Lo bueno existe, lo malo no es menor, lo feo es la normalización. Un país que se conforma deja de exigir y, poco a poco, deja de ser libre.
México cerró 2025 con una sensación incómoda, casi esquizoide, como si el país avanzara con un pie en el futuro y el otro hundido en el pasado. Un año de contrastes brutales: avances sociales reales conviviendo con retrocesos institucionales profundos; políticas públicas que alivian la vida cotidiana de millones, mientras se vacían de contenido los contrapesos que sostienen a una democracia. Un gobierno que presume resultados al mismo tiempo que erosiona, con intención y disciplina, las reglas del juego democrático. No es contradicción accidental: es el sello de época.
Empecemos por lo bueno, porque existe y sería intelectualmente deshonesto negarlo. Cerca de 13 millones de mexicanos vieron aumentar sus ingresos. No es una cifra abstracta: entraña comer mejor, pagar la renta sin el nudo permanente en el estómago, mandar a los hijos a la escuela con menos carencias. Para millones, la vida cotidiana dejó de ser una emergencia constante. La pobreza cedió terreno, y en un país históricamente marcado por la desigualdad, eso importa. Importa mucho. El aumento sostenido del salario mínimo, los límites al outsourcing y una mayor formalización del empleo corrigieron abusos estructurales que durante décadas se normalizaron. Para muchos trabajadores, el empleo dejó de ser una trampa de supervivencia y empezó a parecerse -aunque sea tímidamente- a un mecanismo de dignidad.
En el frente internacional, la relación con Donald Trump se manejó con pragmatismo. Frente a un actor impredecible, el gobierno de Claudia Sheinbaum mantuvo la cabeza fría, sin estridencias. En un mundo volátil, la estabilidad diplomática se volvió un activo. La inversión extranjera directa resistió; mucha es reinversión, sí, pero el dato clave es que -comparativamente- México siguió siendo atractivo a pesar de mandar señales inquietantes.
Se fue Alejandro Gertz Manero, dejando una Fiscalía politizada, vengativa y facciosa. Y en seguridad, con Omar García Harfuch, se percibe un cambio de método: más coordinación, más inteligencia, menos retórica. No es la solución total, pero sí un giro frente al voluntarismo fallido que tanto daño hizo.
Ahora lo malo, que no es menor ni accidental. El autogolpe más severo llegó con la reforma judicial y la infame "operación acordeón". Un Poder Judicial debilitado en profesionalización, colonizado políticamente y cada vez más subordinado al Ejecutivo. La justicia dejó de ser árbitro para convertirse en herramienta. Cuando los jueces pierden autonomía, la ley deja de proteger al ciudadano y empieza a servir al poder en turno.
La impunidad en materia de corrupción sigue intacta. Los escándalos se acumulan -Segalmex, la Barredora y otros- sin consecuencias reales. El mensaje es brutalmente claro: en la 4T la corrupción no se erradica, se administra. Se tolera si es leal. Se castiga sólo si es incómoda. A esto se suman los "mirreyes" de la 4T. Hijos, dirigentes y legisladores que exhiben estilos de vida incompatibles con sus ingresos. La austeridad fue discurso; el privilegio, práctica cotidiana. El poder moral se diluyó entre vuelos, relojes y restaurantes caros.
La llegada de Ernestina Godoy a la Fiscalía no significó renovación, sino continuidad. Más partidización, más selectividad, más justicia al servicio del poder. Y mientras tanto, la violencia muta sin desaparecer: bajan los homicidios, aumentan los desaparecidos. Cambia la estadística, no el drama. La injerencia estadounidense crece en huachicol y seguridad, colocando al gobierno entre la retórica de la soberanía y la incapacidad real para controlar el territorio.
Y finalmente lo feo: la normalización del deterioro democrático y del crecimiento económico que no llega. La idea peligrosa de que se puede gobernar eficazmente para los pobres mientras se destruyen las reglas que protegen a todos. Que la eficacia social justifica el autoritarismo. Que la aplanadora política de la 4T puede arrasar instituciones sin costo.
Frente a la embestida morenista, los demócratas mexicanos tendrán que ser más fuertes, más resilientes y más valientes que nunca. Defender instituciones no es nostalgia: es supervivencia cívica. Porque cuando la democracia se vuelve decorado, el poder se acostumbra a mandar sin rendir cuentas y la ciudadanía aprende -peligrosamente- a conformarse. Y un país que se conforma deja de exigir, deja de vigilar y, poco a poco, deja de ser libre.