Denunciar agresión escolar: la ruta del desgaste y la revictimización
Su hija tiene 11 años y antes de que terminara el quinto grado de primaria, Ana (nombre ficticio) se vio obligada a sacarla del instituto. Nunca imaginó que su niña formaría parte de las estadísticas de acoso escolar en Coahuila, estado en donde tan sólo, según el Informe Anual sobre Acoso Escolar, en el 2024 se registraron 75 casos.
Ana tampoco pensó que denunciar este tipo de agresiones resulta un calvario. Aunque en Coahuila existe desde 2015 la Ley para la Prevención, Atención y Control del Acoso Escolar, cuyo objetivo es prevenir y erradicar la violencia en instituciones educativas públicas y privadas, en la práctica, señaló la madre de familia afectada, no se aplican protocolos ni acciones inmediatas que garanticen el bienestar de las niñas y niños que sufren acoso.
Ante la desesperación de enfrentarse a una institución lagunera educativa omisa y también a autoridades distantes de las voces de las víctimas, Ana decidió compartir su testimonio a este diario.
Asimismo, Ceci, otra madre de familia, habló de una realidad alterna: cuando la agresión no la ejerce el alumnado sino la misma institución educativa. En su caso, la escuela donde estudiaba su hijo ejerció “un claro acto de discriminación” ante la omisión y la falta de protocolos de atención de las autoridades competentes.
Para profundizar en el fenómeno, este diario también consultó a Gabriela Aguilar, psicóloga especializada en acoso escolar, quien aportó algunos puntos claves para comprender las dinámicas de la violencia escolar y sus efectos en las niñas, niños y adolescentes.
Cabe señalar que, aunque se solicitó información a la Coordinación de Servicios Educativos Región Laguna sobre los protocolos vigentes para reportar acoso escolar en Coahuila, y se intentó en múltiples ocasiones concretar una entrevista con el área jurídica de la Secretaría de Educación de Coahuila (a través de Samantha Escobedo Martínez, titular de la Dirección de Producción de Medios Educativos) ninguna autoridad accedió a brindar datos o hablar al respecto.
ME ARREPIENTO NO HABERLA SACADO DE INMEDIATO
Aquí el testimonio narrado por la misma Ana, una madre atravesada por la violencia escolar:
Mi hija tiene 11 años y cursaba quinto de primaria. Yo no conocía al niño que la agredió; solo veía que otras mamás se quejaban de él en el chat, pero pensé que era de otro salón porque mi hija nunca me había comentado algo sobre él.
El día del evento de San Patricio la noté extraña al salir. Más tarde, la mamá de un compañero me llamó para decirme que mi hija le había pedido ayuda a su hijo en el recreo porque un niño “le había hecho algo”.
Cuando hablé con mi hija, me contó que, por la mañana, al salir del baño, ese niño la había jalado por detrás y se le había pegado, le hizo lo que conocemos como un “arrimón”. Una maestra vio lo ocurrido; mi hija y sus amigas fueron con la maestra titular para avisarle, y les dijo que hablaría con él. Pero hasta ahí quedó.
Después fui a hablar con la directora. Lo primero que me dijo fue que había una “campaña” de mamás contra ese niño. Yo le aclaré que mi caso era aparte. La maestra titular insistía en que mi hija nunca se había acercado a decirle nada, esto a pesar de que las niñas aseguraron que una maestra había visto todo lo que pasó.
Al no tener respuesta, fui a hablar con el director, quien sólo se limitó a anotar todo en una libreta. Se atravesó Semana Santa y nada avanzó. La maestra testigo negó haber visto algo, y prácticamente me dieron a entender que lo de mi hija “no había pasado”.
Me arrepiento de no haberla sacado de inmediato, pero la veía contenta con sus amigas y confié en que la escuela la protegería. El niño nunca recibió consecuencias; incluso el día en que agredió a mi hija estaba suspendido, y aún así lo dejaron quedarse porque sus papás “no podían cuidarlo”.
