Román Cortázar. Imagen: Cortesía
El poeta camina en la planta alta del Colegio Civil de Monterrey. Busca un lugar sin bullicio, silencioso, donde pueda conversar. Sabe que es imposible suprimir el ruido, pero intenta atenuarlo. Elige un pasillo sobre el patio norte, donde se ha montado una exposición fotográfica de escritores. Román Cortázar (Mérida, 1980) acerca una silla y se dispone a hablar una hora antes de presentar Las derrotas del silencio (Vaso Roto, 2019) en la Feria Universitaria del Libro UANLeer 2024.
Max Picar dice que es imposible representar un mundo donde sólo exista la palabra, pero sí es posible representar uno donde sólo exista el silencio. La cita aparece en un ensayo del antropólogo francés David Le Breton, quien afirma que no hay palabra sin silencio, que éste también es comunicación. John Cage estrenó 4’33’’ en 1952, la polémica pieza del compositor norteamericano que consiste en cuatro minutos y 33 segundos de no ejecución musical; el público se incomodó al percatarse de los sonidos emitidos por sus cuerpos. Kafka habló del silencio cuando se refirió a las sirenas y lo consideró un arma más fatídica que su canto.
El domingo oscurece en la capital de Nuevo León. Afuera un cielo saturado de nubes amenaza con confirmar los pronósticos de lluvia. Adentro, de guayabera blanca, jeans y Adidas negros, la barba que puebla el rostro, Román Cortázar habla sobre Tomás Segovia, sobre Eduardo Galeano, sobre Rodolfo Walsh, maestros que contribuyeron a su perspectiva literaria. En esa lista también hay cupo para la poeta griega Safo, cuyos poemas fragmentados están llenos de huecos antiguos.
En su discurso, Cortázar sostiene que quizá hoy escribir es más importante que ayer, que el ser humano viene de la comunidad y eso le da sentido. Nunca se está solo, hay fantasmas rondando en el cuarto. La reflexión surge en torno al oficio del poeta. Hay un infierno en cada uno de nosotros y las redes sociales han desbordado los límites de la ficción. Se vomitan palabras sin sentido. Se pretende esconder el rostro asesino del espejo llenando el silencio de ruido. “El infierno son los otros”, acuñó el filósofo Jean-Paul Sartre en su obra teatral A puerta cerrada (1944). La sociedad que huye ante el silencio desprecia la oportunidad de reconciliarse consigo misma.
Los poemas en Las derrotas del silencio son breves, concisos y portan las cicatrices de la corrección. No basta con escribir, hay que borrar palabras, quitarlas, “espantarlas como moscas”. En este trabajo que le llevó diez años, el autor muestra la influencia de sus maestros. Juan Gelman se le apareció en sueños y le dictó el nombre del libro. Eduardo Galeano le dijo que sólo hay que escribir aquellas palabras más importantes que el silencio. Tomás Segovia le enseñó que el arte sólo importa si da respuestas a la vida.
Al igual que el lenguaje, ¿aprendemos el silencio por medio de la imitación?
Interesante pregunta, la verdad. Sí y no. Sí, porque no hay lenguaje que carezca de silencios. La misma música, la poesía, nos enseñan que la nota o la armonía se compone también de silencios y fundamentalmente de su uso. No es nada más el silencio que está antes y después de la creación, sino ese silencio simbólico, metamorfoseado, o como le queramos llamar, el que significa, el que nos dice algo; ese silencio lleno de palabras buscado por el artista. Evidentemente, nuestra sociedad, cada vez menos silenciosa, cada vez más contaminada y necesitada de ruido, y cada vez más aterrada ante el silencio, huye de la reconciliación consigo misma. Es verdad que los seres humanos tenemos dentro el paraíso y el infierno, y que la sociedad contemporánea nos muestra muy a menudo el infierno a nuestro alrededor, pero también lo tenemos dentro; descubrirlo nos da bastante pavor. Una forma de eludir ese reconocimiento de nuestra otra mitad, de lo que somos, es llenando nuestro silencio de ruido que nos impide vernos al espejo. Creo que aprendemos el silencio como aprendemos las palabras. Pero la sociedad, así como nos va amputando la creatividad y la libertad, también nos va cercenando el silencio; esa posibilidad de reconocerlo con los demás y en los demás, sin necesidad de hablar.
