El año próximo, Dios dirá
El horizonte es negro, la tempestad amenaza; trabajemos, es el único remedio para nuestros males.
André Maurois
Obsesionados con nosotros mismos, ocupamos mucho tiempo en cuidar la figura en el gimnasio, sacarnos selfies con cualquier motivo y confundir el ombligo propio con el universo. Se sobrevalora el ocio. El trabajo, en cambio, tiene mala prensa. “Qué tan malo será el trabajo, que hasta nos pagan por hacerlo”, dijo Facundo Cabral. “Algunos piensan que el trabajo duro no ha matado a nadie, pero yo me digo: ¿para qué arriesgarse?”, dijo Ronald Reagan. Lo de ahora es viajar, meditar, ir al Tíbet, hacer yoga…
Pues sí, pero todo con los medios que nos proveen los que sí trabajan: en hotelería, en aviación y en toda clase de servicios. Sin ellos, ¿cómo? Ahora que si todo el año fuesen vacaciones, divertirse sería más pesado que trabajar.
Yo reivindico el trabajo como uno de los grandes valores humanos. Tengo la suerte de ejercer un oficio que le da dignidad y sentido a mi vida. La brújula que cada mañana me indica hacia dónde debo ir. Además de mantener en alto la autoestima, el trabajo favorece la salud física y mental.
Japón cuenta con la mayor cantidad de longevos activos en el mundo. Aproximadamente cien mil personas que, rebasado un siglo de vida, siguen trabajando. “Si muero aquí, en mi taller, seré feliz. Soy un hombre trabajador, y eso no cambia con la edad”, cuenta un nonagenario japonés que atiende su taller de bicicletas. “No puedo creer que haya logrado trabajar tanto tiempo sin aburrirme”, dice Fuku Amakwa de ciento dos años, mientras prepara la sopa ramen que ofrece su restaurante.
Reconozco que hay trabajos que “ni los negros quieren hacer” —Fox dixit—. No me encantaría, por ejemplo, ser narcotraficante ni huachicolera. Aunque me siento seriamente comprometida con el oficio ciudadano, no me ensuciaría las manos con ningún asunto que tenga que ver con política.
Tampoco me seduce la idea de ser princesa y mucho menos reina. Pienso en el inútil esfuerzo de levantarme cada mañana para que peinadoras y maquillistas me preparen para lucir preciosa y feliz. Permanecer horas de pie, la espalda recta y siempre sonriente, escuchar discursos y ofrecer la mano a trescientas personas aquí, otras doscientas allá. Eso sin contar el compromiso de abrazar niños y viejitas para la foto. Aunque el mundo se esté hundiendo, presentarme en cenas de gala con vestidos divinos y el rostro sereno que se espera de una reina. Prohibido rascarse las pompas, meterse la mano en la nariz o tener una mirada indiscreta, porque la foto dará la vuelta al mundo. Ay, no, eso no.
Fernando Savater —mi filósofo de cabecera— asegura que no ha trabajado nunca porque la vida le ha permitido hacer lo que le gusta, y eso no es trabajo. Yo he tenido la suerte de realizar el oficio que me gusta y ojalá que la vida me permita ejercerlo hasta el final.
Sin embargo, debo reconocer que en el carácter de cada uno existe un defecto al que se es más propenso. Ya he dicho aquí que ser procrastinadora es parte de mi naturaleza. Lo mío es el dudoso placer de remolonear, aplazando lo más que puedo el momento de actuar. Voy–vengo con la agonía del trabajo pendiente, hasta que el mañana se convierte en hoy y, con el agua al cuello, tengo que poner manos a la obra, ¡pero ya!
Sé que el secreto de avanzar es comenzar, y ahí es donde yo me atoro. Invento las más absurdas ocupaciones para aplazarlo. Una vez asumida la decisión de comenzar, todo fluye y me siento ligera, bendecida. El trabajo terminado me permite recuperar la paz y sentirme dispuesta a seguir con la novela que paciente espera en mi escritorio, a emprender por fin las obras de remozamiento que pide a gritos mi casa… Ash, pero de momento no. El año que entra, Dios dirá.
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