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Corona criminal

ÁTICO

En México ya es imposible distinguir entre espectáculo y política, entre crimen y economía, entre Estado y redes mafiosas. México pierde a diario.

Ni siquiera la recién coronada Miss Universo -la tabasqueña Fátima Bosch- logró brillar sin que el resplandor se viera ensombrecido por la sospecha. México ya no produce escándalos aislados: produce inventarios. Y el certamen de belleza convertido en tormenta política es un espejo perfecto del país que hemos llegado a ser. Bosch no sólo carga la banda; carga un entramado familiar que conecta Senado, Morena, Pemex e INDEP. Su tía al frente del instituto encargado de administrar bienes decomisados; su hermano en el Senado; su padre investigado por enriquecimiento ilícito; y Pemex -empresa del Estado- felicitándola antes que nadie con un entusiasmo que dice más de política que de patriotismo.

Del otro lado, el empresario Raúl Rocha Cantú: copropietario de Miss Universe, dueño del Casino Royale -escenario de 52 muertes-, exonerado penalmente, convertido después en proveedor de Pemex mediante un contrato de 745.6 millones de pesos. Tres jueces renunciaron denunciando presiones directas: uno asegura tener grabaciones donde un miembro del jurado le dice que "si gana Miss México, es lo mejor para nuestro negocio". Cuando el jurado huye, cuando hay grabaciones, cuando hay contratos enlazados, cuando los vínculos políticos son tan visibles que ya ni se esfuerzan en disimularlos, la sospecha deja de ser rumor para convertirse en evidencia acumulada.

Lo devastador no es el escándalo. Es la normalidad del escándalo. Es la facilidad con la que México puede convertir incluso un triunfo internacional en otro capítulo delictivo: el de la economía criminal que se ha ido expandiendo mientras el Estado se encoje, se distrae o participa. Basta revisar los datos recopilados por el World Justice Project: México cae en Estado de Derecho, cae en percepción de corrupción, cae en rendición de cuentas. Caemos tanto que ya parecemos instalados en la caída libre.

Cada semana los hallazgos son más alarmantes. La investigación "Soldados del huachicol" publicada por Aristegui Noticias detalla cómo patios, ferrotanques y empresas completas operan cadenas de suministro paralelas para el robo de combustible. No se trata sólo de un par de mandos de Marina involucrados; es un ecosistema robusto, lubricado, aceitado. Es una red civil-empresarial-militar que opera como si hubiera recibido franquicia oficial. Y mientras el Estado asegura que el robo de combustible "va a la baja", las cifras -y los ductos perforados- cuentan otra historia.

La economía criminal se expande porque puede, porque la impunidad asegura la inversión. Como describe Luis de la Calle en La economía de la extorsión, ya no existe actividad económica que esté exenta de ser exprimida: el transporte, la agricultura, la construcción, los pequeños comercios, los mercados, los bares, los restaurantes. Cada día, millones de mexicanos navegan entre el "viene viene" convertido en renta informal, la llamada fraudulenta de la mañana, la oferta de trabajo inexistente al mediodía, la extorsión explícita por la tarde, la página de boletos clonada por la noche. Tres a cinco intentos de estafa diarios, como mínimo. Una coreografía de abusos que ya forma parte de la vida cotidiana.

Y mientras la economía criminal crece, la economía formal se estanca. Los últimos datos del INEGI muestran un trimestre de caída, prácticamente sin impulso, sin dinamismo, sin motor interno. Aun así, Claudia Sheinbaum insiste en que el crecimiento "no importa"; que lo relevante son las transferencias sociales. Pero no es posible sostener el modelo económico actual -basado en subsidios, apoyos y expansiones presupuestales- sin crecimiento económico real. No porque lo diga el FMI; porque lo dicta la aritmética. A eso se suma la presión de empresarios, sindicatos, políticos estadounidenses que buscan endurecer el T-MEC y utilizar la inseguridad como palanca de presión en la renegociación.

A diario México pierde. Pierde con fugas, mordidas, extorsiones, ductos perforados y facturas falsificadas. Pierde con los criminales de siempre y los nuevos vestidos de verde olivo. Por eso lo ocurrido con Miss Universo no es sólo una anécdota embarazosa. Es una corona criminal, colocada sobre la cabeza de un México donde ya es imposible distinguir entre espectáculo y política, entre crimen y economía, entre Estado y redes mafiosas. Ganamos un certamen de belleza, pero la corona que nos colocaron no es de diamantes. Es de latón.

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