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LORENZO MEYER

Ya se sabe, pero nada se pierde con subrayarlo y, sobre todo, con internalizarlo: los así llamados "desastres naturales" son efectivamente desastres, pero no son naturales sino resultado de situaciones producto de acciones humanas. Los ríos se han desbordado desde el principio de los tiempos, lo mismo que los movimientos de las placas tectónicas o el incendio de zonas boscosas y praderas y sitios que alguna vez fueron hogar de flora y fauna exuberantes al paso de milenios se convirtieron en grandes extensiones de dunas y médanos. Sin embargo, es la acción humana lo que detona el desastre: el poblamiento y las modificaciones del entorno original de costas, riveras y sitios propicios a las inundaciones periódicas, a los deslizamientos en laderas erosionadas por la tala, a las construcciones en tierras trémulas, etcétera.

En varias regiones del México la época de lluvias del 2025 fue atípica y se despidió con un final realmente catastrófico. Mientras en la frontera norte persistieron zonas de sequías en el centro del país y en septiembre se registraron precipitaciones pluviales en promedio hasta 80% superiores a las de los últimos años. Entre el 6 y el 9 de octubre en ambas costas y en regiones centrales la lluvia produjo desbordamientos -algunos inéditos- de ríos y derrumbes en la red de carreteras y caminos. Los estados más afectados fueron Veracruz, San Luis Potosí, Puebla, Hidalgo y Querétaro. A la fecha, las cifras oficiales son: siete decenas de municipios afectados de manera muy severa, casi dos centenares de localidades incomunicadas, 76 fallecidos, 39 personas no localizadas y alrededor de 100 mil familias afectadas además de daños cuantiosos a las actividades productivas regionales.

Es prácticamente imposible prever y evitar toda la gama de "desastres naturales" que nos pueden afectar. Por milenios el desconocimiento de algunos de los factores que provocan terremotos, marejadas y tsunamis, erupciones, tormentas o sequías, plagas, epidemias y eventos similares dejaban a las concentraciones humanas a merced de "la ira de los dioses". Hoy la ciencia permite, si se dispone de recursos y de la organización y voluntad política adecuadas, prevenir o al menos tomar a tiempo medidas que impidan que estos eventos inevitables asuman un carácter catastrófico. Ya se puede determinar con más o menos exactitud la probabilidad de que se forme un huracán o una tormenta y cuál puede ser su magnitud y trayectoria probables; también ya es factible alertar a las poblaciones un tanto alejadas del epicentro de un sismo con algunos minutos de anticipación o predecir las ondas gélidas o de calores extremos. Sin embargo, aún hay muchas situaciones que pueden ser catastróficas e imposibles de predecir o evitar a tiempo. Hay otras que por razones históricas han generado las condiciones para propiciar el surgimiento y sostenimiento de grandes asentamientos humanos en zonas de riesgo pero que hoy ya es materialmente imposible intentar trasladarlas a sitios más seguros.

Un caso que ilustra lo anterior es justamente el de la Ciudad de México. Nuestra capital está asentada en una zona que se encuentra a 2,240 metros de altura sobre el nivel del mar y por ello hoy es difícil y muy costoso surtirla de agua proveniente de fuentes situadas a menor altura y en las cantidades requeridas por una población de 22 millones de personas. Por otro lado, esa ciudad está rodeada por un anillo de montañas y asentada en lo que fue un gran lago por ende su subsuelo es poco firme y propenso a experimentar los efectos de movimientos telúricos de magnitudes capaces de causar daños catastróficos en una zona tan densamente poblada.

Sirva de contraste comparar nuestra situación con la del país vecino del sur. En la época colonial la Capitanía General de Guatemala y debido a desastres producidos por terremotos optó dos veces por mudar su capital a lo que entonces se consideraron lugares seguros. Fueron sendas catástrofes "naturales" las que llevaron a esas mudanzas. La primera ocurrió en 1541 -un aluvión originado en movimientos de un volcán cercano- y otro producto de los terremotos de 1773. En la capital del México colonial sucedió lo contrario: frente a un gran desastre se optó por permanecer en el mismo sitio, pero alterándolo. Tras la gran inundación de 1629 -cuyos efectos se prolongaron a lo largo de un lustro- se desechó la posibilidad de cambiar de sitio a la ciudad lacustre y se optó por alterar la naturaleza de su cuenca abriéndole en el siglo XVIII un desagüe: el Tajo de Nochistongo. Fue ese el inicio de un esfuerzo gubernamental gigante por dotar al gran cuenco del Valle de México de un desagüé. Y el esfuerzo no ha cesado.

Paradójicamente lo que podemos llamar "el problema del agua" en la CDMX hoy consiste no sólo en su difícil drene cotidiano sino también en la igualmente difícil tarea de proveerla de agua potable y en cantidades y calidades adecuadas a las formas de vida de los millones de habitantes de la gran zona metropolitana y hacer del "derecho humano al agua" no sólo una disposición constitucional sino una realidad cabal para todos los miembros de la megalópolis.

