El asesinato de Charlie Kirk, uno de los más ruidosos defensores del derecho irrestricto a portar armas en Estados Unidos, es una paradoja que se explica sola. La bala que terminó con su vida no solo silencia a una voz influyente del conservadurismo, también desnuda la fragilidad de una lógica que ha normalizado la muerte como costo aceptable para preservar una libertad concebida sin límites. Quienes durante años defendieron que las tragedias eran inevitables, que los tiroteos escolares eran parte del paisaje, que el precio de la libertad era la sangre de inocentes, se enfrentan ahora a una consecuencia brutal: el mismo fuego que alimentaron alcanzó a uno de los suyos. Y esa ironía no debería alimentar el morbo, sino obligarnos a mirar de frente la realidad de un sistema que multiplica víctimas y fortalece criminales a ambos lados de la frontera.
Para México, el caso no es ajeno ni anecdótico. Una proporción alarmante de las armas utilizadas en los crímenes más violentos que sufre nuestro país provienen de los Estados Unidos. Rifles de asalto, pistolas de alto calibre, municiones y aditamentos cruzan de manera ilegal cada día hacia territorio mexicano, engrosando el poder de fuego de los cárteles y profundizando la espiral de violencia. La paradoja es dolorosa: mientras Washington pide a México frenar el tráfico de drogas hacia el norte, su propia industria armamentista facilita que las armas fluyan al sur. Y no se trata de simples omisiones; se trata de un sistema legal que protege de manera casi blindada a los fabricantes. En 2021 México demandó a las principales armadoras estadounidenses, denunciando su negligencia y su deliberada falta de controles. La Suprema Corte de Estados Unidos desestimó el caso alegando que no se pudo probar intención directa. Pero más allá del resultado jurídico, lo importante es que México colocó en la mesa internacional el vínculo tóxico entre las empresas de armas, el lobby político y la violencia transnacional.
Renunciar a esa denuncia sería traicionar la memoria de las víctimas. Porque esas armas no solo matan a mexicanos: matan a estadounidenses en tiroteos masivos, en ataques políticos, en riñas cotidianas. Es un fenómeno binacional que no distingue pasaportes. Cuando un joven en Texas compra un rifle sin controles suficientes, ese mismo modelo puede terminar semanas después en manos de un sicario en Zacatecas. Cuando un fabricante diseña un arma con fines militares, pero la coloca en el mercado civil, sabe perfectamente que ese producto terminará engrosando los arsenales de quienes viven del crimen organizado. Y cuando los políticos norteamericanos se escudan en la Segunda Enmienda para evitar cualquier regulación mínima, el mensaje que envían es claro: las vidas, sean de Tucson o de Tijuana, valen menos que las ganancias de la industria.
Por eso México debe insistir. Debe seguir presionando en foros multilaterales, denunciando en cada espacio público y privado, recordándole al vecino del norte que la seguridad de uno depende de la responsabilidad del otro. El grito mexicano contra las armadoras no es un capricho diplomático, es una exigencia moral. Porque la impunidad de esas compañías fortalece a los delincuentes, corrompe comunidades y cobra vidas que nunca deberían perderse. La denuncia debe ser constante, tenaz, incómoda, aunque en tribunales se acumulen derrotas, porque cada señalamiento erosiona poco a poco la narrativa de normalidad que tanto conviene a fabricantes y cabilderos.
Esta noche del 15 de septiembre volveremos a gritar "¡Viva México!". Ese grito, que recuerda la lucha de hace más de dos siglos por la soberanía, debería resonar hoy también como un llamado a la vida frente a la muerte que cruzan las armas. No hablamos solo de independencia de una corona extranjera, sino de independencia frente a un sistema que permite que la violencia y la impunidad se alimenten tanto al norte como al sur de nuestra frontera. Que el eco del Grito no se quede en la memoria de los héroes, sino que se convierta en una exigencia contemporánea: independencia de las balas extranjeras que fortalecen al crimen organizado en nuestro país, que mutilan comunidades y comprometen nuestro futuro. Este grito es también una exigencia de los mexicanos contra la violencia interna, un recordatorio de que nuestra libertad no puede coexistir con la impunidad de quienes lucran con la muerte.