Estamos tan preocupados y ocupados con la guerra comercial que dejamos poca atención a otra de las tendencias que se afianza cada día en el cambio de época que vive el mundo: el militarismo y la militarización. El presidente de EUA aprovechó mayo, mes de Star Wars, para lanzar su proyecto de defensa "Domo Dorado", que retoma la Iniciativa de Defensa Estratégica del expresidente Ronald Reagan, conocida como Guerra de las Galaxias. Ambos planes contemplan la militarización del espacio exterior.
La reacción de China no tardó en llegar. Pekín criticó el anuncio y aseguró que el proyecto socava la estabilidad mundial. O lo que queda de ella, pues. El detalle fino es que tanto el gigante de Asia como su socio más estrecho, Rusia, también desarrollan programas de defensa que implican el uso militar del espacio exterior, tales como sistemas anti-satélites, maniobras y dispositivos de vigilancia. El asunto de fondo es que la militarización espacial es un ámbito más en la rivalidad geopolítica que domina el panorama político internacional y nacional.
Observo con azoro la forma en la que hemos normalizado el uso de la fuerza como vía para resolver los problemas dentro y fuera de nuestros países. Cómo, casi sin sorpresa, vemos el aumento del gasto militar a niveles sin precedentes. La facilidad con la que justificamos el despliegue militar para tareas concebidas para las instituciones policiales, y la transferencia de funciones civiles a las fuerzas armadas.
Hay, imposible negarlo, un viraje hacia la ejecución de soluciones autoritarias y belicistas ante los grandes retos del siglo XXI. Y el fenómeno corre de la mano con la pérdida de prestigio de la democracia y sus instituciones. El militarismo y la militarización se vuelven la norma en un mundo que asiste al desmoronamiento de la arquitectura del viejo orden y los pactos sociales que lo sustentaron.
Podemos definir el militarismo como la doctrina política que privilegia el uso del poder militar para resolver conflictos y considera a las fuerzas armadas como el modelo correctivo ideal para una sociedad en crisis. En cuanto a la militarización, se refiere al proceso mediante el cual instituciones, territorios, relaciones sociales y estatales o incluso tecnologías asumen formas, lógicas o funciones propias del ámbito militar.
Aunque ambos conceptos tienden a reforzarse mutuamente y a expandirse en contextos de crisis y miedo, no erramos al asegurar que todo militarismo deriva en militarización, pero la militarización puede darse incluso sin militarismo. Todo depende de la temporalidad de las acciones y las corrientes que dominan el poder político. No obstante, asumo que ambas definiciones pueden estar sujetas a debate.
Un punto importante es que el fenómeno no es nuevo. Hay varios ejemplos en la historia reciente de momentos en los que el avance del militarismo y la militarización se desarrolló a la par, detrás o delante, de periodos de profunda transformación global. Una de las etapas más obvias son las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, con la carrera armamentista y el nacionalismo exacerbado de la Paz Armada.
El período de entreguerras es otro momento referencial, con su inestabilidad económica y el ascenso del fascismo, el nazismo y el comunismo. Si observamos atentamente, el presente comparte similitudes estructurales con la realidad de hace un siglo: declive del orden hegemónico, auge de nuevas potencias, crisis de gobernabilidad global, inseguridad difusa y miedo a futuros incontrolables.
Más cercana a nuestra generación está la Guerra Fría que, no obstante los contrapesos institucionales y la lógica de disuasión nuclear, consolidó una cultura estratégica centrada en el poder militar, incluso en democracias aparentemente consumadas. Pero el inicio de la ola de militarismo y militarización de nuestra época podemos ubicarlo en 2001, en los días posteriores al 11 de septiembre. Se trata de un giro securitario global que condujo a la justificación de la militarización de la seguridad interna, la actualización de la estrategia romana de la guerra preventiva y el fortalecimiento de aparatos represivos en nombre de la lucha contra el terror y el narco.
Cinco son las características principales que observo en la propagación de la lógica militar de nuestro tiempo. La primera es la proliferación de conflictos y tensiones: de Siria a Ucrania, de Palestina al Sahel africano, de Yemen al Cáucaso, de Cachemira a Taiwán. En todos ellos, además de las fuerzas enfrentadas y las potencias regionales involucradas, aparecen de manera directa o indirecta las grandes potencias globales: EUA, RU, la UE, Rusia y China. Son malos tiempos para la diplomacia, acallada por el incesante fuego de la metralla.
La segunda característica es el aumento del gasto militar. En el último decenio, cada año ha superado al anterior y en 2024 se alcanzó la cifra récord de 2.7 billones de dólares, una cantidad mayor al PIB nominal de Italia, la octava economía del mundo. Los países que más contribuyen a ese gasto militar son los mismos que aparecen involucrados de directa o indirectamente en los conflictos. Sólo el gasto bélico de EUA representa poco más que una tercera parte del total.
La tercera característica es la militarización de zonas internacionales estratégicas: el Ártico, África subsahariana, Oriente Medio, Asia-Pacífico, y el espacio y ciberespacio, las nuevas fronteras militares en las que EUA, China, India y Rusia desarrollan capacidades antisatélite mientras integran la ciberdefensa y el ciberataque a sus doctrinas militares nacionales. El cuarto rasgo es la entrega de la seguridad interior y las fronteras a las fuerzas armadas. Un ejemplo es el límite internacional entre México y EUA, con un despliegue sin precedente de tropas, drones y obstáculos físicos para, supuestamente, impedir la migración y el tráfico de drogas.
Desde América Latina, hasta el Sudeste asiático, pasando por África, la seguridad pública es cada vez más un asunto de ejércitos, lo cual nos lleva a la quinta y última característica: la irrupción de una cultura militarista. Frente al desgaste de las instituciones democráticas ocurre un aumento del respaldo ciudadano a narrativas de fuerza, defensa de la soberanía a través de las armas, y la legitimación del intervencionismo. Además, crece la presencia de exmilitares en cargos de poder y el uso y abuso del lenguaje bélico para abordar fenómenos sociales.
La expansión del militarismo no es sólo una respuesta a amenazas reales, es una forma de estructurar el poder y justificar el uso de la violencia como medio de control. Las historia muestra que este camino conduce al deterioro democrático, al escalamiento de los conflictos y a la destrucción de capacidades civiles y diplomáticas. Para desandar el camino de las botas militares debemos comenzar por reconocer que la seguridad no se construye con más armas, sino con más justicia, diálogo y cooperación.
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