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Entrevista

Lydia Cacho, la mirada infantil ante la Guerra de Ucrania

El día que invadieron mi planeta (Alfaguara, 2024), más que un simple cuento, es la condensación de voces inocentes que hablan ante la devastación de su universo; un paisaje destruido donde el juego y la imaginación emergen como la principal resistencia.

Lydia Cacho, la mirada infantil ante la Guerra de Ucrania

Lydia Cacho, la mirada infantil ante la Guerra de Ucrania

SAÚL RODRÍGUEZ

Reprueba enérgica la invitación que la presidenta electa Claudia Sheinbaum hizo al mandatario ruso Vládimir Putin para asistir a su toma de posesión el próximo 1 de octubre. Exiliada en España, la periodista mexicana Lydia Cacho lo considera un brutal error diplomático del que Sheinbaum se arrepentirá en un futuro; un insulto, una ofensa en medio del actual conflicto bélico, especialmente contra los ciudadanos ucranianos que experimentan la invasión de Rusia en carne propia. 

Durante la videollamada, emplea la libertad de expresión a través de su voz y no titubea en afirmar que Putin tiene una obsesión bélica por recuperar los territorios que formaron parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) hasta antes de su desintegración en 1991. Cacho es fiel a sus ideales, defiende la democracia de Ucrania a la que, enfatiza, nadie tiene derecho de vulnerar, mucho menos de invadir. 

—Me parece que es un craso error. No sé quién esté asesorando a Claudia Sheinbaum en eso, creo que se están equivocando y que va a tener unas consecuencias muy graves por parte de la comunidad internacional, mismas que pagará ella o quienquiera que cometa el error de recibir a Putin. 

Reconocida como una de las periodistas de investigación más importantes de México y autora de crudos libros como Los demonios del Edén (2005), donde denunció la red de pornografía y prostitución infantil encabezada por empresarios como Jean Succar Kuri, quien cometía abuso sexual a menores en Cancún y era protegido por autoridades locales, Cacho no cesa de llevar a la luz casos que implican la violencia contra los niños y las niñas en el mundo. 

En esta ocasión, su olfato periodístico la llevó a la ficción para hablar sobre una realidad desbordada. Lydia Cacho visitó los principales puntos de conflicto de la Guerra de Ucrania para levantar testimonios y adentrarse en cómo la mirada infantil vive la devastación bélica. El día que invadieron mi planeta (Alfaguara, 2024), más que un simple cuento, es la condensación de voces inocentes que hablan ante la devastación de su universo; un paisaje destruido donde el juego y la imaginación emergen como las principales trincheras de resistencia. 

Fue la escritora ucraniana Victoria Amelina, ultimada en 2023 tras un bombardeo ruso en la ciudad de Kramatorsk, quien le otorgó el principal faro para navegar en este océano de escombros e historias derrumbadas. Le dijo que para escribir este relato debería conectar con su niña interior. Gracias a ella, y al testimonio de su hijo, Lydia Cacho pudo aprender a profundidad sobre los mecanismos de defensa del estrés postraumático infantil. No dudó en teclearlo. Y es que para un periodista escribir no es esconderse, al contrario, es ir al frente a pesar de las adversidades. 

¿A dónde se puede ir cuando tu mundo ha sido invadido? A donde se pueda. Sofía tiene once años y afronta junto a su perrita Cora y su amigo Andrei un clima de caos, balas y bombas que han causado la muerte de dos mil infantes. En medio de ese aquelarre, se rehúsan a abandonar el juego y la imaginación. Es la sabia mirada infantil de la que tanto tenemos que aprender los adultos y con la que niños ucranianos escriben a palestinos una carta al final del cuento. “Quisiera ser niño para jugar”, lo canta la banda mexicana El Gran Silencio en su composición “Decadencia”. “La sonrisa de un niño es un arma de construcción masiva”, lo recita el rapero español Dheformer Galinier en su pieza “En mi memoria”. 

¿Cómo descubres que contarás esta historia con la mirada de una niña? 

