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Charlie Kirk: ¿víctima de Trump?

Fernando de Buen

"Creo que vale la pena asumir, lamentablemente, un costo de algunas muertes por armas cada año para poder tener la Segunda Enmienda que proteja nuestros otros derechos otorgados por Dios".

Charlie Kirk, Salt Lake City, abril de 2023.

La muerte de Charlie Kirk ha cimbrado a la derecha estadounidense. El joven activista que se presentaba como cruzado de la libertad, fue víctima de una bala implacable en un campus universitario.

El crimen cometido por el joven de 22 años, Tyler Robinson -quien al igual que Kirk es conservador, republicano y defensor de la Segunda Enmienda (derecho a poseer y portar armas)- es atroz, inexcusable, y debe investigarse y juzgarse con todo el peso de la ley, pero más allá de la condena inmediata, el hecho obliga a mirar el contexto que lo hizo posible: un país fracturado, envenenado por el discurso de odio, donde hasta los apóstoles de la división terminan devorados por la criatura que ayudaron a engendrar.

Desde su irrupción en la política, Donald Trump entendió que polarizar no era un riesgo, sino una estrategia. Convirtió a Estados Unidos en un tablero de dos colores irreconciliables, colocando de un lado a los patriotas que lo siguen; del otro, «los enemigos de la nación», migrantes, comunistas, medios de comunicación y académicos; instituciones enteras fueron etiquetadas como adversarios a diezmar o eliminar. La política dejó de ser debate para convertirse en combate. El insulto reemplazó al argumento, y el miedo, amplificado, se transformó en identidad.

Kirk fue uno de los soldados más disciplinados de esa causa. De notable inteligencia y gran habilidad para la confrontación pública, desde su plataforma juvenil, Turning Point USA, radicalizó aún más el discurso: agitó guerras culturales en universidades, demonizó a los migrantes, exaltó a la NRA (Asociación Nacional del Rifle) y sus dogmas, ridiculizando cualquier esfuerzo de conciliación como una muestra de debilidad. Su estilo era el de un predicador de la confrontación y su meta reducir al adversario a caricatura, despojarlo de legitimidad y presentarlo, finalmente, como amenaza existencial. No buscaba persuadir, sino exterminar políticamente al otro.

La ironía trágica es que el oriundo de Illinois terminó siendo víctima del mismo ecosistema que promovía. No porque Trump o su círculo cercano hubieran deseado su muerte, sino porque en una sociedad con 400 millones de armas y solo 300 millones de habitantes, y en ese entorno, donde el adversario se convierte en enemigo y el enemigo en demonio, cualquiera puede transformarse en blanco y las convicciones en una licencia para matar.

El 11 de septiembre, horas después del lamentable crimen, Donald Trump declaró: «Tenemos lunáticos de la izquierda radical allá afuera y simplemente tenemos que darles una paliza brutal». Paradójicamente, como se supo recientemente tras la captura del asesino, Kirk terminó abatido por alguien de su misma mitad ideológica.

Su asesinato ilustra hasta qué punto el odio es un bumerán. Quien lo lanza no controla el trayecto ni el impacto de regreso. Kirk lo alentó, lo celebró y lo capitalizó políticamente; al final se halló atrapado en el extremo opuesto de la misma violencia que ayudó a legitimar.

La muerte de Charlie Kirk es también un recordatorio brutal de cómo opera la política del resentimiento. Trump, con su instinto de dividir para reinar, sembró un campo minado que abarca todo el espectro. Kirk lo recorrió con entusiasmo, seguro de que el odio era un arma dirigida solo hacia afuera. No advirtió que esas bombas también podían estallar bajo sus propios pies.

Kirk fue presa de un asesino solitario, pero también fue víctima visible de la polarización que Donald Trump convirtió en doctrina, y de la que él mismo fue acólito fervoroso. La tragedia no borra su responsabilidad en haber alimentado ese fuego, pero tampoco oculta que su final es una ominosa advertencia: cuando la política se reduce a dividir y demonizar, todos -amigos y enemigos- pueden terminar en la mira.

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