Pasarán varios días para que sepamos cómo quedan integrados los tribunales del país. Me temo que no tendremos la certeza de que los resultados sean auténticos porque en la elección de ayer no hubo vigilancia de los contendientes, ni fueron nuestros vecinos quienes levantaron la primera cuenta. Un árbitro que fue, durante todo el proceso, un espectador más no puede ser generador de confianza. El proceso que culminó en la votación fue un impecable desastre. Ninguna decencia alteró su sentido. Del principio al fin, hemos visto un desfile de abusos sin recato. Asignación indebida de la mayoría calificada; una descarada compra de voto en el Senado; el fracaso de los comités de selección que no solamente consagraron a peones del oficialismo sino a delincuentes, la violación ostentosa de las reglas de la competencia por parte de las ministras del oficialismo, las campañas más ridículas en la historia de la humanidad, la intervención ilegal de gobiernos, partidos, sindicatos, la insuperable demagogia de la presidenta que no dejó de decirnos que la elección de ayer nos ha convertido en el país más democrático del planeta. Una apretada cadena de barbaridades sin discontinuidad alguna.
Los efectos de la reforma empezarán a sentirse muy pronto. Nos enfrentaremos a las consecuencias de un cambio tan radical como impulsivo. Se ha talado la profesión judicial de todo el país desde su base y se ha puesto, como sustituto, la demagogia más elemental. No es fácil encontrar casos de una disrupción institucional tan brutal como la que vamos a vivir en México en los próximos meses. Me temo que no nos hemos detenido a examinar la estela de efectos esperables de la reforma judicial. Con buenas razones, nos hemos concentrado en su impacto democrático. Perder las bases de autonomía en el poder judicial le arrebata al país el contrapeso vital de la legalidad. La voz del poder, venga del congreso o de la presidencia será la última palabra. La presidencia podrá ignorar todas las normas, atropellar todos los derechos, trasgredir cualquier procedimiento sin consecuencia alguna. Tendremos una judicatura obediente que dará sello de infalibilidad a la voluntad del régimen.
La reforma, en efecto, sirve para concretar la captura del último espacio que contenía al poder presidencial. Habiéndose pensado como un escarmiento, tendrá como efecto eliminar el fastidio de jueces independientes. En eso, la reforma está bien atada. Las condiciones de la independencia judicial se han eliminado puntualmente. Para ser juez hay que tener el patrocinio de los actores políticos y servirse de las redes clientelares. Para permanecer en el cargo hay que complacer a los gobernantes. Para ascender a un cargo superior, habrá que hacer pacto con los amos. La suprema corte, el tribunal de disciplina, el tribunal electoral serán los guardianes del régimen autoritario. Como lo muestran los adelantados de esa estructura de sumisión, estarán dispuestos a construir los argumentos más imaginativos para justificar la voluntad del poder. La captura del poder judicial significa la muerte de la constitución porque esa ley no podrá ser muro contra la arbitrariedad.
Pero debemos esperar otra serie de consecuencias. La reforma apuesta por la desprofesionalización de la justicia. El redactor estaba convencido de que conducir un proceso judicial, interpretar razonablemente la ley, resolver controversias y cuidar derechos es un asunto sencillo para el que no es necesaria la experiencia ni el estudio. Unos años en la universidad bastan. Ese es el segundo golpe al poder judicial: la desprofesionalización. La justicia no estará más cerca sino más lejos; no será más ágil sino más torpe. Y la vulnerabilidad de los funcionarios judiciales, atados ahora a su base electoral y a sus patrocinadores políticos hará alianza con el desgobierno que se expande todos los días en el territorio nacional.
La reforma judicial no solamente nos convierte en un régimen autocrático, será también padrino de la nueva anarquía. Con ella se consolidarán los espacios que viven al margen del Estado, bajo el dominio del crimen. Es por eso buen resumen del régimen en formación: una autocracia bordeada por la anarquía.