de los clásicos. La segunda responde al nombre de período heroico, en donde trata de imponer sus ideales contra el despotismo y la estulticia humana. La tercera etapa, de donde emana la Novena sinfonía, ha tendido en llamársele espiritual.
Aquí es muy importante hacer un sutil comentario: Beethoven era profundamente espiritual —no necesariamente religioso— en el sentido de unidad o universalidad, en algo que va más allá de los valores y paradigmas nacionales o locales. Era un ser espiritual porque le “dolía el hombre”, más allá de su religión, estatus, nacionalidad o color de piel. Y este dolor no solamente contemplaba al ser humano, sino que se ampliaba a todos los seres sintientes, no se diga a la naturaleza. Si bien en sus creaciones anteriores Beethoven había hecho comentarios ácidos y agresivos, ahora hablaba desde la más profunda conciencia del “ser en el mundo y en el cosmos”.
La Novena sinfonía es, ante todo, un mensaje humano en una unidad orgánica de diseño. En sus notas, Beethoven trató de transmitir algo más que música. Quería contar una historia que tuviera una relación con toda la humanidad.
Ahora bien, es fundamental hablar de la tonalidad de la Sinfonía, a saber, Re menor. Para el lector no instruido en teoría musical, estos apelativos pueden no significar más que meros membretes o formas de identificar las diferentes obras. Sin embargo y con el ánimo de profundizar en el entendimiento de esta propuesta sinfónica, se hace patente que la tonalidad de Re menor es una especie de sendero donde caminan las obras taciturnas, tristes y angustiosas. Pero Beethoven no solamente escribe en esa tonalidad, sino que en momentos de transmitir mensajes precisos hace variaciones muy interesantes. Por ejemplo, en el primer movimiento migra a Si b mayor, que es una tonalidad que nos hace sentir fuertes y con espíritu heroico. Después regresa a Re menor, generando un ir y venir emocional que será coronado con la alegría.
Con esto en mente, puede entonces escucharse el primer movimiento: es el destino cruel que ahoga a los hombres, pero no a un individuo, cultura o nación específica. Beethoven nos introduce en una especie de ying-yang temático-tonal, donde una de las caras va tomando su parte protagónica para, momentos más tarde, ceder y rendirse a su opuesto.
El segundo movimiento es la respuesta que la humanidad dirige al destino. El tercero es triste y apagado, porque la humanidad sufre su ceguera ignorante al pensar que solamente puede haber una respuesta única a los acertijos que le presenta la vida. La humanidad no encuentra consuelo y se refugia en la religión. Con la religión, el hombre no se libera de la angustia, de ahí que el tono sentimental del movimiento sea lánguido. Y es que la religión une en lo local y particular, pero no en lo universal. Lo que buscará Beethoven en su último movimiento será ese clamor para encontrarse y aceptarse en la diversidad, en la unidad, en la espiritualidad. Pero esto tiene nombre y letra: La Oda a la alegría (libertad) de Friedrich Schiller.
Así, el último movimiento representa el complicado triunfo de la humanidad. La muerte no será necesariamente mala o buena, pues se habrá trascendido ese dualismo miope a través de un proceso dialéctico y dinámico de aceptación de la otredad. Es un ir y venir de la vida y la muerte en un canto cósmico.
De esta lucha de opuestos surge un halo de esperanza: es el Himno a la Alegría, pero se desvanece. Sin embargo, surge un barítono diciendo “¡Oh, hermanos, entonemos otros tonos más alegres! Alle Menschen werden Brüder (todos los hombres llegan a ser hermanos)”.
“¡Oh amigos, dejemos esos tonos! ¡Entonemos cantos más agradables y llenos de alegría! ¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría, hermoso destello de los dioses, hija del Elíseo! Ebrios de entusiasmo entramos, diosa celestial, en tu santuario. Tu hechizo une de nuevo lo que la acerba costumbre había separado; todos los hombres vuelven a ser hermanos allí donde tu suave ala se posa.
Aquel a que la suerte ha concedido una amistad verdadera, quien haya conquistado a una hermosa mujer, ¡una su júbilo al nuestro! Aun aquel que pueda llamar suya siquiera a un alma sobre la tierra. Mas quien ni siquiera esto haya logrado, ¡que se aleje llorando de esta hermandad!
Todos beben de alegría en el seno de la Naturaleza. Los buenos, los malos, siguen su camino de rosas. Nos dio besos y vino, y un amigo fiel hasta la muerte; lujuria por la vida le fue concedida al gusano y al querubín la contemplación de Dios. ¡Ante Dios!
Gozosos como vuelan sus soles a través del formidable espacio celeste, corred así, hermanos, por vuestro camino alegres como el héroe hacia la victoria.
¡Abrazaos millones de criaturas! ¡Que un beso una al mundo entero! Hermanos, sobre la bóveda estrellada debe habitar un Padre amoroso. ¿Os postráis, millones de criaturas? ¿No presientes, oh mundo, a tu Creador? Búscalo más arriba de la bóveda celeste ¡Sobre las estrellas ha de habitar!”.
EL GRAN ESTRENO
La Novena sinfonía se estrenó el 7 de mayo de 1824, estando Beethoven totalmente sordo. La obra originalmente fue dedicada a la Sociedad Filarmónica de Londres, sin embargo, Beethoven no pudo esperar el momento de estrenarla y adelantó su presentación en Viena, dedicada al emperador Federico Guillermo III de Prusia.