En realidad tiene que ver con cómo se ha ido acumulando en mi carrera periodística esta necesidad de documentar lo que tienen que opinar y decir los niños y las niñas, no solamente en México, sino en el mundo. Entonces, cuando llegué allá me di cuenta que la mayoría de mis amigos y amigas periodistas de otros países, y de Ucrania misma, casi todos estaban cubriendo lo mismo: iban al frente de guerra directamente, pegados a los ejércitos o cubriendo los mismos temas. Y de pronto pensé: “¿Por qué no están hablando con los niños y las niñas?”. Es decir, los estaban grabando, documentando sus historias, pero siempre en tercera persona. Entonces, decidí que primero lo iba a enfocar en eso. Originalmente iba a hacer un libro más para adultos, una investigación sobre la mirada de los niños y las niñas, sus emociones, el estrés postraumático, el estrés por guerra, etcétera, pero conviviendo con ellos y ellas, en esos momentos claves, tanto fuera de los refugios antibombas y demás, me di cuenta de que había que contarlo de una manera distinta. No sólo porque ellos y ellas mezclan mucho la fantasía con la realidad, sino porque funcionaba mucho mejor. Creo que además estamos muy abrumados, muy agotados con tanta violencia por todos lados. De pronto es como: “¿Y ahora por dónde entramos a esto?”. Y al final, en conversaciones con mis editores, encontramos que un libro infantil o juvenil podría ser la solución. 

Ahora que hablas de esta mezcla de ficción con realidad, quienes seguimos tu trabajo te conocemos como periodista de investigación. Incluso alguna vez comentaste que Juan José Arreola te dijo que no podías ser poeta porque estabas demasiado preocupada por la realidad. En este caso eliges la ficción. ¿A veces es la única manera de narrar una realidad desbordada? 

Yo creo que sí. Yo creo que hay momentos en que nuestro trabajo periodístico abreva mucho de la literatura. En especial creo que por eso la crónica latinoamericana es famosa, aunque sea periodismo crudo, de datos, tiene información muy precisa y está contrastada, el hecho de que lo puedas hacer en un registro de crónica se acerca más a la literatura. Creo que eso es importante para reconocer el periodismo que hacemos en latinoamericana. Y después, justo por eso creo que la literatura ha sido un factor muy importante para mí, en mi escritura y en mis libros. Creo que es sumamente importante que los libros que hagamos, no importa si es una investigación sobre pornografía infantil, de trata de personas, de la guerra contra el narco, yo qué sé, tienen que ser muy respetuosos en términos de cómo manejamos el lenguaje, cómo nos acercamos a nuestras lectoras y lectores para que se queden con el libro, aun con temas tan complejos. Entonces, sí creo que en momentos donde ficcionar la realidad de esta manera, como en un cuento infantil, funciona estupendamente, porque toda la historia que se cuenta en El día que invadieron mi planeta es real, toda. Las entrevistas con niños y niñas son reales, y simplemente de todos ellos yo creé dos personajes ficticios: una niña y un niño que tienen entre nueve y once años. Y entonces, la forma en que se expresan, el tipo de lenguaje que utilizan, la manera en que describen las armas y demás, no es toda mía, la gran mayoría se relaciona con nociones que ellas y ellos tienen sobre la realidad, con cómo ven las cosas. 

La guerra llega al planeta de Sofía cuando ella juega con sus amigos ¿crees que la violencia logra despojar a estos niños de su imaginación en algún momento? 

Pues mira, lo que he documentado en diferentes países, incluido por supuesto el nuestro, México, en Sinaloa, en Chiapas, en Michoacán, en Chihuahua, cuando documenté la violencia del narco contra niños y niñas, descubrí dos cosas. Una es que la guerra siempre lo primero que hace es despojar a los niños y las niñas de la certidumbre, de que tienen derecho a estar vivos y a tener una vida digna y educarse. Eso es lo primero que les arrebatan. Y lo que más buscan es poder jugar, en todos los ámbitos. Tú ves en Palestina a la gente que está trabajando con los niños y las niñas en los campamentos, en Siria, en todos lados donde yo he estado, en Ucrania, los niños y las niñas están buscando la forma de jugar, porque el juego, sin duda, es una herramienta importantísima para el aprendizaje. Entonces, la guerra lo primero que le quita a los niños y las niñas, como bien dicen los expertos y expertas de Unicef y de otras organizaciones, es la educación. Y los niños y las niñas están en una edad donde necesitan educarse para comprender el mundo; les arrebatamos la posibilidad de comprender el mundo y aprender más de él. Entonces, lo que empiezan a aprender a su alrededor son los mecanismos de la violencia, todos los elementos que les generan trauma, cómo manejar el dolor —algunos niños y niñas lo manejan mejor que otros—, pero también descubres que, dentro del propio juego, lo que hacen es jugar a salvar a los otros y las otras. Y eso es muy interesante, porque son mecanismos de supervivencia. 

La abuela le comenta a Sofía que en la guerra los niños tienen que ser adultos. Me parece algo muy intenso y difícil, incluso cruel, porque esto los obliga a madurar antes de tiempo. ¿Qué lectura realizas de esta maduración obligada y qué consecuencias has visto en tus coberturas? 

