Yves Pagès. Imagen: Ariane Audouard
Ha escrito la historia de cien personajes secundarios, de cien héroes de la nada. Yves Pagés (París, 1963) sabe que fabricar un buen libro no es una experiencia escolar, que tampoco es un deber, que no existe el “buen escribir”. El autor articula lo social y lo individual para abordar la vida interna. Colecciona frases, pasea en scooter e imprime en su mirada los grafitis del paisaje parisino. Habla desde la grieta, desde esa luz de ironía que traspasa los cuerpos.
El autor visita Monterrey durante la Feria Universitaria del Libro UANLeer 2024. Está en el edificio del Colegio Civil. Lo acompaña su traductora, la mexicana Melina Balcázar. Un día antes convivió con jóvenes preparatorianos, a quienes presentó su libro A punta de retratos (Canta Mares, 2022) y compartió su visión literaria: una narrativa cruda, irónica, emanada de una realidad que le es imposible disociar de lo político, empleando la economía del lenguaje como discurso.
Pagès se prepara para entablar un diálogo sobre edición francesa en el patio norte del edificio. Tiene 60 años de edad y todo un recorrido por el mundo literario. Junto a Jeanne Guyon es editor en Ediciones Verticales. Empezó escribiendo poesía, leyendo a Apollinaire. Antes ejerció varios empleos: vigilante nocturno, librero, profesor universitario, dramaturgo y actor. Esa misma experiencia parece permear en los retratos que esboza en su libro sobre los don nadie.
También es fotógrafo. Al recorrer París captura los trazos del aerosol que se abrazan a los muros. Hay un acto político en ello. Enmarcar la realidad conlleva una suerte de ficción que apunta a una forma breve. Lo que está en la imagen no es la realidad en sí, sino un momento extraído de ella. “Todas las fotografías atestiguan la despiadada disolución del tiempo”, escribió Susan Sontag. Sus relatos son retazos de ciudad, como un poema de Carmen Villoro.
Desempleados, cuarentones, divorciados, jóvenes adultos que aún viven con sus padres, cajeras de supermercado, comerciantes, fotógrafos, animadores de talk shows, deudores, asistidos sociales, refugiados, migrantes, todos forman un nosotros.
Yves Pagès construye con palabras retratos de sus personajes, quienes renuncian a convertirse en prisioneros de su cinematografía interna; transitan en los márgenes, no se toman tan en serio a sí mismos. Entre ellos y su autor se percibe una distancia irónica que no logra convertirse en sarcasmo, un gusto instintivo de jugar con la polisemia.
“Nos creemos únicos, originales, pero la realidad es que no hacemos sino reinventar a través de un Yo prestado”, respondió Pagès en una entrevista con la propia Melina Balcázar. Y es que sus personajes y las situaciones que le inspiran son fantasmas de su memoria colectiva. Por eso A punta de retratos está dedicado “a la primera persona del plural”.
Revelar esos entes secundarios en el cuarto oscuro de las microficciones, alejarse de la novela, evadir la figura del héroe… el escritor francés prefiere emplear lo mínimo literario con mucho peso en vocabulario. Economía de lo que no se pierde, postula un concepto de la poeta canadiense Anne Carson. En un guiño a Honoré de Balzac, Pagès lo llama “la pequeña comedia humana”.
Fue la poesía quien lo atrajo a la brevedad. Eran los años setenta y él apenas un adolescente. Entonces imperaba el pensamiento político en la vida cotidiana, en una generación para la cual Dios había muerto. Pagès vivió en un barrio judío, en el centro de París, aunque temas como la religión no eran importantes. Por eso acepta las influencias de Michel Foucault y de Gilles Deleuze, pero se opone a las ideas de Michel Houellebecq, a quien considera un “neurótico procristiano”.
