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CONTRALUZ

DING-DONG: RIP

Una de las características que nos distingue como sociedad posmoderna es el mal manejo de la ira. Con frecuencia solemos sulfurarnos ante el mínimo estímulo que -me atrevo a suponer- en otros tiempos no nos hubiera alterado tanto. Por una parte, las circunstancias que nos rodean, pero fundamentalmente nuestros bajos niveles de inteligencia emocional, construyen el escenario de fondo para estas reacciones violentas ante estímulos que podrían considerarse hasta cotidianos.

En el curso de la semana, en el condado texano de Houston, ocurrió la muerte de un menor de 11 años. Murió de la manera más absurda y lamentable. En compañía de un primo, asistió a una fiesta infantil; aburridos ambos, salieron a jugar un juego muy conocido entre los niños y jovencitos: "Ding-dong ditch", término en inglés para denominar un tipo de broma que consiste en llamar a la puerta de algún domicilio y, antes de que el residente acuda a atenderlos, correr a toda velocidad para no ser sorprendidos. Una travesura que puede llegar a ser fastidiosa, definitivamente.

En esta ocasión, el par de chicos tocó repetidamente a un domicilio particular donde vive Gonzalo con su esposa y un menor hijo, con el pequeño detalle de que el residente tiene antecedentes de amenazas de muerte contra un familiar y posee en su domicilio una veintena de armas de fuego. Supongo que, a la segunda o tercera vez del juego, Gonzalo, verdaderamente molesto, tomó un arma y disparó contra el par, provocando la muerte de Julián, de 11 años, mediante un tiro en la espalda.

Si regresamos la cinta de los acontecimientos, podemos imaginar la emoción que sentían los dos chiquillos de llamar y volver a llamar en uno o varios domicilios sin ser descubiertos. Al mismo tiempo, podemos adivinar la ira que se fue acumulando en Gonzalo cada vez que llamaban a la puerta, acudía a atender y no encontraba a nadie. No sabemos en qué momento decidió preparar un arma, tal vez para asustar a los jovencitos, como quien espanta con el estruendo a una bestia en despoblado. Aunque, igual, pudo ser un arranque de ira que nunca pasó por el plano consciente, una simple reacción instantánea que, luego de ocurrida, habrá de lamentar para toda su vida.

La justicia no se hizo esperar. Por lo pronto, le fijaron una serie de restricciones y una fianza de un millón de dólares para llevar su juicio en libertad. ¿Habría imaginado Gonzalo las consecuencias de ese solo acto intempestivo de su parte? Seguramente que no, y de haberlo previsto, jamás habría actuado como lo hizo.

En lo que respecta a Julián, el chico que pagó cara la broma, es algo que jamás pudo haber imaginado cuando, aburrido en la fiesta infantil, decidió junto con su primo travesear en el vecindario. Si en su imaginario la creatividad le hubiera presentado otras opciones, estamos seguros de que, en este día, cuando hablamos de su obituario, él estaría disfrutando de la vida que todo niño merece vivir.

Ante la contundencia de los hechos, nos quedamos pensando cómo es necesario, en nuestros tiempos, el desarrollo de la inteligencia emocional. Aprender, siendo niños, a identificar y saber manejar nuestros diversos estados de ánimo, desde el aburrimiento hasta el enojo. Reconocer cómo me estoy sintiendo en un momento dado, qué sucede si no analizo lo que me pasa y actúo en consecuencia. No necesariamente se trata -según los principios de la inteligencia emocional- de eliminar sentimientos que consideramos negativos. Es aprender a canalizarlos de modos productivos para mantener nuestro equilibrio integral.

Resulta interesante que cada uno de nosotros haga un proceso de análisis personal a lo largo de un día cualquiera: qué elementos propios o del exterior me alteran; qué emociones me generan; cómo las identifico y de qué forma las manejo. Tomar nota de esas emociones que se repiten y revisar qué efectos provocan en mi persona. Recordando, además, que esos estados anímicos silvestres tienen también consecuencias en nuestra salud.

Contra el ritmo que imponen los tiempos actuales, es menester que, como escultores de nuestra existencia, vayamos un paso adelante, diseñando modos de percibir y de responder frente a lo que nos sucede. Primero que nada, que nuestros niños aprendan desde pequeños a identificar y encauzar sus emociones; que hallen maneras proactivas y divertidas de entretenerse, y que alcancen a medir las consecuencias que podrían tener algunas de sus acciones. Es responsabilidad de nosotros, los adultos, ayudarles en esa tarea formativa, y hacerlo -fundamentalmente- a través de nuestro modo de actuar. Recordemos que la educación en casa, más que de los discursos, proviene del ejemplo que damos a los hijos.

Como dijera Pitágoras de Samos: Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres.

https://contraluzcoah.blogspot.com/.

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Escrito en: columnas Editorial

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