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Haití y Cuba: las elecciones

Moisés Naím

En 1974, cuando dos jóvenes idealistas norteamericanos tomaron la decisión excéntrica de pasar su luna de miel en Haití, no se habrían podido imaginar lo que habría de sucederle a este pequeño país caribeño. Bill y Hilary Clinton siempre quisieron hacer de Haití su país consentido. Como ellos, decenas de organizaciones humanitarias, agencias de desarrollo internacional y organismos multilaterales se han instalado en Puerto Príncipe, convirtiendo a Haití en uno de los países más dependientes de la ayuda internacional en el mundo entero.

Miles de millones de dólares han sido destinados a ayudar al país para suplir las deficiencias de un Estado que se ha ido desvaneciendo poco a poco. El resultado ha sido una nación que se va sumiendo en una miseria cada vez más profunda, bajo un Estado colapsado que ha ido dejando las calles en manos de bandas armadas que practican una violencia ciega para mantener su control sobre una población aterrorizada.

En el mismo mar Caribe que baña las playas de Haití está Cuba, que vendría siendo el extremo opuesto: un gobierno tan agobiante que le ha quitado todo a su pueblo, incluyendo las cosas más básicas: comida, electricidad, transporte. Haití sufre de demasiado poco gobierno que hace que reine el caos y Cuba sufre de demasiado gobierno que la asfixia.

En Haití se manifiestan muchas de las tendencias que están deformando al mundo de hoy. El cambio climático, a menudo relegado a un segundo plano en las prioridades internacionales, golpea con especial fuerza a esta nación. Sus efectos se manifiestan en huracanes más frecuentes y devastadores y en una erosión del suelo que agrava la inseguridad alimentaria.

La penetración del narcotráfico ha llenado a los cárteles criminales de dinero con el que financian la importación de armas para las bandas que aterrorizan a la población. La migración, impulsada por la pobreza y la falta de oportunidades, se ha convertido en un síntoma palpable del desespero de la población. Haití tiene hoy un PIB per cápita que apenas supera los mil 700 dólares y una posición baja en el Índice de Desarrollo Humano: un país atrapado en un ciclo vicioso de pobreza y desigualdad.

Cuba presenta un escenario diferente, pero igualmente grave. El régimen castrista ha ejercido un control exhaustivo sobre todos los aspectos de la vida, asfixiando la libertad económica y personal. La escasez de necesidades básicas como comida y electricidad ha llevado a los cubanos a un estado de desesperación palpable.

En Haití, la ausencia de un Estado funcional deja a sus ciudadanos clamando por un orden que la comunidad internacional no sabe cómo imponer. En Cuba, se da el extremo opuesto: un Estado omnipresente sofoca cualquier atisbo de dinamismo social o económico. En ambos sitios, la migración surge como la válvula de escape preferida por aquellos que pueden acceder a ella, dejando atrás una población cada vez más desposeída.

Como siempre pasa, los que se van son jóvenes en su momento de máxima productividad. Los que quedan atrás son niños, discapacitados y ancianos. Se trata de sociedades desfiguradas también demográficamente. La desigualdad en ambos países no radica sólo en la distribución de recursos, sino en el acceso a oportunidades, libertades y hasta a la esperanza.

Los haitianos quisieran quejarse como lo hacen los cubanos, pero no tienen ante quién. Los colapsos de estas dos naciones dejan muchas lecciones. Ninguna es más importante que la de mostrar trágicamente que la falta de Estado puede ser tan peligrosa como su exceso.

X: @moisesnaim

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