Cuando reclamé por qué no activaron ningún protocolo ni habían canalizado a mi hija al área de psicología, fue cuando me ofrecieron la atención. La especialista me dijo que ella veía a mi hija “muy bien”, casi casi como si no hubiera pasado nada.
Aquí, cabe mencionar que en Coahuila está vigente el Protocolo de Sana Convivencia Escolar, el cual, entre otras cuestiones, establece que toda denuncia o sospecha de acoso o discriminación debe atenderse de manera inmediata, aun cuando no se haya comprobado que se trata de bullying. El documento obliga a las escuelas, públicas y privadas, a proteger primero a la víctima, abrir un expediente, recabar testimonios, notificar a las familias, canalizar atención psicológica y dar seguimiento al caso, además de informar a las autoridades educativas. Pero, aunque claro, al menos en el caso de Ana, el protocolo no se activó y pesar de sus dudas y dificultades, decidió que su hija continuara en el siguiente curso.
Lo que hicimos fue solicitar que la cambiaran de salón porque el niño que le había agredido continuaría en esa escuela.
Después, el 13 de octubre ocurrió otro incidente, pero yo me enteré hasta el día 15. Mi hija me contó llorando que ese día el niño que la había agredido y otro compañero, le metieron los dedos por debajo de una silla cuando iba a sentarse. Y también que en otra ocasión, el mismo niño le había dado una nalgada y en la salida jugaban entre ellos a que, si una botella caía parada, uno de ellos le tendría que levantar la falda. La misma dinámica ocurrió: mi hija pidió ayuda, otra vez fueron con maestras… y otra vez no pasó nada.
Cuando la directora habló con ella, le dijo que más bien era su culpa por “no poner límites”. Cuando fui con el director, dijo que este caso era “distinto”, como si no fuera el mismo niño y la misma falla de protección.
Al final, la institución decidió suspender a los niños agresores, pero también a mi hija. En ese momento decidí sacarla de la escuela. ¿A qué me iba a esperar? Ella pidió auxilio dos veces y nunca le hicieron caso, y encima la hicieron sentir culpable.
Busqué apoyo en la Secretaría de Educación. Me atendió Sandi Lomas, quien dijo que el caso sería investigado en 48 horas; ya pasó más de un mes y nada. No me dieron ningún acuse, aunque aseguraron que mi expediente era el número 21. Según ellos, el instituto ya respondió, pero que ahora “todo está en Saltillo”, y me indicaron que no podíamos hacer más que esperar.
Mientras tanto, mi hija parece ser la que recibió el castigo, fue ella la que se quedó sin escuela. Y en ese sentido perdimos la inscripción y el dinero de los libros por los que pagamos ocho mil pesos. Y duele escuchar a Fishburn (Secretario de Educación en Coahuila) o a Flor Rentería (Coordinadora de Servicios Educativos Región Laguna del Estado) hablar de acciones contra el acoso cuando, en realidad, todo se trata de trámites absurdos, dilaciones y una odisea donde, se hace de todo, menos escuchar las víctimas.
CUANDO LA INSTITUCIÓN SE CONVIERTE EN AGRESORA

El testimonio de Ana no es un caso aislado. En Coahuila, la violencia escolar también se expresa cuando la agresión proviene de las propias autoridades educativas.
Ceci es la madre de un niño con diagnóstico dentro del espectro autista. Su hijo estaba por ingresar a primaria en un colegio particular de La Laguna donde ya había cursado segundo y tercero de kínder. Para la familia, el inicio del ciclo escolar, en agosto, que significaba continuidad, pronto se convirtió en exclusión.
El menor asistió a clases del 18 de agosto al 11 de septiembre. Ese día, sin previo aviso y sin una explicación formal, la dirección del colegio le notificó que el niño había sido dado de baja. La razón, según le dijeron, eran “órdenes de la dirección general”.
No era la primera vez que la escuela conocía la situación del menor. Desde su paso del kínder a primaria, Ceci y el padre del niño habían informado que existía un diagnóstico reservado por neuropediatría y que se encontraba en proceso de revaloración neuropsicológica, un procedimiento que, explicaron, requiere varias sesiones y tiempo para obtener resultados.
