“Estaba yo en mi estudio viendo una película pornográfica, y de repente entró mi esposa”. Eso les contó, desolado, don Leovigildo a sus amigos.
Uno de ellos trató de reanimarlo: “Ya se le pasará el enojo”. “No -replicó el apesadumbrado señor-. De repente entró mi esposa en la película”. Sherlock Holmes y el doctor Watson se hallaban en la estación Victoria. El famoso detective señaló a una pasajera y dijo: “Esa mujer acostumbra fumar en la cama, ronca como dinosaurio con sinusitis y se levanta al mediodía”. “By Jove! -exclamó el doctor Watson, admirado-. ¿Todo eso puede usted decir de aquella mujer con solo verla?”. Respondió Sherlock Holmes: “Estuve casado con ella”. A las muchas calamidades que por estos días afronta, la Presidenta Sheinbaum hubo de añadir una más: el video difundido por López Obrador para presentar su libro de grandioso título: “Grandeza”. Más que presentación bibliográfica esa larguísima comparecencia fue un mensaje político paternalista, condescendiente y aun machista. En su perorata ofreció AMLO, generosamente, no hacerle sombra a su sucesora, con lo cual se declaró capaz de ensombrecerla. Ningún presidente ha dicho eso en relación con quien lo sucedió. Negó luego ser el poder tras el trono, evidencia de que se ha dicho de él que es el poder tras el trono. Nadie podrá negar que el caudillo de Morena tiende al egocentrismo, y algunos advertirán en él señales de megalomanía. Al hablar de “la Cuarta Transformación”, su emblema, AMLO se está equiparando a los autores de las otras transformaciones nacionales: la de Hidalgo (que, dicho sea de paso, no transformó nada), la de Juárez y la de Madero. Ciertamente la presidenta Sheinbaum ha sido incapaz de liberarse del poderoso influjo de su predecesor, y se ve obligada a mantener en sus cargos a los contlapaches del tabasqueño, principalmente al incomodísimo Adán Augusto López, a quien muchos quisieran ver ya en el dorado exilio de una embajada. O en bajada. Ojalá López Obrador autorizara a la Presidenta a hacer esa designación, esperada por una ciudadanía harta de impunidades y amiguismos. Todos reconocemos las buenas intenciones de la doctora Sheinbaum, pero de buenas intenciones está pavimentado el Palacio Nacional. Se llamaban Pancho, Jacinto y José. Eran robustos mocetones en flor de edad originarios y vecinos de Cuitlatzintli, rústico lugar.
A los viajantes de comercio que pasaban por el pueblo habían oído hablar de una casa de mala nota, burdel, congal, mancebía, ramería o lupanar de la ciudad, y entraron en deseos de conocer tal establecimiento. Algo les faltaba para ir los tres a visitarlo: dinero. Pero bien dijo Gil Blas de Santillana: la necesidad aguza el ingenio. Juntaron sus ahorros, echaron suertes, y así uno de ellos pudo hacer el viaje, con el compromiso de relatar sus experiencias a los otros dos. Cuando el afortunado regresó se juntaron los tres, y el viajero les narró a sus amigos lo que había visto. “¡Qué casa! -comenzó-. Pisos de mármol, cortinas de brocado, candiles. No hay nada igual en Cuitlatzintli. Y ¡qué mujeres! Rubias, morenas, pelirrojas. No hay nada igual en Cuitlatzintli.
Y la que me tocó, y yo a ella, ¡qué monumento! Alta, esbelta, cabellera bruna, senos de marfil, grupa de potra arábiga. No hay nada igual en Cuitlatzintli.
Y la habitación donde estuvimos. ¡Qué habitación! Alfombra mullida, espejos en las paredes y en el techo, jacuzzi, cama redonda con colchón de agua. No hay nada igual en Cuitlatzintli”. Quedó en silencio el relator. “¿Y luego? ¿Y luego?” -lo acuciaron ansiosamente los amigos. Dijo el tipo: “De ahí en adelante todo fue igual que en Cuitlatzintli”. FIN.