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De política y cosas peores

ARMANDO CAMORRA

Antes del matrimonio ella le pedía a él: “¡No acabes!”. Ahora, después del matrimonio, le dice: “No empieces”. Un jugador de futbol soccer se casó. La noche de las bodas procedió a consumar las anheladas nupcias. Cuando ya lo hacía esposa lo empujó. “¿Por qué me empujas?” -se desconcertó el futbolista. Respondió ella: “Estás fuera de lugar”. Un amigo mío me dice: “¿Cómo es posible que mi perro tenga un derecho que no tengo yo?”. Le pregunto: “¿Qué derecho es ése?”. Responde: “El derecho a una muerte digna”. Seguidamente explica: “Cuando un perro llega a viejo y padece los achaques y dolores que con los años vienen, o sufre un mal que lo incapacita y le causa sufrimiento, su amo -es decir su amigo- hace que un veterinario ponga a dormir al perro, como se dice en término eufemístico. Hacer eso es una muestra más de amor entre las muchas que su dueño le brindó al querido compañero a lo largo de su vida, que al final transcurría entre el dolor insoportable y la inhabilitación total. Ese derecho, el de acabar la vida cuando ésta ya no es vida, la tienen los animales: los perros, los gatos, los caballos. Y pregunta mi amigo: “¿Por qué yo no tengo ese derecho?”. Luego me da a leer una nota del periódico Reforma donde se informa que en Uruguay se aprobó recientemente una ley de Muerte Digna. Ahora en ese país, “después de un reflexivo y extenso debate en el senado”, se permite la eutanasia bajo ciertas condiciones. Ciertamente el tema en cuestión da origen a discusiones de todo orden, por las muchas aristas que presenta. Se dirá que no es lo mismo acabar con la vida de un animal que terminar la de un ser humano. Y es cierto: la muerte digna de un humano sería fruto de su libertad, un don del cual el animal carece. Sería aplicable aquí el célebre monólogo de Segismundo en “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca. Prisionero sin saber por qué, el personaje se pregunta una y otra vez cómo es que el ave, el bruto, el pez, y aun el arroyo, son libres, siendo que él tiene más alma, mejor instinto, más albedrío y más vida que ellos. Pues bien: hay ocasiones en que el cuerpo de una persona se vuelve su cárcel, y por tanto es obra de bien ayudarle a salir de ella a fin de que cesen sus fatigas y dolores. Fue lo que hizo el legislador uruguayo al emitir esa ley de Muerte Digna. La oposición a la eutanasia se basa principalmente en argumentos de orden religioso. Por los mismos motivos se prohibió alguna vez dar sepultura en tierra consagrada a los suicidas, incinerar los cadáveres, aceptar el divorcio o admitir la teoría de la evolución de Darwin. Cualquier consideración religiosa queda nula ante el dolor de quien es víctima de una enfermedad incurable y terminal que hace a quien la sufre desear la muerte y pedir a Dios, en el caso del creyente, que se lo lleve ya con él. Esa súplica han de escucharla los hombres, que están más cerca del que sufre que la divinidad. La eutanasia activa debería ser en México un derecho básico de las personas. Aprobarla no sólo sería una plausible acción jurídica. Sería, sobre todo, un acto de humanidad. Después de la anterior disertación procede ir por caminos de mayor solaz y entretenimiento. El marido regresó a su casa en hora desacostumbrada y halló a su mujer refocilándose con un sujeto que obviamente no era él, pues no tenía el don de la ubicuidad. A la vista de ese penosísimo espectáculo el esposo prorrumpió en justos denuestos tanto contra el canalla follador como contra la infame pecatriz. Ella se justificó: “Recuerda que siempre me has dicho que tú y yo somos el uno para el otro. Tú eres el uno. Éste es el otro”. FIN.

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