Lo primero es que las personas adultas, cuando les dicen a un niño o una niña en un contexto de violencia extrema que tiene que madurar y comportarse como un adulto —o cuando se muere un padre o una madre y alguien le dice al niño o a la niña: “Ahora tú eres quien va a cuidar a tus hermanitos”—, les estamos forzando a hacer algo para lo que todavía no tienen capacidades neuronales, en términos de la estructura cerebral, etcétera. Estamos instalándoles un trauma y arrebatándoles la posibilidad de que maduren de una manera distinta, de una manera real, efectiva, que sus neuronas maduren, que sus cerebros maduren y con ello su salud psicoemocional. Les empujan, en contextos de guerra, forzosamente a actuar como personas adultas. Eso no significa que maduren, y provoca que profundice el trauma. Cuando yo estaba con estas niñas y niños en Ucrania, me di cuenta de los niveles de ansiedad que tenían. Uno de estos niñitos tenía todos los dedos totalmente marcados de sangre y yo pensé que se había lastimado. Le pregunté, saqué una de estas toallitas húmedas que traía en mi backpack, y no, era porque se mordía las uñas casi hasta acabárselas. Era un niño de nueve años y, por otro lado, era como el niño más seguro, el que organizaba a otros y protegía a su hermano pequeño. Es cuando te das cuenta de que están intentando sobrevivir igual que las personas adultas, pero con mucho menos herramientas. 

Según la ONU, hasta el momento se ha registrado el fallecimiento de hasta dos mil niños y niñas en la Guerra de Ucrania. Imagen: EFE/ Alessandro Guerra
Según la ONU, hasta el momento se ha registrado el fallecimiento de hasta dos mil niños y niñas en la Guerra de Ucrania. Imagen: EFE/ Alessandro Guerra

Me llama la atención que en tu ficción, en vez de referirte a países o territorios, nombras planetas. Y creo que tiene mucho sentido, porque los niños y las niñas están en una plena construcción de su mundo, comprendiendo lo que hay a su alrededor, y de repente ese mundo se ve interrumpido y violentado. 

Totalmente, me encanta que lo veas así y que lo digas, porque en realidad, cuando empecé a entrevistar a estas niñas y niños, vi que ellos sienten su comunidad, no solamente su país, porque imagínate: a los que han crecido en una pequeña zona a las afueras de Mariúpol, pues no conocen ni Kiev ni mucho menos; para ellos su comunidad es su universo. Y es exactamente lo que acabas de decir, había una niña que decía: “Es que se quieren robar el planeta”. Le pregunté a mi traductora si era correcto lo que había traducido y me dijo que sí. Y me quedé pensando: tiene que ver con cómo las personas adultas nos expresamos frente a los niños y las niñas, diciendo: “Es que el mundo se va a acabar”. Yo creo que todos lo decimos, más en este momento tan dramático que sucede en Medio Oriente. Entonces, los niños y niñas comienzan a percibir esas ideas y las transforman en una propia. Y este caso yo sí creo que tiene que ver con eso, con pensar que es su planeta, su universo y pensar que va a terminar destruido o robado. 

¿Y a dónde se puede ir cuando tu planeta ha sido invadido? 

Esa es la parte más compleja, cuando como reportera vas a territorios en guerra y te das cuenta de que la gente no tiene capacidades de movilidad, como se lo imagina quien nunca ha estado en una zona de guerra. Mucha de esta gente queda paralizada, con problemas de hambre, de sed, emocionales, incluso con pocos deseos de vivir, sobre todo la gente muy joven y las personas mayores. ¿A dónde vas cuando están invadiendo tu planeta, tu país, tu comunidad? A donde puedes, si llegas vivo. Es algo que las niñas y los niños de Ucrania decían refiriéndose a niñas y niños de otros países. Porque además, debemos acordarnos de que Ucrania tiene una historia larguísima incluso de genocidio; durante la Segunda Guerra Mundial cientos de niños fueron asesinados en Ucrania y toda la región de Europa del Este, pero además Stalin hizo una purga tremenda con la gente joven en Ucrania. Entonces, todas estas historias que pasan de una generación a otra, hacen que los niños y las niñas sientan que no tienen a dónde ir, que no tienen un país. Esto es muy peligroso y lo mismo está pasando con Palestina, por ejemplo, y con algunos países en África como República Democrática del Congo, donde la gente no tiene a dónde ir. Y además, ¿dónde los reciben? Depende de qué color sea tu piel, depende de dónde vengas. Es lo mismo que nos pasa en Latinoamérica con la violencia hacia los migrantes; hay gente que va a donde puede y es la clave de esto. Me da un poco vergüenza decirlo, yo estoy en el exilio, pero estoy segura. Me gustaría estar en mi país, por supuesto, volver a la casa que ya perdí, volver a ver a mi familia, que no he visto en cinco años, eso está clarísimo. Pero por supuesto que mi situación de ninguna manera se puede comparar con una crisis como la de las personas que están en situación de guerra. Y con todo y eso ha sido increíble y profundamente difícil para mí. No puedo ni siquiera imaginar cómo lo viven, a pesar de haber estado ahí y haberlo documentado. 