“Feliz la gente que está resquebrajada porque deja pasar la luz”, afirma una frase francesa que también está presente en los grafitis parisinos. “Si hay una fisura, deja pasar la luz”. La microficción le permite acercarse al mundo contemporáneo, al quiebre de sus habitantes. Con el semblante pensativo y la mirada tras las gafas de armazón negro, en el área de prensa de la UANLeer, Yves responde, Melina toma apuntes y traduce.
¿Cuál es tu postura ante la brevedad?
Empecé escribiendo poesía cuando era adolescente. Entonces me gustaba mucho Apollinaire, pero también el surrealismo y demás. Y luego empecé a escribir novelas. Pero siempre me fascinó más la idea de la prosa poética que los giros de una historia o un sentido narrativo novelesco extraordinariamente original o sorprendente. De hecho, poco a poco, a partir de mi segunda novela, empecé a introducir pequeñas confesiones individuales en medio de una historia colectiva. Entonces eran casi como retratos vocales, retratos de voces. Y poco a poco empecé a hacer casi una novela de cada dos libros, y luego también textos cortos así, que formaban una serie. Es algo que me salió de forma natural. Ahora podría pensar en por qué me interesaba, pero al principio fue totalmente espontáneo acercarme a la forma del texto corto, aunque no sea una forma muy comercial en Francia.
En este libro es notable tu interés por los personajes secundarios.
Lo que también puedo decir es que en la forma de la novela, está la cuestión del héroe. Está la cuestión del personaje principal, está la pregunta. Es una pregunta que se aplica a las películas, que se aplica a muchas cosas. Y es cierto que me gustan todos los personajes secundarios. Es como si, en cierto modo, la novela me molestara porque aún hay que seguir a un personaje principal y luego, a veces, a un personaje que se le opone, y así sucesivamente. Y siempre es lo mismo. Mientras que yo prefiero fingir que estoy escribiendo una novela donde no habría personaje principal, donde sólo habría personajes secundarios y eso es todo. Es como una forma de eludir la cuestión del héroe y toda la cuestión del heroísmo que conlleva, toda la fascinación que habrá por este personaje que está por encima, que es trascendente.
Es la vida misma, ¿no? Siempre estamos pensando que somos el héroe de nuestra propia ficción, pero en realidad nos aproximamos a tomar roles de menor categoría.
Sí, en la vida somos más bien personajes secundarios. Lo que intento buscar en los personajes de la vida cotidiana es esta parte de ficción que existe. Y esta parte la encuentro al colocarlos en situaciones paradójicas, en momentos de gran intensidad. Es ver estos momentos de quiebre en gente a quien la verdad no le pasa gran cosa.
Contabas que te gusta mucho explorar París, especialmente en estos viajes que haces en scooter. Te imagino recorriendo barrios como Saint-Denis al capturar sus grafitis. ¿Qué tanto influyeron estas exploraciones urbanas al momento de construir tus personajes?
Sí, creo que parte de mi inspiración es realmente el ambiente urbano, en el sentido de que París es una ciudad completamente diferente a la Ciudad de México, más pequeña, pero es una ciudad cosmopolita con muchas situaciones sociales diferentes. Eso significa que en la vida cotidiana estamos constantemente codeándonos con gente extremadamente diferente, que la sociedad normalmente encierra y separa. Normalmente vivimos en entornos muy homogéneos. Cuando vivimos en entornos demasiado homogéneos, me quita la imaginación y el gusto por otras personas, porque todos somos parecidos. De hecho, en la ciudad, particularmente en la calle, constantemente estás presenciando situaciones que no sólo son necesariamente dramáticas, sino que son pequeñas alteridades reales que me intrigan, y que quiero entender un poco, escenificándolas. Cada vez que las pongo en escena, a través de algo que me han confesado —a menudo comienza con una confidencia de alguien, una discusión que he tenido en un café, en un bar, o con un amigo de un amigo—, voy a hacer trampa un poco, voy a modificar un poco, voy a “ficcionalizar” un poco, pero cada vez comienza con encuentros fortuitos, para usar la terminología del surrealismo.