Aun así, la institución decidió no esperar. Tampoco aplicó ningún protocolo de inclusión, ni realizó ajustes razonables, como lo establece la Ley General de Educación. Dos días después de la baja, el resultado llegó: el niño tenía un diagnóstico de autismo.
En ese sentido, de acuerdo con la citada ley, publicada desde 1996, las escuelas públicas y particulares están obligadas a garantizar una educación inclusiva y a brindar apoyos de educación especial como un área de acompañamiento psicopedagógico para niñas y niños con discapacidad, ya sea transitoria o permanente.
La norma establece que, ante la detección o sospecha de una condición, las instituciones deben realizar ajustes razonables, favorecer la integración del alumno al aula regular y ofrecer orientación y apoyo tanto a docentes como a las familias, bajo principios de respeto, equidad y no discriminación. La ley también es clara al prohibir la expulsión o negativa del servicio educativo por motivos de discapacidad o problemas de aprendizaje, así como cualquier forma de presión para someter al menor a tratamientos médicos específicos como condición para su permanencia.
En el caso del hijo de Ceci, esto implicaba proteger su derecho a continuar en la escuela mientras se realizaba la revaloración clínica, implementar apoyos pedagógicos y garantizar un entorno seguro e incluyente, en lugar de excluirlo de manera anticipada.
“La psicóloga y la directora sabían de la situación. Supongo que para ellas fue más fácil darlo de baja que hacer los ajustes que marca la ley”, relató Ceci.
Ante la expulsión, el padre del menor promovió un amparo indirecto. Un juez federal concedió primero la suspensión provisional y después la definitiva, al considerar que se estaban vulnerando derechos fundamentales del niño: el derecho a la educación, a la no discriminación y al interés superior de la niñez.
El fallo judicial fue claro: aunque se trata de una institución particular, los servicios educativos están regidos por el Estado y corresponde a la Secretaría de Educación vigilar, sancionar y garantizar que se cumplan los protocolos.
La respuesta del colegio fue impugnar. Interpuso recursos legales y se negó a reconocer que había cometido un acto de discriminación.
Mientras tanto, la familia también acudió a la Secretaría de Educación en la Región Laguna. Ahí dejaron constancia del caso, pero durante semanas no obtuvieron respuesta. Les dijeron que, al ser un colegio particular, la dependencia no tenía injerencia.
El propio juez contradijo ese argumento por escrito.
El silencio institucional se rompió sólo después de que Ceci hizo pública su denuncia en redes sociales, durante el informe del gobernador Manolo Jiménez. Minutos después, dijo, recibió un mensaje para tener una cita con Flor Rentería, Coordinadora de Servicios Educativos Región Laguna del Estado.
En la reunión, lejos de encontrar respaldo, Ceci fue recriminada por haber visibilizado el caso. La mediación terminó por cancelarse cuando la directora del colegio mantuvo su negativa y, según el testimonio de la madre, la agredió verbalmente dentro de las propias oficinas de la Secretaría.
Días después, las autoridades educativas informaron que habían solicitado al colegio readmitir al menor. Pero para la familia la decisión llegó tarde.
“Lo estaban haciendo obligados, no porque reconocieran que se equivocaron”, explicó Ceci.
Antes de la expulsión, dijo, su hijo ya había enfrentado comentarios y actitudes discriminatorias por parte de directivos y personal del colegio.
Hoy, el caso también se encuentra ante instancias de derechos humanos y en el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred). Para Ceci, la experiencia dejó una certeza compartida con otras familias.
“Cuando un padre denuncia, se enfrenta no sólo a la escuela, sino a un sistema que protege a las instituciones antes que a los niños. Nos dicen que por ser colegios particulares pueden hacer lo que quieran, y no es verdad. Están obligados a cumplir la ley”.
Como Ana, Ceci coincide en que el camino para denunciar es sinuoso, desgastante y profundamente desigual. Y que, mientras no existan sanciones claras, otros niños, como su hijo, seguirán quedando fuera del aula.