Cuando muestras este cuento a los niños ucranianos que están exiliados en España, te dicen que quieren hablar por los niños palestinos y escriben la carta que muestras al final del libro. ¿Qué te genera esta muestra de solidaridad desde una inocencia vulnerada? 

Es increíble. Yo creo que la humanidad sigue viva gracias a que la infancia dura lo suficiente para que la gente sea empática y genere lazos de bondad, de empatía y de compasión unos con otros. Porque obviamente una gran parte de las personas adultas se convierten en cínicos o promotores y promotoras de la guerra, de la violencia como forma de convivencia. A mí me conmueve profundamente. Para escribir este libro conecté con mi niña interior, con la Lydia Cacho que era cuando crecí en la colonia Mixcoac, en Ciudad de México, y me rebelaba contra todo. También aprendí a ser empática, a ver y sentir el dolor de los demás gracias a cómo fui educada. Aquí en España, el nivel de conocimientos que tienen estos niños muy pequeños que vienen de Ucrania, incluso un grupo de chicas que trajeron desde un hospital que destruyó Rusia —ellos estaban en quimioterapia—... es muy impresionante cómo están pensando solamente en ayudar a otros niños que están en situación de guerra, porque ellos ya se sienten protegidos y seguros. Muchos de ellos incluso tienen sentido de culpa: “¿Por qué yo sí sobreviví y puedo estar en un país como España, y hay otros niños que están en Ucrania o en Palestina y no pueden salir de ahí, no pueden salir de la guerra?”. Cuando hice el libro de Los demonios del Edén, al principio, cuando empecé las entrevistas con las niñas y niños, me impactó profundamente que me decían todo el tiempo: “Te voy a volver a contar la historia que ya le conté a la policía cinco veces, sólo si me prometes que no vas a permitir que Sucar Kuri toque a otro niño u otra niña”; ellos volvían a pasar por el trauma, por el dolor de recontar la historia para proteger a niños que no conocían. Yo creo que eso es parte de la naturaleza humana y que muchos pensamos de la misma forma. 

Quien te dijo que deberías escuchar a tu niña interior fue Victoria Amelina, la escritora ucraniana que falleció tras un bombardeo en Kramatorsk. ¿Qué tan importante fue ella para ayudarte a comprender la realidad que narras tras la ficción de tu libro? 

En realidad, con ella reflexioné mucho más sobre cómo sentían la guerra los niños y las niñas, más como amiga que como alguien que me ayudó a escribir el libro. Ella estaba ocupadísima, trabajando hasta el día de su muerte en documentar los crímenes de guerra junto con el equipo de activistas y periodistas ucranianas. A ella le sobrevive un hijo pequeño y pude preguntarle mucho, ¿qué cosas le decía a su niño? Porque en casa, imagínate, escuchaba todo lo que estaban hablando sobre los crímenes de guerra, sobre lo que estaba sucediendo, cómo los documentaban, etcétera. Allí aprendí mucho sobre los mecanismos del estrés postraumático infantil. A Victoria su hijo le decía que era como un hada madrina y es verdad, porque incluso si ves sus fotografías, ella era muy blanca, con el cabello lacio, rubio y como con un movimiento muy dulce, una voz muy bajita. Y por otro lado, una mujer con una fortaleza tremenda, entonces era como un contraste muy fuerte. Ella creía que era muy importante que siguiéramos escribiendo cuentos para niñas y niños, para poder acompañarles. Creo que tenía que ver con el sufrimiento que veía en su propio hijo y los hijos de sus amistades, sus colegas y amigos periodistas. 

¿Consideras que la sonrisa de un niño es un arma de construcción masiva? 

Ojalá que sí, esa frase está muy bonita. Ojalá, ojalá que así sea. La verdad es que en Ucrania, todos los días después de entrevistar a los niños y a las niñas, a las personas adultas, y de hablar con colegas periodistas, escritores, etcétera, todas las noches, cuando regresaba a dormir, lloraba. Es imposible no hacerlo. Es dolorosísimo ver a la gente sufriendo y resistiendo tanto. Y por otro lado, efectivamente, ves a la gente angustiadísima, pero volteas a ver a los niños... de pronto se ríen y todo cambia, incluso para ti. Te hacen reír, te hacen sonreír y sí, definitivamente, construye otra forma de estar en el mundo el ver a una niña o a un niño sonriendo.

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