
Ford vs Ferrari (2019)
Este año, el comediante Seth Rogen estrenó The Studio, una serie que parodia situaciones sobre el Hollywood actual. En el primer capítulo, el protagonista tiene la misión de realizar una película de Kool Aid, la marca de polvo saborizado para bebidas. Toda la gracia del episodio proviene de lo descabellado que suena que los directivos de los estudios cinematográficos aprueben un largometraje que, desde su premisa, suena terrible.
Pero lo realmente absurdo es que esto ya no es una sátira. El capitalismo es cada vez más agresivo y hay una búsqueda constante de oportunidades de negocio en los rincones más recónditos de la sociedad. Todo puede convertirse en producto dentro de un mundo con una economía frágil que amenaza con romperse en cualquier momento, un inminente colapso ambiental y una obsesión por el rendimiento. Se trata de factores que afectan la psicología de las personas, impidiéndoles imaginar un futuro en el horizonte. Sin futuro, solamente queda vivir el momento (carpe diem), pero, con el poco tiempo del que se dispone, esto lleva a consumir para obtener una satisfacción inmediata.
Aquí comienza un círculo vicioso donde los individuos se vuelven consumidores para aminorar el vacío provocado por su propio consumo. Dentro de este panorama, el arte sufre una deshumanización. Para convertir algo en un producto, se debe empaquetar y etiquetar de modo que el público lo digiera de forma rápida y sencilla. Es entonces que la creatividad cede a los parámetros arrojados por algoritmos y estudios de mercado.
EL CINE COMO ESTRATEGIA DE MARKETING
El cine, al estar atado a enormes inversiones económicas, no puede darse el lujo de tomar grandes riesgos en esta era de consumo fácil. Por eso las productoras exigen películas que le sean familiares al público, con historias sencillas y tan poco específicas que le gusten a todos. De esta manera, se omiten las propuestas originales y, así, los grandes estudios pueden enfocarse en explotar al máximo sus propiedades intelectuales. Al respecto, cabe mencionar que los beneficios económicos no se limitan a la taquilla, sino a un gigantesco sistema empresarial donde se vende todo tipo de mercancía en torno a una cinta o franquicia cinematográfica, desde juguetes hasta cortinas de baño.
Pero no todas las casas productoras cuentan con las suficientes propiedades intelectuales para explotar, y entonces deciden buscar historias en otros medios con la suficiente cantidad de seguidores para mantenerse en la competencia. La búsqueda va desde libros hasta videojuegos y juguetes. Así, los beneficios económicos se reparten entre la compañía dueña de los derechos y la que realiza la cinta.
Este tipo de alianzas son comunes porque ahora las empresas se interesan en hacer películas de sus productos para incrementar ventas. Sin embargo, apuestan únicamente por determinadas formas cinematográficas. De hecho, apelan a una narrativa que funciona muy bien en la actualidad: la aversión a la realidad en que vivimos.
La sociedad sueña con habitar en un universo paralelo. Así se configuran relatos donde el protagonista tiene aventuras fuera de su hábitat. Este tipo de trama es la favorita de las cintas basadas en videojuegos. La trilogía Sonic (2020, 2022 y 2024, Jeff Fowler), Super Mario Bros (2023, Aaron Horvath y Michael Jelenic) y Una película de Minecraft (Jared Hess, 2025) son películas de acción donde un grupo de personajes —ya sean humanos u otras criaturas— viven experiencias en mundos desconocidos. Los tres casos se desarrollan de forma genérica, con momentos de fanservice que provocan una explosión de euforia entre el público asistente. Además, nunca se toma en cuenta la historia del videojuego del que provienen, sólo los elementos visuales y ciertos momentos puntuales.
La representación mejor lograda de esta narrativa escapista tal vez sea Barbie (2023, Greta Gerwig), un caso extraño porque su directora trata de mantener una voz autoral, tocando temas importantes en su filmografía como el vacío existencial o la experiencia femenina. Pero, como todo el cine de alto presupuesto, su principal objetivo era generar millones de dólares en taquilla. Esto limitó el proyecto en varios aspectos: usa recursos flojos como el diálogo expositivo y resulta muy ligera en su discurso al darle prioridad a que las quejas de los espectadores fueran mínimas.
BIOPICS QUE RESPALDAN LAS NARRATIVAS CAPITALISTAS
Incluso las compañías dedicadas a negocios ajenos al entretenimiento, y que incluso no tienen un personaje que las represente, también tienen interés en lanzar una película. Su enfoque no está sólo en incrementar ventas, sino también en reforzar la historia de su empresa para crear un mayor vínculo con sus clientes.
Aquí el género favorito es el biopic, donde se expone cómo una gran idea y la perseverancia de una persona pueden cambiar al mundo. Por cambiar el mundo se refieren, por supuesto, a generar ganancias de millones de dólares.
Tetris (2023, Jon S. Baird) ejemplifica este pensamiento a través de las convenciones de varios subgéneros cinematográficos gestados en la Guerra Fría, como el de espías. En la cinta, el héroe busca hacer negocios con la creación de otra persona que se debe enfrentar al máximo enemigo del capitalismo estadounidense: la Unión Soviética. Los personajes van de estereotipos a caricaturas que no terminan de funcionar, salvo ciertos toques de comedia, por lo que la película pasó sin pena ni gloria.
Otra obra que se podría describir como convencional es Air (2023, Ben Affleck), pero no en un sentido peyorativo, pues aunque sigue la estructura básica del biopic, lo ejecuta de manera que es imposible distraerse. El largometraje, que tal vez sea el mejor trabajo de Affleck como director, abarca una negociación que parece imposible, pero lo hace de tal manera que uno hasta se pone contento de que una compañía multimillonaria genere aún más dinero.
Este tipo de películas, sin embargo, suelen tener un discurso peligroso, pues definen como fracasado a quien no posee dinero y promueven una falsa idea de la meritocracia, apelando a una fantasía social en que basta una idea para convertir al trabajador en todo un capitalista.
ESCAPAR DEL ALGORITMO
A base de repertirlas hasta el cansancio, el público ha normalizado estas producciones. Ser un consumidor pasivo de este tipo de cine —ultraprocesado y deshumanizado— aleja al espectador de la reflexión crítica y de la experiencia estética. Así, lo que debería ser el séptimo arte se vuelve una herramienta para un sistema que se aprovecha de las emociones para generar ganancias.
El círculo vicioso es difícil de romper, pero lo mejor es dejar de consumir películas que dejan de lado toda autenticidad narrativa para asegurar el mayor flujo de dinero posible.
Vivir en el vacío nos aliena. Un gran paso es seguir a aquellos cineastas que se rebelan contra el algoritmo. No tienen que ser tan radicales como los del Dogma 25; hay directores más comerciales que conservan una integridad artística, como James Mangold, que en Ford vs Ferrari (2019) expone, con una elegante sutileza, las fallas del pensamiento empresarial en torno a la pasión por crear algo.
Si nos parece ridículo que una serie plantee la producción de una película de Kool Aid, también nos debería parecer absurdo que haya estudios planeando una de Play-Doh. Ese es el status quo, pero debemos demostrar que antes que consumidores, somos individuos, y el cine verdadero nos puede liberar de etiquetas que no necesitamos.
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