Me recuerda a lo que versas en el poema sobre Yukio Mishima, quien antes de morir vio en el espejo a su asesino.
Porque él es su propio asesino. Al final hace el milenario ritual del suicidio japonés, viéndose al espejo. Decía una frase —o verso quizás— de Chuang-Tzu, un poeta chino del siglo VI antes de Cristo, contemporáneo de Sócrates y no menos sabio que el filósofo griego, en la versión de Octavio Paz: “Un caballo que nadie doma, eso es el hombre”. Bueno, en el lenguaje de la época es el ser humano de hoy. En ninguna circunstancia podemos predecir qué vamos a hacer. Y en el momento en que nosotros, mediante la palabra —y esa es una tarea fundamental del arte—, se nos orilla o nos encontramos a nosotros mismos, vamos aceptando ese infierno que también somos y que a menudo vamos proponiendo a los demás. Pienso, por ejemplo, en aquello que decía Frantz Fanon de la forma en que los franceses atormentaban a los combatientes argelinos durante la guerra de Independencia de Argelia: les daban descargas eléctricas con picanas de forma burocrática —la burocracia del mal de Hannah Arendt—. Terminando su horario, el tipo que acababa de picanear el cuerpo y de atormentar a su presa, le contaba sobre su mujer y lo mucho que la odiaba, de la vida de mierda que tenía. Ese infierno somos nosotros también: gente perfectamente normal que también lleva el infierno adentro. La tarea más importante en el arte, dice Galeano, es ayudarnos a mirar, y mirar es también mirarse a uno mismo.
¿El poema es un rebelde silencioso en busca de su propia independencia ante el poeta?
El poema es una cosa muerta, como todo libro. Se ha sacralizado al libro como quizá el objeto más preciado de la cultura y, sin embargo, como Borges, yo creo que el libro no sirve para nada. Qué bueno que exista para sostener o equilibrar una mesa, pero el libro realmente importa cuando lo abrimos. Ahí deja de ser una cosa, ahí se vuelve una carretera de comunicación. Es como una güija: puedes hablar con los muertos, es un espejo. El libro adquiere su verdadera dimensión cuando lo abrimos. En ese sentido —no lo digo yo, lo dice toda la tradición— el poema se completa en el lector. Es en esta época, en que paradójicamente hay más información, menos comunicados estamos. Cuando hay una súper abundancia de datos, menos sabemos, porque todo implica un proceso de reflexión y la poesía también lo propone. La poesía propone un “paremos un poquito, escuchémonos y escuchemos a los demás”. Las redes no ayudan en ese sentido. Pero como decía Galeano, el cuchillo no tiene la culpa, la culpa nunca es del cuchillo, y echarle la culpa a las redes sería un poco idiota. Más bien, ¿qué hacemos con eso? En Estados Unidos hay estudios de cómo se generó Facebook: en cada like hay dopamina, así que te vuelves dependiente de esa necesidad de descarga química placentera para el cuerpo, que también descarga el cerebro cuando te dicen “muy bien, qué bien lo hiciste”. En la medida en que prevalece un sistema que nos encarcela como individuos, es cuando más incomunicados estamos. En ese sentido, el arte tiene una tarea trascendental: recordarnos que somos comunidad. Desde hace tiempo sostengo que no creo en la gente que escribe para uno mismo, eso no existe. Tampoco puedes escribir en soledad, porque nunca estás solo en la vida. Jamás puedes estar solo; aunque te vayas a una isla desierta, estás con tus fantasmas a cuestas, llevas la biblioteca personal en la mochila. Y cuando escribes, empiezan a hablar los fantasmas que alimentan tus mensajes. En mi poesía, lo que he querido plantear o escribir son poemas que tengan muy claro de dónde vienen, las voces que escuchan. No me avergüenza estar compuesto o habitado por estos fantasmas. Y si de repente alguien ve que un poema es muy paneriano o borgesiano, quiere decir que escuchó bien.
¿Cómo habitan personajes como Tomás Segovia o Eduardo Galeano en este libro?