Tus personajes parecen tener fisuras ante el mundo contemporáneo, como si les incomodara lo que están viviendo.
Hay una expresión en francés que dice: “Feliz la gente que está resquebrajada porque deja pasar la luz”. Si hay una fisura, deja pasar la luz, es una vieja expresión francesa, típica, también en los grafitis. Sí, hay una diferencia para mí de todos modos; cuando escribo novelas muy a menudo tienen lugar en los años setenta. No consigo realmente escribir novelas sobre el mundo contemporáneo, y es cierto que lo logro trabajando sobre textos cortos y estos pequeños personajes. Se trata realmente de personas que a menudo se ven atrapadas en situaciones que les rompen, pequeñas fisuras que son extremadamente contemporáneas. Es cierto que solamente en los textos cortos consigo hablar de lo contemporáneo.
¿Qué es lo que más te sorprende de la condición humana?
Hay un diálogo entre todos los personajes, sobre cosas que pueden ser del orden de un sentimiento de alienación, un sentimiento de la inutilidad del trabajo que hacemos, un sentimiento de lo absurdo, de nuestra deshonra, de nuestra búsqueda de la fama. Y son cosas que trato de mostrar como compartidas por personas de diferentes edades, de diferentes géneros, de diferentes condiciones sociales. Todo gira un poco en torno a este absurdo grotesco de la condición humana, pero trato de escribirlo —como será más bien pesimista— con una especie de alegría enérgica, la “energía de la desesperación” —es una expresión francesa—. Y eso significa que de hecho hay esta paradoja en la escritura —a menudo hablo de ello, la gente me lo dice— sobre cosas que son bastante duras. De hecho, todo eso lo hago con una especie de alegría enérgica, así que es una especie de… algo un poco extraño.
¿La ironía es una especie de escape de lo cotidiano?
La ironía en la vida, sí. En la escritura, es una forma de escapar a lo que podríamos llamar chantaje emocional con el lector, de intentar imponer emociones al lector, así que te distancias un poco de las cosas, dejas un poco las cosas en suspenso con una sonrisa irónica, así se dice en francés. Y luego, en un momento dado, puedo dejar la emoción que siento por los personajes ya que mi ironía —por lo menos voluntariamente— nunca es sarcasmo. No soy cínico, no sigo en absoluto la estética de Houellebecq, que es una ironía de sarcasmo, un desprecio que tiene por sus personajes y por sí mismo. Es una estética que siempre ha existido en la literatura, pero no es mi sensibilidad en absoluto.
¿Lo cotidiano no puede desprenderse de lo político?
Soy de una generación que desarrolló su cultura existencial y política en la adolescencia, a finales de los años setenta. Es decir, en una época en la que, fuera de los grupos realmente marxistas, feministas, fastidiosos, existía este pensamiento de que la política está en la vida cotidiana, difundida por los situacionistas, por mucha gente. Pero también Michel Foucault, que describió sobre los micropoderes, y Deleuze, que describió el vínculo entre la política y la relación edípica que teníamos en la familia, influyeron mucho sobre mí. Y es cierto que no me intereso tanto, políticamente hablando, en las luchas en contra de las grandes instituciones, en los discursos dogmáticos, revolucionarios, etcétera. Yo creo mucho en el análisis de lo que nos aliena en nuestras relaciones. Las microrrelaciones de los poderes, las microrrelaciones del comercio, las microrrelaciones de la competencia, y todo lo que en última instancia nos explota, nos aliena, y que de hecho pasa por nosotros, de lo cual somos los actores; y dejar de creer siempre que son los malos, las instituciones que un día van a desaparecer, que vamos a cambiar todo. Creo realmente que en la literatura llegamos a todos los micropoderes que nos hacen sufrir, de los cuales somos mitad víctima, mitad verdugo.