Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a cenar a Susiflor, hermosa chica de buenas familias, lectora asidua de monseñor Tihamér Tóth, cuyo libro “Pureza y hermosura” sabía casi de memoria. La púdica doncella rechazó la salaz invitación: “No puedo salir con un perfecto extraño”. “Eso no aplica en mi caso -replicó el tal Pitongo-. Estoy muy lejos de ser perfecto”.
“Qué buen chiste contaste anoche, yerno -le dijo a Capronio su suegra-. Por poco me muero de la risa”.
“Haberlo sabido -refunfuñó el ruin sujeto-. Habría contado otro mejor”. En la merienda de los jueves doña Clotalda intrigó a las asistentes cuando declaró: “A mi marido le digo ‘El repartidor de pizzas’”. Preguntó una: “¿Por qué le dices así?”. Explicó doña Clotalda: “Tarda mucho en hacer las entregas, y casi siempre se equivoca de lugar”. La palabra latina nepos tiene mal sonido y peor significado. A más de nombrar a nietos y sobrinos designa también al dilapidador. De ese vocablo deriva “nepotismo”, término cuya definición por la Academia es expresiva: “Utilización de un cargo para designar a funcionarios o amigos en determinados empleos o concederles otros tipos de favores, al margen del principio de mérito o capacidad”. Un cierto gobernante cuyo nombre no diré porque aún tiene familiares vivos -algunos demasiado vivos- le preguntó a su secretario particular, hombre de ingenio, si no se vería mal que nombrara a un primo suyo para ocupar un alto puesto en su administración. “Uh, gobernador -respondió el secretario-. Que no te apure eso. Mira lo que hizo Nuestro Señor Jesucristo. Se llevó al Cielo en cuerpo y alma a su mamá. A su papá lo hizo santo, lo mismo que a todos sus amigos y amigas. A San Pedro, uno de sus cuates, le dio el cargo de primer Papa de la Iglesia. ¿Y te preocupa a ti darle una chamba a tu primo?”. Viene a cuenta el cuento porque nunca en mi larga vida de reseñador del batidillo político había visto tan flagrante, rampante e insultante nepotismo como el que surgió en el tiemplo de AMLO y que aparece actualmente en su secuela. Hijos, hermanos (carnales y postizos), parentela en general y una copia de contlapaches y demás allegados -en este caso “copia” significa abundancia de algo, muchedumbre- se han enriquecido hasta el extremo de la obscenidad al amparo del demagógico caudillo que alardeó de austeridad republicana y honestidad valiente. México, donde la corrupción es mal endémico desde que los peninsulares empezaron a hablar en tiempos de la Colonia de “el unto mexicano”, o sea la mordida-, México, digo, se ha convertido en un cochinero donde prácticamente cada día se sabe de un nuevo rico -o rica- cuyo dinero no procede de su trabajo honrado sino de sus muy deshonrosos latrocinios. Antes había comaladas sexenales de millonarios. Ahora esas comaladas son casi cotidianas. El señor y su esposa, mexicanos avecindados desde hace muchos años en Picadillo, Texas (se pronuncia “Picadilo”), consiguieron al fin la ciudadanía americana. Al salir de la sala donde prestaron el juramento de rigor ella le dijo a él: “Ya somos americanos. En adelante tú lavarás los platos, y las raras veces en que tengamos sexo yo me pondré arriba”. Gerineldo les contó a sus amigos en el bar Ahúnda: “Llegué anoche a mi casa en horas de la madrugada. Al abrir la puerta vi a mi esposa. Vestía sólo un brassiére de media copa rojo; pantaleta crotchless del mismo color; medias de malla negra con liguero y zapatos rojos de tacón aguja”. “¡Fantástico!” -exclamó uno de los amigos. “Ni tanto -masculló, mohíno, Gerineldo-. Ella también iba llegando a la casa”. FIN.