Tres novelas para Día de Muertos
El tema de la muerte marca la obra del escritor regiomontano David Toscana de punta a punta. Prueba de ello es que la frase inicial de Las bicicletas, su primera novela, evoca un cortejo fúnebre. En el otro extremo podríamos ubicar una de sus novelas más recientes, Olegaroy, también marcada por la muerte y sus rituales: los lectores vemos el cadáver del protagonista sobre una plancha metálica, asediado por la estridencia de una sierra eléctrica en el momento en que comienza la autopsia.
Toscana ha escrito una sólida obra que ya supera la decena de novelas, y no pocas de ellas hacen énfasis en la conexión entre la muerte y la palabra escrita. Ese vínculo se aprecia sobre todo en tres de sus libros: Duelo por Miguel Pruneda (2002), El último lector (2004) y Olegaroy (2017).
En El último lector, un hombre llamado Remigio encuentra en el pozo de agua el cadáver de una niña desconocida en el pueblo. Del hallazgo surgen de manera natural muchas preguntas: ¿Quién es la niña, cómo murió, quién dejó allí el cadáver? Es también el caso de Duelo por Miguel Pruneda: dado el título, uno pensaría que Pruneda es el nombre de un muerto, pero no es así. En el primer capítulo tanto Miguel Pruneda como Faustino, su mejor amigo, son niños de once años hechizados por la contundencia de la muerte. Su juego favorito es ir al panteón a leer epitafios y, con la poca información que contiene cada lápida, tratar de imaginar en qué circunstancias habrá muerto el personaje allí enterrado. Esa afición resultará clave en el desarrollo de la novela. En el capítulo dos, que sucede al menos cuatro décadas después, Miguel es un ya adulto maduro que lleva treinta años al servicio de una empresa. Por esa razón, le informan, recibirá un homenaje.
El anuncio del reconocimiento hace que Miguel se pregunte si el paso del tiempo es motivo suficiente para el aplauso. Lejos de emocionarle, la situación le provoca rechazo, aversión, fastidio. Entonces sucede algo que permite a Miguel zafarse de la rutina que ha sostenido por más de tres décadas: en su edificio, justo en el balcón que está frente al suyo, un anciano es encontrado muerto. El finado, de nombre José Videgaray, ha dictado su última voluntad a Horacio, otro vecino: no ser sepultado y permanecer en su departamento. Lo que para cualquier otra persona podría resultar una tontería es asumido por Miguel como un mandato inquebrantable. Quizá con la intención de poner en orden su conciencia, don José ha dejado pistas de su vida, entre ellas una espada exhibida en la sala de su departamento. Aquí surge el enigma en forma de acertijo: los lectores nos enteramos de que esa arma ha hecho correr sangre dos veces: una vez se trató de sangre noble, la otra, de sangre ruin.
Publicada quince años después, Olegaroy también se vale de un enigma para echar a andar el relato: en las primeras páginas nos enteramos de que una mujer llamada Antonia Crespo ha sido asesinada de 52 puñaladas. Se desconoce tanto la identidad del asesino como el motivo del crimen.
Si bien Toscana utiliza enigmáticos asesinatos como detonadores de historias, sus libros contienen muy pocas investigaciones policiales. Dueño de una voz única en la literatura mexicana, podría decirse que Toscana es un autor que ha aprendido las reglas del relato para subvertirlas y usarlas en su favor. En Olegaroy, por ejemplo, resultan pobres los esfuerzos para resolver el asesinato de la señorita Crespo. Lejanas, con un poder diluido, las figuras de autoridad son personajes periféricos, sin peso real.
En El último lector es poco lo que las autoridades hacen para localizar a la muchacha de Monterrey que se ha perdido en Villa de García, y que bien pudiera ser la niña que Remigio ha encontrado en el pozo. Cuando las pesquisas del investigador llegan a trascender, rayan en el desatino: las autoridades arrestan a personas equivocadas, siguen pistas falsas o simplemente dan carpetazo a los casos. Así, el esclarecimiento de los enigmas queda en manos de ciudadanos de a pie, con frecuencia personas que no tienen relación alguna con el finado.