Está dedicado a ellos. Tuve la suerte de tener una relación más o menos cercana con Tomás Segovia, sobre todo epistolar los últimos años. Paradójicamente, cuando me fui a Uruguay a invitación de Galeano, el primer mes sólo leí a Tomás Segovia, porque preparaba una entrevista que me había pedido para El Grito, una revista que fundé hace años. Tomás quería que preparara la entrevista por escrito, que no se la hiciera con grabadora para que él tuviera la oportunidad de reflexionar y escribir las respuestas. Cosas de la vida: el día que me metí al mail para mandar la entrevista, mi mejor amigo me dijo que Tomás había dicho hasta luego. Entonces, primero Tomás y luego Eduardo Galeano, me enseñaron a ver el mundo desde otro lugar. Tomás al decir que la obra de arte importa si nos da respuestas sobre la vida y que si la poesía no nos ayuda a vivir es perfectamente inútil e indigna de mí. Y Galeano me enseñó a ver la vida en las cosas chiquitas, a dejar de lado los discursos grandilocuentes y que los grandes héroes no son los próceres, porque junto con ellos hay héroes de la vida diaria que trabajan en fábricas, en ejidos; los nadies que no aparecen en los libros de historia, pero que hacen la historia y sin ellos no podría ser. Creo que eso despojó a mi poesía y a mi forma de ver el arte de mucha palabrería. Encontré algo qué escribir y empecé a enamorarme de las palabras sencillas, porque escribir sencillo es lo más difícil que hay.
¿Qué te enseñaron sobre el silencio?
Eduardo me dijo que sólo hay que escribir aquellas palabras más importantes que el silencio. Decía que esa frase era de Onetti, pero que Onetti no quería decir que era suya porque era muy mentiroso, entonces lo atribuía a los persas —en realidad es hindú—. Pero la vida está llena de mucha palabrería, de muchas palabras falsas. Lo vemos todos los días: nos mienten los políticos y ahora también nos miente la sociedad, la gente que no acepta lo que es y se miente todo el tiempo. Hay esa necesidad de subir la vida y hacerla pública en las redes, pero eso es una mentira; la vida no es así y no suele ser como la gente la publica. Ese disfraz, esa forma de mostrarse a los demás, me parece que es una condena, porque nos condena a la soledad en el mal sentido y nos propone un monólogo: el de la frivolidad. En esta sociedad, en esta forma de escribir, seguimos en islas y hablando monólogos. Me parece que bastante están contaminados de esas redes los poetas y artistas de estos días.
Tomé dos versos tuyos de distintos poemas y los hice pregunta: si escribir es una mentira, ¿por qué el poema es un animal que dice la verdad?
Porque la poesía, cuando viste a la realidad, la desviste. Es decir, nunca vamos a conocer el mundo tal cual es. Conocemos el mundo a través del lenguaje, de las palabras. Más bien, las palabras son nuestro mundo. Éste tiene la anchura, el colorido, la profundidad, la vitalidad de nuestras palabras. No podemos conocer la realidad en sí; por lo tanto, cuando el poema viste a esa realidad, la ornamenta aún más. Si el poema es honesto, se propone desnudarla. Es decir, yo digo de una manera la realidad para mostrarla. Es un poco lo que ha hecho el arte, por eso va a contracorriente; ningún artista inventa nada. Lo que sí hace es enseñarnos a mirar. Ahí donde nadie veía nada, hoy todos vemos algo gracias a Van Gogh, a Beethoven, a Mahler o no sé. Hoy vemos y decimos: “¡Ah, claro!”, pero antes eso no estaba allí y sin embargo siempre estuvo. No lo inventó el artista, él sólo nos ayudó a mirarlo. Por eso digo: escribir es mentir, porque mentimos la realidad, pero si nos proponemos desnudarla, la realidad se va a mostrar solita a través del poeta.
¿Recuerdas una frase que se le atribuye a Galeano —él siempre aclaró que era de Fernando Birri— sobre que la utopía es como el horizonte: aunque es inalcanzable, sirve para caminar? En ese sentido, ¿para qué sirve la poesía?
