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Autoritarismo de cabeza fría

JESÚS SILVA-HERZOG

La presidenta se celebra con una concentración en el zócalo. No le basta ejercer un poder prácticamente absoluto, no le basta la imponente popularidad que registran todas las encuestas. No le bastan la mayoría legítima ni la supermayoría tramposa. No es suficiente la sumisión del poder judicial y su grotesca devaluación profesional. Sheinbaum ha querido seguir la ruta de las movilizaciones para rendirse homenaje a sí misma. La populista necesita mostrar sus credenciales y convertir al pueblo en matraca de su egolatría.

Sheinbaum sigue el instructivo de los rituales. Despierta con las mismas ceremonias que su antecesor. Se deja entrevistar diariamente por periodistas aún más serviles que antes y emplea los recursos públicos para su vanagloria. Comparte la misma visión maniquea y polarizante de lo político, aunque en algunos aspectos toma distancia de las políticas de su antecesor. Sheinbaum no es una mujer dispuesta al diálogo; no se le conoce ninguna disposición negociadora, no es una política que crea en el aporte de quienes piensan distinto. Pero hay algo que ha despuntado a lo largo de estos meses: Sheinbaum pretende ser la cabeza de un autoritarismo competente. Sheinbaum no es un anafre de desplantes, sino un empaque de autocontrol. Escribe su libreto y lo sigue sin desviarse ni un milímetro. Así la hemos visto durante este año, dirigiendo ese aparato que se ha liberado de controles, contrapesos y vigilantes buscando una eficacia que no tuvo el liderazgo impulsivo de López Obrador. Ahí está el proyecto: un autoritarismo de cabeza fría.

Quizá la muestra más clara es la primera propuesta política concreta de la presidenta Sheinbaum: la ley de amparo. A diferencia de la reforma al poder judicial, ésta no es una reforma de escarmiento. No ve para atrás sino hacia adelante. El hachazo al poder judicial provino de una reforma tosca y brutal. No había en ella ningún diagnóstico. No había registro de lo que había que cuidar y de lo que era necesario cambiar. Se trataba, simple y abiertamente, de anular a un poder insumiso. La reforma al amparo es otra cosa. No surge de la rabia de un rencoroso, sino del cálculo de una autócrata que no está dispuesta a dejar un hilo suelto. Quiere que la máquina de su poder tenga el camino abierto para imponer su voluntad. Está convencida que por su voz habla el interés de la nación y que todo aquel que discrepe es un potentado que defiende privilegios. La mujer de la estrictísima disciplina no concede el mínimo espacio para que sus decisiones sean controvertidas judicialmente. De esa obsesión por el control surge este refuerzo autoritario.

El contraste con el golpe lopezobradorista es importante. Sheimbaun ha encargado a uno de los abogados más desprestigiado del país la maquila de la reforma. Arturo Zaldívar será un trepador inescrupuloso, pero conoce su materia y, como ha demostrado, está dispuesto a tirar a la basura todo lo que ha dicho y escrito para estar cerca del poder. La reforma propuesta por Sheinbaum bajo su consejo es una pieza de ingeniería que identifica con precisión los roces del poder judicial con la acción del gobierno. Ubica la fuente de los conflictos que, a lo largo del gobierno anterior, se presentaron entre los jueces y el gobierno y desarma a los árbitros de todo instrumento que podría detener la arbitrariedad. La reforma de López Obrador fue un machetazo. La de Sheinbaum es relojería autocrática.

Tengamos cuidado con la segunda ola de populismos, decía hace un par de años el columnista del Financial Times, Janan Ganesh. Después de la estridencia de los primeros disruptores, está apareciendo una camada de dirigentes en el mundo que son igualmente corrosivos que sus predecesores, pero ahora recurren al cálculo y a la técnica. A diferencia de los primeros populistas, son ordenados y saben hacer cuentas. Por supuesto, el articulista no celebraba el relevo populista. Por el contrario, creía que podría ser una amenaza mayor a la democracia porque le podrían dar un nuevo impulso al despotismo inicial. Y por más iluminado y riguroso que sea, un autócrata que no le rinde cuentas a nadie, que no tiene necesidad de respetar ninguna regla, que carece de controles y vigilantes efectivos conduce, tarde o temprano, a la ruina.

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