Y para tener una idea de lo que significa proveer de agua potable y suficiente proveniente en parte de zonas más bajas a una concentración urbana de la magnitud de nuestra capital y sus alrededores disponemos hoy de una "Evaluación integral de la política de agua potable de la Ciudad de México 2018-2024". Se trata del informe recién presentado por el Consejo de Evaluación de la Ciudad de México y que fue elaborado por un equipo de nueve especialistas coordinado por la Dra. Judith Domínguez Serrano de El Colegio de México.

El informe de 292 páginas aborda más de un centenar de temas puntuales con el sustento de una amplia bibliografía. Su conclusión no es pesimista pero sí preocupante pues deja en claro que "La Ciudad de México enfrenta una crisis hídrica sin precedentes. Los efectos del cambio climático se reflejan en los impactos de los fenómenos hidrometeorológicos extremos: una sequía de más de cinco años que en las épocas de estiaje convierten el ya de por si desigual acceso [al agua] en una situación muy crítica y, en épocas de lluvias, inundaciones urbanas que agravan una situación estructural", (p. 26). Veamos algunas cifras para darnos cuenta del problema. En 2018 el consumo promedio de agua en la zona estudiada se estimó en 350 litros por habitante por día, pero hoy se ha reducido a sólo 147 litros y ese promedio es engañoso pues hay zonas de la ciudad que consumen 500 litros per capita en tanto que en otras apenas llegan a los 100 litros. Y aquí conviene tener en cuenta que la OMS recomienda como mínimo para hacer efectivo el derecho humano al agua dispones de entre 100 y 150 litros per cápita. Esas zonas con menos disponibilidad de agua ya están en el límite mínimo de lo aceptable.

Además de la cantidad está el problema de la calidad, un estudio de 2020 concluyó que el 18% del agua de la urbe presentaba problemas de calidad que iban desde su contenido de metales pesados hasta sus bacterias. De los cuerpos de agua superficial que no entran al sistema de agua potable pero que sí son parte del entorno del Valle de México el monitoreo muestra que el 78% registran altos niveles de contaminación debido a las descargas sin control que reciben en sus trayectos.

Las fallas en la red de distribución, en buena medida ya obsoleta, hace que el 42% del líquido se pierda en fugas. Es de poco consuelo saber que esas pérdidas de agua se filtran a un manto friático sobre explotado. Se calcula que hay un déficit creciente del agua del subsuelo de la ciudad. En 2023 "[l]a extracción en el acuífero del Valle de México presentó una extracción del 215% del volumen con respecto a la recarga" (p. 16). ¡Es obvio que ese déficit es insostenible en el largo plazo!

Mantener y sobre todo poner al día el complejo y parchado sistema de abastecimiento de agua en el Valle de México requiere de recursos económicos en montos muy superiores a los que hoy se destinan para tal fin. Por tanto, hay que revisar las tarifas que se cobran por el consumo de agua en cada sector social de tal manera que se pueda auto financiar y hacer sostenible un sistema de abasto que no requiera del subsidio ni del complemento del uso de las llamadas "pipas" que entre otras cosas ya se han convertido en una fuente más de ingresos para el crimen organizado.

Hoy el costo del agua en la ciudad está subsidiado, pero de manera inequitativa. El consumo de agua de los hogares con ingresos medios bajos se beneficia del 43% del subsidio total que se otorga al consumo del líquido, los hogares de ingreso medio alto reciben un 26 % de ese subsidio, pero los de ingresos medios bajo solo se benefician con el 10.5%. Obviamente esta situación debe revertirse tanto por motivos económicos como de justicia social. Y a la lista de problemas se debe añadir el de los asentamientos humanos precarios en zonas de recarga de los acuíferos es otro de los varios retos a resolver, pero siempre con un sentido claro de equidad. En fin. el proyecto de echar mano de la llamada "cosecha de lluvia" en los hogares es una buena idea, pero requiere de incentivos para que los casatenientes se decidan a invertir en las adecuaciones para la recolección y almacenamiento que esa "cosecha" requiere.

En fin, que en el período evaluado en el estudio citado que va de 2018 a 2024 se concluye que: "se realizaron acciones significativas para la gestión [del agua en la capital] que permitieron que no se llegara al temido 'día cero', tales como la reducción de la presión en la red o los acuerdos con otros [grandes] usuarios…que permitieron usar el agua en la ciudad para abastecimiento doméstico." Pero finalmente la crisis sigue ahí y su solución demanda de una centralización de la administración del agua y de una planificación de largo plazo para hacer frente a una problemática que no sólo es de la capital mexicana, sino que tiene potencial de afectar la viabilidad del sistema político y la seguridad de la nación pues un "desastre natural" en el corazón político de México es algo que, por sus consecuencias, simplemente no nos debemos permitir.

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