John Dee se enamoró.
Hasta entonces no había vivido.
Había estudiado, había leído, había filosofado, pero no había vivido.
Un día conoció a una hermosa y bien plantada campesina, y por la amplitud del busto y las caderas de la moza supo que bien podría ser la madre de sus hijos. Vendió entonces sus libros, sus aparatos astronómicos, sus redomas y estufas de alquimista, y se compró una pequeña granja. Ahí, con una vaca, un caballo, un cerdo y una veintena de gallinas, se dedicó a sembrar trigo para el pan y a cosechar manzanas para hacer la sidra.
Al lado de su esposa supo entonces que los frutos de la tierra son mejores que el oro que le daría la piedra filosofal. Supo también que el amor es la más sabia de todas las sabidurías. Y cuando llegó su primer hijo fue feliz: el niño era más bello que las bellezas celestiales.
Los amigos de John Dee lo visitan en su granja y le preguntan:
-¿Por qué estás aquí? Eras el hombre más sabio de la Europa.
Responde él:
-No sabía nada.
¡Hasta mañana!...