El estreno fue terrible en todos aspectos. Para empezar, la apariencia del maestro. Su situación económica era verdaderamente precaria. Ello quedó de manifiesto en las notas de conversación de ese día, en donde su secretario particular tristemente argumentaba cómo podía ser posible que el compositor más importante de Europa no tuviera un saco negro para dirigir su gran obra y tuviera que acudir a un harapo de color verde. “No se preocupe, maestro, en la oscuridad del teatro nadie se dará cuenta de ello”, concluía. En el programa aparecía Beethoven como el director, sin embargo, los músicos fueron instruidos para que siguieran al concertino, el violinista Michael Umlauf, ya que, en su estado de sordera total, el compositor no podría llevar a la orquesta a ningún lugar.
La venta de las localidades apenas alcanzó para cubrir los gastos de la producción. Esto implicó que los músicos contratados fueran insuficientes e inexpertos. Diversos críticos lo hicieron patente días después por la prensa local. Así, podía leerse: “Imposible diferenciar dinámicas y matices, además, los músicos estaban muy desafinados”. Otro afirmaba: “La música de Beethoven grandiosa, pero los músicos de muy mala calidad”. Uno más escribió: “Los violinistas dejaban cínicamente sus arcos en el piso, saltándose pasaje tras pasaje y cuando las sopranos no alcanzaban las notas altas, simplemente dejaban de cantar”.
Escondido en la penumbra, el violinista Michael Umlauf dirigió la sinfonía completamente, sin que Beethoven se percatara de ello. El maestro siempre pensó que él era quien dirigía a la orquesta. Se dice que cerraba los ojos en un gesto de introspección pura y trascendente mientras la obra se desarrollaba. Él la escuchaba en su interior, sin embargo, no era lo que la orquesta producía.
A pesar de todo lo anterior, al finalizar la sinfonía, el público lo ovacionó de pie. Todos estaban eufóricos, menos una persona: Beethoven. Llevando su tiempo interno, él aún no terminaba su obra. La escuchaba su espíritu, pero no sus oídos. Desgraciadamente tampoco fue capaz de oír la tremenda ovación que sobre él se cernía. Con lágrimas en los ojos, la cantante Carolyn Unger lo tomó del hombro para voltearlo y fue hasta ese momento que pudo darse cuenta de la alegría y euforia del público asistente. Beethoven lloró dulcemente.
Esa fue la primera interpretación, pero ¿qué pasó en la segunda presentación de la Novena Sinfonía? Resultó mucho peor.
Quince días después hacía un día soleado maravilloso en la capital austriaca y los vieneses por nada del mundo se permitirían irse a encerrar a un teatro. El recinto estaba a la mitad y la venta de los boletos tampoco cubría los gastos. La sinfonía más importante de la historia había fracasado.
Años después de la muerte de Beethoven, en 1827, esta pieza se mandó prácticamente a la congeladora, sobre todo por considerársele muy difícil y larga. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIX que Wagner la tomó en sus manos.
Pasaron los años y, habiendo sido rescatada del olvido, la Novena sinfonía apareció en los escenarios más inverosímiles y en condiciones contradictorias. Los nazis, por ejemplo, consideraban a Beethoven como un verdadero símbolo de la pureza de raza aria. “Quien conozca las raíces ideológicas del nazismo, se dará cuenta que Beethoven porta y proyecta su esencia en su música”, escribió el ideólogo Alfred Rosenberg. En 1938, los nazis aseguraban que la Novena sinfonía representaba como ninguna otra “la gran música del pasado alemán”. Un dato interesante es que durante la Segunda Guerra Mundial, la Novena fue la pieza sinfónica más interpretada en Alemania.
Como parte del aparato populista, Paul Joseph Goebbels, ministro nazi de Propaganda, organizaría un concierto para celebrar el cumpleaños de Hitler. El programa incluía la Novena de Beethoven interpretada por la Filarmónica de Berlín bajo la dirección del gran Wilhelm Furtwängler. El festejado no pudo asistir, pero lo que no faltó fue el discurso de Goebbels asegurando que “todos los hombres serán hermanos…”, todos menos los judíos, los negros y muchos otros.
Por su parte, el camarada Stalin afirmaba categóricamente que la Novena sinfonía era “la música adecuada para las masas”. Incluso Beethoven llegó a China, siendo declarado como un “revolucionario original”. Para 1959, la República Popular China celebraba su décimo aniversario con la Novena sinfonía interpretada por la Orquesta Filarmónica de China, cantando los versos de poeta Schiller en chino mandarín.
En 1989 se celebraría la caída del Muro de Berlín y la apertura de la Puerta de Brandemburgo con esta misma pieza, esta vez dirigida por Leonard Bernstein. Llama poderosamente la atención que la Oda a la alegría fue modificada a su idea original, sustituyendo la palabra Freude, por Freiheit: libertad.
Hoy día, la Novena sinfonía de Beethoven es el himno de la Unión Europea, sin embargo, y más allá de su contexto occidental, esta obra encarna el perdón mismo. Ese perdonarse por ser únicamente en lo individual finito y, al mismo tiempo, una invitación a ser “con y en el otro”.