¿Para qué votar?
Para algunos es muy sencillo. Afirman que no tiene caso votar porque todos los políticos son iguales. Lo demostraron durante mucho tiempo los priistas, en los tiempos de lo que Mario Vargas Llosa llamó la “dictadura perfecta”, pero también los panistas y los morenistas cuando llegaron al poder. Llevamos décadas desde la primera alternancia de partidos en el poder en el año 2000 y no hay indicios de que la clase política haya mejorado.
Me parece, sin embargo, que esta argumentación es un error. Los políticos no son todos iguales: algunos siempre son mejores que los otros. Una de las razones por las que ciertos países son pobres y otros ricos, a pesar de cuentan muchas veces con recursos naturales similares, es porque han tenido mejores o peores políticas públicas, y estas las definen y las deciden los gobernantes y los legisladores que los ciudadanos escogemos con el voto.
A veces parece que no tiene sentido elegir entre los políticos que contienden para cargos de elección popular. Todos hacen promesas similares, muy pocos entienden las consecuencias de mediano o largo plazo de sus propuestas, a veces no parecen tener más interés real que buscar el poder y el dinero. Aun así, lo peor que podemos hacer los ciudadanos es no votar. En varias elecciones han surgido movimientos que promueven la abstención como una forma de protesta, pero lo único que han logrado es favorecer a los partidos más poderosos, los más cercanos al poder. Siempre es mejor votar, aunque sea por el menos malo, que permitir que las maquinarias políticas tomen la decisión por nosotros.
Conocer a los candidatos, a todos, y no sólo a los presidenciales, debería ser una obligación para los ciudadanos realmente interesados en mejorar la sociedad. Sin embargo, esto rara vez ocurre. Casi todos los ciudadanos conocen a los candidatos a la presidencia y algunos también a quienes quieren gobernar el estado o la ciudad en la que viven. Casi nunca saben quiénes son los candidatos a legisladores. Se conforman con votar por un partido que les simpatiza, pero esto muchas veces se traduce en votos por legisladores con posiciones radicalmente distintas a las suyas. Esto ocurre, sobre todo, cuando los diputados cambian de partido ya en la legislatura.
En 2018, por ejemplo, después de hacer campaña en alianza con el PRI, los legisladores del Partido Verde se unieron a la bancada oficialista de Morena. No fue una decisión de ellos en lo individual, sino de los líderes del partido, que virtualmente vendieron a sus legisladores. Así, un ciudadano que votó en 2018 por los candidatos del PVEM al Senado o a la Cámara de Diputados, con la idea de que representarían las políticas moderadas de la alianza que encabezaba el candidato presidencial José Antonio Meade, se encontró después con que sus representantes se hicieron morenistas y votaron de manera sistemática por las iniciativas del presidente López Obrador.
Es cierto que la política en nuestro país se ha convertido en un negocio perverso, pero por eso mismo es importante participar en los procesos electorales. Cuando los ciudadanos comunes y corrientes reducen o eliminan su participación, dejan el escenario libre para que las maquinarias electorales tomen el control de las elecciones y de la vida política de una comunidad o de un país.
El crítico estadounidense George Jean Nathan escribió: “Los malos funcionarios son electos por buenos ciudadanos que no votan”. Tenía razón. Por eso es tan importante votar y hacerlo bien, escoger al mejor, pero si no lo hay, al menos malo.