Presidenta imperial
Claudia Sheinbaum se convertirá en la primera mujer en ocupar la Presidencia de la República a partir de este próximo 1 de octubre. Este simple hecho es positivo. Que después de más de 200 años de nación independiente una mujer vaya a asumir esa responsabilidad es símbolo de lo mucho que ha avanzado el país. Lo hará, sin embargo, en circunstancias muy complejas. La influencia del presidente saliente Andrés Manuel López Obrador es demasiado poderosa. No sabemos qué tan fácil le será a Sheinbaum liberarse de la sombra de su predecesor.
López Obrador se preció en muchas ocasiones de ser un gobernante progresista y liberal. Anunció a todos los vientos que defendía una filosofía llamada “humanismo mexicano” que se distinguía de cualquier pensamiento político en el mundo. En lo práctico, sin embargo, fue un gobernante autoritario, populista, que concentró el poder en su persona como en su momento lo hicieron Porfirio Díaz o Plutarco Elías Calles. Su sexenio representa un retroceso muy importante en la larga lucha de nuestro país por construir una democracia moderna, con los contrapesos al poder que vemos en las naciones avanzadas.
Sheinbaum está heredando una presidencia mucho más poderosa que la que asumió López Obrador en 2018. Tendrá un control automático sobre las decisiones del legislativo y podrá imponer sus posiciones a un poder judicial que AMLO debilitó de manera sistemática. A sus órdenes contará con un partido hegemónico sin precedente desde los tiempos del viejo PRI. Claudia será una nueva presidenta imperial, con el poder para gobernar, legislar e imponer fallos judiciales.
Este es un destino muy peculiar para una joven que en los años noventa se distinguió por su activismo político y por su oposición al régimen del PRI hegemónico. Sheinbaum era una idealista de izquierda que soñaba con construir un mundo más libre. Hoy recibe el poder de un gobernante que, detrás de las máscaras, se ha convertido en el más autoritario de nuestro país por lo menos desde los tiempos de José López Portillo.
Parecería que encabezar una presidencia imperial, una presidencia sin contrapesos, sería la situación ideal para cualquier gobernante. Sheinbaum no tendrá los problemas que tuvieron tantos de sus predecesores de tener que negociar con la oposición o enfrentar fallos judiciales contrarios a sus deseos. Podrá ser una emperatriz que gobierne sólo según su criterio.
La historia, sin embargo, nos dice que el poder absoluto es un obstáculo para el logro de un buen gobierno. Nadie tiene todas las soluciones para regir un país complejo como México, nadie tiene el monopolio de la verdad. Enfrentar críticas y posiciones adversas es indispensable para cualquier gobernante. Los mejores mandatarios del mundo han sabido aprovechar las posturas de la oposición para afinar ideas y gobernar mejor. Cuando un gobernante no tiene que negociar con nadie se vuelve autoritario e insensato. Le pasó a López Portillo y a Luis Echeverría.
México dedicó muchos años a construir un régimen democrático después de la elección presidencial de 1976 en la que López Portillo fue declarado triunfador con el 100 por ciento de los votos válidos. Esa unanimidad no sirvió para convertirlo en un buen gobernante. Su prepotencia y su torpeza lo llevaron a destrozar la economía y generar una crisis que se convirtió en la década perdida. Lo mismo podría ocurrirle a Sheinbaum, si decide utilizar todos los poderes de la presidencia imperial que ha heredado.