La jornada de caos y violencia que vivió este martes la ciudad de Río de Janeiro constituye una trágica confirmación de lo que advertimos en nuestro Informe de Riesgo Político América Latina 2025: el crimen organizado se ha convertido en el principal riesgo político y de gobernabilidad de la región.
La operación contra el Comando Vermelho (CV), el segundo grupo criminal más poderoso de Brasil, revela el grado de erosión del monopolio estatal de la fuerza en vastas zonas urbanas latinoamericanas, así como la creciente capacidad de los grupos criminales para comportarse como poderes paralelos al Estado. El CV y su rival, el Primer Comando de la Capital (PCC), son apenas la punta del iceberg de una tendencia continental.
Desde México hasta Ecuador, pasando por Colombia, Perú, Paraguay, Venezuela o Brasil, el crimen organizado ya no es un fenómeno delictivo, sino político: controla territorios, dicta normas locales, administra "justicia" paralela, recauda "impuestos" y sustituye al Estado en la provisión de orden.
En Brasil, un estudio reciente de la Universidad de Cambridge estima que uno de cada cuatro ciudadanos (unos 50 millones de personas) vive en áreas bajo influencia de grupos armados que imponen su propia ley. Estos grupos combinan el narcotráfico, el contrabando de armas, la extorsión, el transporte ilegal, la trata de personas y, cada vez más, actividades de "gobernanza criminal": mediación de conflictos, castigos, seguridad privada y control social.
Lo que se observa en Río de Janeiro -granadas lanzadas por drones, comunicación cifrada, redes de inteligencia y coordinación logística- ilustra el salto cualitativo de estas organizaciones a una sofisticación militar y tecnológica inédita. Ya no se trata de bandas improvisadas, sino de estructuras empresariales criminales con jerarquías, franquicias, sistemas contables y presencia transnacional.
El efecto de este tipo de violencia es devastador para la gobernabilidad democrática. Primero, socava la legitimidad del Estado: las comunidades afectadas, mayoritariamente pobres, negras y periféricas, se sienten abandonadas y desconfían tanto de la policía como de las instituciones.
Segundo, erosiona el tejido social: el miedo, la extorsión y las balas perdidas se vuelven parte de la vida cotidiana. Tercero, debilita la economía y la inversión: las empresas operan bajo extorsión o se retiran, el turismo se retrae y el gasto público se destina crecientemente a seguridad reactiva, no a desarrollo. Cuarto, la peligrosa y creciente penetración del dinero del crimen organizado y del narcodinero en el financiamiento de la política y de las campañas electorales. El resultado es un círculo vicioso de descomposición institucional: Estados que no controlan su territorio, fuerzas policiales insuficientes o infiltradas, sistemas judiciales saturados y comunidades atrapadas entre dos fuegos.
La crisis actual que sufre Río de Janeiro debe ser leída como una advertencia continental: sin políticas integrales que combinen seguridad, inteligencia, inclusión y desarrollo, la región seguirá viviendo episodios de guerra urbana que minan su legitimidad y su futuro. El crimen organizado es actualmente el riesgo político número uno en la mayoría de los países de nuestra región.
La tragedia de Río de Janeiro es el espejo de una región donde los grupos criminales se han convertido en actores políticos de facto, con poder de veto sobre el Estado, influencia territorial y capacidad de captura institucional, y donde millones de ciudadanos viven bajo su dominio, pagando el precio más alto: el de la ausencia del Estado y la normalización de la violencia... La gobernabilidad democrática en América Latina está en juego no solo en las urnas, sino en las calles, los barrios y las fronteras donde el Estado es cada vez más desafiado por grupos del crimen organizado.