“Lo único que pedimos es que se escuche a nuestros hijos y que se respeten sus derechos”, finalizó la madre de familia para este reportaje.
UNA MIRADA PSICOLÓGICA
Para comprender los efectos emocionales que viven niñas y niños cuando denuncian agresiones dentro de la escuela, y especialmente lo que ocurre cuando la institución responde con indiferencia o negación, este medio consultó a Gabriela Aguilar Salas, psicoterapeuta infantil y de adolescentes con experiencia en casos de agresiones escolares.
Aguilar explica que, aunque las señales varían según cada menor, suele haber patrones que deberían alertar tanto a padres como a docentes. “Una de las primeras señales puede ser la resistencia a seguir yendo a la escuela”, comentó.
“Pero no es la única. También vemos cambios en su conducta habitual: niñas y niños que eran expresivos o sociables empiezan a retraerse, a mostrarse irritables, más sensibles, o simplemente de mal humor. A veces también baja su rendimiento escolar”.
La especialista explicó que, como en el caso de la hija de Ana, cuando un menor decide pedir ayuda y la escuela minimiza o niega los hechos, el daño emocional se profundiza.
“Lo primero que aparece es la frustración”, señaló Aguilar. “Pero también hay un riesgo fuerte: que el niño o adolescente deje de expresar lo que siente o necesita, porque ya experimentó que no lo escucharon”.
Ese silencio impuesto, agregó, se convierte en una forma de invalidación. “Surge el sentimiento de soledad, de desesperanza. Si al momento de pedir ayuda no la reciben, aprenden que no vale la pena hablar”.
En ese sentido, dijo, el daño no es sólo emocional: también se vuelve una condición de riesgo. “El acoso escolar es sistemático, repetido en el tiempo. Cuando no hay intervención, el menor queda expuesto una y otra vez. Se sienten indefensos porque no hay adultos que rompan ese ciclo”.
Aunque, como ya se informó, en Coahuila existe desde 2015 una ley para prevenir y atender el acoso escolar, Aguilar coincide en que la falta de protocolos claros impacta directamente en la víctima.
“El sentimiento de indefensión se vuelve constante. A veces estos menores desarrollan personalidades más inseguras, ansiosas o retraídas. Incluso pueden terminar relacionándose en entornos donde normalizan la agresión”.
Aguilar mencionó que el protocolo ideal en un punto clave es la escucha inmediata. “A partir de ahí se debe activar el protocolo: informar a los padres, investigar el entorno, hablar con los involucrados y canalizar la atención psicológica tanto a la víctima como al agresor”.
La investigación, puntualizó, corresponde a directivos y docentes, quienes deben recopilar testimonios y evaluar la dinámica del aula. Cuando hay intervención externa, el terapeuta también contribuye con observaciones que orientan la acción de la escuela.
Sobre el por qué las escuelas siguen minimizando los casos de acoso, la profesional consideró que parte del problema es conceptual. “No todo conflicto es bullying, pero todo conflicto debe atenderse”, aclaró.
“Para activar un protocolo de acoso escolar, debe haber repetición y una dinámica sostenida. Pero incluso cuando no se considera bullying, la agresión debe investigarse. Muchos directivos no tienen las herramientas ni la formación para manejar estos casos. Por eso prefieren resolver internamente, minimizar o simplemente negar”.
Consultada sobre la situación actual en la región, Aguilar fue contundente: “El acoso es un problema frecuente y puede ir en aumento si los adultos seguimos sin asumir la responsabilidad de acompañar a nuestros hijos. A veces creemos que porque son adolescentes ya no nos necesitan. Y es al revés: necesitan más acompañamiento, pero equilibrado, sin invadir su autonomía”.
Hasta aquí se puede escribir que los casos de Ana y Ceci evidencian que el problema no es la falta de leyes, sino su incumplimiento. Mientras las escuelas y autoridades sigan reaccionando tarde o no reaccionen, denunciar acoso y discriminación escolar en Coahuila seguirá siendo una ruta de desgaste y de revictimización.