La corrupción es un fenómeno complejo y grave por sus efectos devastadores para la convivencia social.
Fueron los escándalos de corrupción los que marcaron definitivamente el declive del gobierno de Peña Nieto, cuyo sexenio había iniciado con bombo y platillo presumiendo los acuerdos del Pacto por México. La superficialidad de su administración y la creciente percepción de una corrupción generalizada dieron al traste con toda expectativa política para su gobierno y marcaron el sino del priismo.
López Obrador llegó al poder haciendo del combate a la corrupción una de sus principales banderas. "La corrupción se barre de arriba abajo", decía, y si los que mandan son honestos, todos sus subordinados lo serán también, en lo que ya se avizoraba era una demagógica y simplista concepción de un fenómeno largamente arraigado y ominosamente difundido.
Al final, a pesar de las cotidianas afirmaciones de López Obrador en el sentido de que ya se había terminado la corrupción, a pesar de haber agitado en incontables ocasiones su pañuelo blanco (triste símbolo del presunto fin de ese fenómeno) y a pesar del fanatismo de sus acólitos que siguen creyendo que con su presidencia la corrupción se acabó milagrosamente, hoy es evidente que la corrupción no sólo no se liquidó, sino que alcanzó a infectar a actividades y a corporaciones públicas que, mal que bien, habían logrado hasta entonces eludirla.
La corrupción, se quiera o no y aunque se insista en negarlo por parte del oficialismo, se ha vuelto también un fenómeno endémico del morenismo en el poder y a ello han contribuido dos fenómenos principalmente: por un lado, la destrucción de los sin duda precarios e insuficientes mecanismos de transparencia y de vigilancia que se habían venido construyendo, pero que habían representado importantes pasos para evidenciarla y confrontarla y, por otro lado, la entronización de una nueva burocracia inexperta e incapaz que, empoderada como nunca había imaginado, se asume intocable por su mera cercanía ideológica o política a López Obrador y su movimiento.
Aunque endebles y deficitarios, los instrumentos de rendición de cuentas que existían, en particular los mecanismos de transparencia, lograron evidenciar una serie de escándalos de corrupción que ocurrieron en los gobiernos pasados; incluidos, entre muchos otros, el caso del "toallagate" de Fox, las compras con sobreprecios a cargo de García Luna, o la adquisición de la "Casa Blanca" por parte de Peña Nieto y su familia.
A pesar de ello, o más bien precisamente por ello -porque representaba un riesgo para la corrupción del obradorismo-, López Obrador se empeñó en destruir esos mecanismos (empezando por el INAI) y a darle al gobierno la responsabilidad de transparentar la información pública. La tragedia es palpable: a principios de agosto Artículo 19 reveló que, a menos de tres meses de haber iniciado funciones "Transparencia para el Pueblo", había desechado el 99.6% de los recursos de revisión presentados por ciudadanos para impugnar las negativas de entrega de información pública. Por otra parte, los gobiernos morenistas se empeñaron en desmantelar los precarios logros que se habían conseguido para tratar de construir un servicio civil de carrera en el gobierno, para asignar los cargos públicos a partir de relaciones políticas, partidistas, personales y hasta familiares y no por los méritos y capacidades de los funcionarios -un fenómeno que ciertamente no es nuevo, pero que con el obradorismo se ha agravado-. Ello ha generado una burocracia ineficiente -una manera en la que también se expresa la corrupción- y en muchos casos voraz, como lo demuestran casos que han sido denunciados públicamente y que el gobierno ha tratado de ocultar, minimizar o bien acusado de ser maquinaciones de la "derecha" y de la "prensa vendida", como Segalmex, los sobreprecios en las obras insignia del gobierno, o los que involucran a familiares del López Obrador o de sus circuitos cercanos, por ejemplo.
Incluso hoy se han evidenciado nuevos tipos de corruptelas (como el huachicol fiscal) que antes de los gobiernos morenistas no existían y que han involucrado a altos circuitos de decisión de instituciones que, hasta ahora, habían logrado sortear la mácula de la corrupción (como la Marina), lo que prueba que ésta no sólo no se ha acabado, sino que está más vigente que nunca.