Para ayudarnos a vivir, eso lo dice Tomás Segovia. La poesía es indigna de mí si no me ofrece respuesta a mis preguntas fundamentales: ¿por qué amo?, ¿qué es el amor?, ¿por qué estoy vivo?, ¿qué es ser auténtico?, ¿cuál es la vida auténtica? Vale la pena preguntarse si es vida trabajar todo el tiempo como una bestia de carga para tener dinero, para consumir cosas. No estoy peleado con que vivamos bien, de hecho todo el mundo debería vivir bien. Más bien, ¿el planeta Tierra tiene sentido en comprar un reloj?, ¿nuestra vida es mejor, es más rica, es más hermosa porque nos compramos unos tenis? Ojo, no digo que no se compren los tenis, pero ciframos en ellos el contenido y sentido de nuestra vida. Si el arte, si la poesía nos ayuda a pensar estas cosas en los momentos de mayor duda, de mayor temblor en nuestra existencia, nos ayuda a vivir, tiene un sentido. Si la poesía es un conjunto de palabras bonitas que nos distraen de la realidad, creo que no sirve para nada.
¿El poema tiene la capacidad de hacer eterno el instante?
¡Claro!, ¡claro! Hay un título de Monsiváis que me encanta: Lo fugitivo permanece, se lo pone a una antología de cuentos. ¡Claro!, porque la infinita sucesión del tiempo de repente queda encapsulada en la eternidad del texto. Nosotros podemos abrir La divina comedia o El Quijote y seguir estremeciéndonos con “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”. Y podemos seguir contagiándonos de la locura de Sancho, haciendo nuestra vida infinitamente rica y capturando la infinidad de los tiempos en ese inicio, en esa página. Y a pesar de que el mundo ha cambiado tanto, seguimos conmoviéndonos con Safo. Leí una traducción hermosísima de Carlos Montemayor. Él hace una traducción publicada en Trillas y es hermosísima, de un erotismo estremecedor. De los fragmentos que se recuperaron, una página dice simplemente: “Abierto”. En el contexto del erotismo y en el contexto del libro, esa única palabra es lumínica, luminosa. El erotismo sigue funcionando con la imaginación. Entonces, a pesar de que el mundo ha cambiado tanto, seguimos estremeciéndonos con Safo, porque Safo toca lo esencial del ser humano con su poesía y seguimos reconociéndonos en ella miles de años después.
Como poeta, ¿temes o abrazas el silencio?
Para mí el silencio es un desafío. Yo abrazo al silencio, cada vez lo busco más. Antes había dos tipos de silencio. Por ejemplo, el silencio que era el fracaso. Hoy no le temo al fracaso, porque no me importa el éxito, pero entonces era chiquilín, medio caradura y quizá quería que triunfara mi literatura. Hoy eso me da risa. En ese sentido, le temía al silencio; había mucha palabra y era barroco como lo es cualquier joven que comienza a escribir, como lo dice Borges, porque uno no tiene nada que decir y engañas al lector diciendo cosas rimbombantes, pero además porque uno no ha vivido. Es difícil ser Rimbaud, es difícil tener 19 años y decirlo todo. No suele ser así. ¿Qué joven de 19 años puede hablar del amor? Cualquiera puede hablar de cualquier tema, claramente, ¿pero hasta qué profundidad puede hablar del amor un joven o una chica de 15 años, un chico de 13, de 16? Más bien cuando has sufrido, cuando has gozado, cuando te has aventurado y has entendido algo del amor, ya tienes vida acumulada y quizá algo puedes decir. En ese sentido, mi vida de pulga de circo me ha enseñado muchas cosas y tengo algo que decir, tengo bastantes cosas que decir. No siempre encuentro cómo decirlas, entonces escribo poco. Y escribo poco porque respeto mucho los silencios, sólo me siento a escribir cuando se acumulan las palabras en mi mano. Viene el caudal de palabras y luego entra el siguiente momento, el verdaderamente literario: cuando las palabras que depositaste o vaciaste en el papel hay que cortarlas o empezarlas a borrar, a espantarlas como moscas.
¿Cuál es la mayor derrota del silencio?
La palabra. La palabra es la mayor derrota del silencio y la palabra que encuentra el silencio es el mejor silencio que hay. Yo creo que el auténtico poema es el silencio.