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De crítica y misoginia

JESÚS SILVA-HERZOG

A Claudia Sheinbaum se le podría acusar de cometer violencia política de género por lo que ha dicho sobre Claudia Sheinbaum. Cuando la presidenta pide mantener la cabeza fría, en realidad propaga estereotipos de género que deben ser condenados. Aunque no se percate de ello, hay misoginia profunda al hacer referencia a la frialdad, al hablar del liderazgo femenino (del suyo) como si fuera propio de una persona insensible, una máquina calculadora e inhumana. Durante siglos así se han referido los machos a las mujeres con ambición. Más aún, cuando define su proyecto político como un segundo piso, cuando le rinde homenaje constantemente a un hombre, cuando subraya machaconamente la lealtad al proyecto de ese mismo señor, se subordina implícitamente a un macho. Misoginia contra sí misma.

Tal parece que subrayar el cálculo estratégico de la presidenta, reconocer su disciplina profesional y emplear para ello el mismo calificativo que ella usa para describir su tarea más compleja implica desprecio a la presidenta por el hecho de ser mujer. No una crítica que merece réplica si es infundada, excesiva, incoherente, sino un acto de odio que exige condena. Eso parece implicar la crítica que recibió mi artículo de la semana pasada en una plataforma multinacional muy cercana al oficialismo. El haber empleado la misma fórmula que usa la presidenta para describir la manera en que ha encarado el desafío de Trump, me ha valido el calificativo de misógino. ¿Cuántas veces hemos escuchado a Sheinbaum insistir en su política de cabeza fría frente a Trump? No solamente lo ha dicho, sino que, en efecto, ha sostenido esa política de continencia. No ha saltado a pelearse en el ruedo, no ha reaccionado por reflejo. Ha sabido esquivar provocaciones y manejar sus tiempos. Ha sido una postura sensata y, ante la gravedad de las amenazas del norte, razonablemente eficaz.

Mi argumento es que las prendas que ha empleado para capotear al agresor son las mismas que utiliza para consolidar el régimen autoritario. Con visión estratégica, con acciones precisas, a través de los instrumentos adecuados solidifica el régimen antipluralista.

Sorprende también que en esa misma cápsula de La Base América Latina se cuestione al crítico por tratar de identificar continuidades y distanciamientos entre la presidenta y su antecesor. Se me acusa de misógino porque hacer esa comparación implicaría que no considero a la presidenta por sus propios méritos sino como instrumento del señor que le entregó la banda presidencial. La acusación es absurda: un gobierno que se promueve como carta de continuidad merece ser examinado en esos términos. Si el heredero hubiera sido Adán Augusto López o Marcelo Ebrard, ¿no estaríamos también desmenuzando continuidades y separaciones? La acusación de misoginia es la forma más elemental de rehuir la discusión que hay que tener sobre los estilos y las consecuencias del liderazgo de Sheinbaum; sobre sus decisiones y el peso de la inercia. Sheinbaum es la presidenta que más ha insistido en su lealtad al pasado inmediato. Ese discurso de continuidad dice mucho, pero mucho esconde también. No creo en la caricatura de Sheinbaum como una calca y me parece necesario tratar de identificar, detrás de sus palabras, lo que es nuevo en su liderazgo. ¿Podría entenderse la presidencia de Sheinbaum sin hacer referencia a las herencias e imposiciones del gobierno anterior? ¿Hay misógina cuando se intenta calibrar el sentido de ese mando?

Tiene gracia el que, a las periodistas que me llaman misógino les ofenda la etiqueta de "autoritarismo de cabeza fría" que aparece en título de mi artículo por el calificativo y no por el sustantivo. Les ofende que haya utilizado un atributo que la propia presidenta emplea constantemente para ensalzar su estrategia. Pero no les incomoda la descripción del rumbo básico de su política como autoritarismo.

El asunto es relevante. La carta de género está siendo utilizada para bloquear el debate público, para cancelar voces críticas, para minar el lenguaje. La crítica a la presidenta debe severa. El mismo rigor, la misma exigencia que a cualquier gobernante. La única prueba que debe pasar la crítica es la de la universalidad. Inadmisible cuestionar en la mujer que gobierna aquello que no se cuestionaría en el hombre que gobierna.

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