COMO PALOMITAS DE MAÍZ
La adquisición de conocimiento ha sido, sin lugar a duda, una actividad humana que nos permite crecer. Se ha documentado desde la tradición oral de la antigüedad remota, pasando por expresiones como la pintura mural, los jeroglíficos y papiros, para llegar a los amanuenses, y luego dar un brinco enorme en el siglo quince, cuando el surgimiento de la imprenta en Occidente marca un antes y un después para la transmisión de conocimientos.
Con la aparición de obras escritas, inicialmente consultadas en templos del saber, entiéndase bibliotecas, hasta el surgimiento de libros con portabilidad, que el lector interesado podía llevar con él, tanto la ciencia como el arte fueron capaces de crecer en forma exponencial. Las cosas evolucionaron así por mucho tiempo, las bibliotecas públicas permitían el acceso a obras universales, en tanto las colecciones particulares proveían de un sello personal a los grandes lectores, mientras las librerías florecían.
Surgió la tecnología computacional, en un principio con aquellos enormes discos duros del tamaño de un rinoceronte, a los que solamente los privilegiados tenían acceso. Además, era necesario contar con conocimientos de programación para su manejo. Ya en la segunda mitad de los años setenta y principios de los ochenta el concepto se simplifica, para dar entrada a lo que hoy conocemos como computadoras personales. Fuimos perdiendo el temor para manejarlas y comenzamos a asomar la cabeza a un mundo nuevo: la Internet. Un recurso diseñado originalmente para usos militares, al filo de los noventa, con el advenimiento de los códigos http y HTML, nos permitió, con un solo clic, incursionar en la red y transportarnos en tiempo y espacio.
Los siguientes treinta años vivimos en una comodidad tecnológica muy agradable. La información nos llegaba a un ritmo que nos permitía asimilarla sin mayores problemas, hasta el surgimiento de la pandemia por COVID, año 2020, que nos obligó a una reclusión forzada con una expansión de recursos digitales para comunicarnos, conseguir productos de primer orden y apoyarnos unos a otros. La educación pasó de las aulas a las pantallas, y pronto aprendimos a colocar nuestras vidas en un entorno virtual con tal de sobrevivir.
Me parece que ese fue el punto de inflexión para el surgimiento de personajes que se integraron al imaginario colectivo mundial: "influencers", "youtubers" y demás, que proliferaron como setas en primavera, por todos lados, con distintos estilos. Las tendencias cambiaron, ahora cualquier internauta, con unas cuantas incursiones en la red, se sentía con autoridad para dar cátedra sobre temas que le apasionaran. Surgieron maestros en medicina, psicología, nutrición, calistenia, tanatología o superación personal… ¡En fin!, buscando un poco podíamos hallar muchos expertos en cualquier tema. Verdaderamente, con una buena cámara, un fondo de pantalla deslumbrante y una labia adecuada, podíamos convertirnos en personajes muy influyentes en la vida de otros, algo así como las palomitas de maíz de microondas, en un par de minutos y ¡hala!, surgía el experto incontrovertible.
Los problemas de este tercer milenio son de todo orden; muchos de ellos con un trasfondo emocional significativo. No es raro, pues, que busquemos soluciones mágicas a lo que nos mortifica. Estamos acostumbrados a la inmediatez, nuevamente a las palomitas de microondas. No nos mostramos tan convencidos de que ciertos problemas personales requieran una solución de raíz, con método, a largo plazo. Ahí es donde los expertos en la red tienen el mayor de los éxitos, proponiendo cuestiones desde medianamente documentadas, hasta absurdas, y en el peor de los casos, peligrosas. Una vez que un personaje tal ha ganado suficiente número de seguidores, estos últimos creerán a pie juntillas lo que su maestro aconseje, seducidos por su sola presencia, al margen de datos duros que puedan indicar los peligros de llevar a cabo tal o cual cosa aconsejada por el gurú. Casos ha habido muchos y muy variados, a lo largo y ancho del mundo.
Es paradójico descubrir que en estos tiempos en que el acceso a los conocimientos más amplios es absoluto, sean tantas las veces en que regimos nuestra vida a partir de creencias sin fundamento real, atendiendo las indicaciones de un personaje, seguramente con buenas intenciones, pero sin la base de conocimiento para sustentar sus dichos. Ahora, que con un clic tenemos acceso a las grandes obras de la literatura universal, nos limitamos a pódcast muy subjetivos, cuyos postulados podrían ser rebatidos a la primera de cambios por un verdadero experto. Parece que nos arrulla el canto de las sirenas, dejando de lado la extraordinaria capacidad de razonar que nos distingue en el universo. ¡Ojo, entonces!
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