
El Infierno: la cantina como escenario de la decadencia nacional
En el árido norte de la República Mexicana, en una región bautizada como La Laguna, existe una tradición conocida como “la botana”.
La botana va más allá de la cortesía, es un acto de hospitalidad. Todos la reciben con esa sonrisa clandestina que sólo se dibuja en una cantina. Un plato de frijoles charros, carne en salsa verde, chamorro o carne asada cierto día de la semana, discada, así como frituras o el clásico cacahuate cantinero. Parece algo que siempre ha estado ahí, por eso se echa de menos cuando se visita alguna cantina en otra ciudad.
La botana no tiene que ser gourmet; es cálida, sabrosa y oportuna. Como en varios rincones de México, compartir alimento es la manifestación más sencilla y auténtica del “No está solo, compa”.
Las cantinas son mucho más que un lugar donde se bebe. Son una institución, una parroquia para sus fieles y un confesionario. Han sido, durante generaciones, espacios donde convergen las historias de hombres y mujeres que cargan con el peso de una larga jornada y la urgencia del desahogo. No es sólo el tequila o la cerveza lo que los reúne: es la necesidad de pertenencia, de comunidad, de reír y maldecir en compañía.
Aunque muchas veces tachadas de antros de perdición o de rincones para el vicio, las cantinas han sido (y siguen siendo) puntos de encuentro para obreros, taxistas, músicos, poetas, bohemios, burócratas, viejos revolucionarios y jóvenes decepcionados. Se juega dominó, se escucha a José Alfredo Jiménez, se discuten los males del país, se celebran goles ajenos y se lloran traiciones propias.
La televisión permanece encendida como ruido de fondo del escenario que se presenta. Lo importante está sobre la mesa: la cerveza fría, un plato de comida caliente y la plática sin filtros.
En las cantinas, las jerarquías desaparecen para dar paso a una sociedad horizontal. El patrón y el empleado pueden compartir la mesa y quejarse de lo mismo: del gobierno, de los precios, del calor, de la vida. Es en este espacio donde el “usted” se convierte en “compa” y el silencio incómodo se transforma en carcajada. Es un territorio sagrado donde se suspende por un momento la miseria exterior. Incluso el más desposeído puede encontrar ahí un poco de dignidad servida en una botella de vidrio, tamaño familiar o de 355 mililitros. En La Laguna, se vuelve también un refugio del inclemente clima de la región, del sol que abrasa la piel y la cubre de bronce.
Pero también, detrás del humo del cigarro y las canciones de banda, habita una sombra. Las cantinas son, a veces, el único sitio para quienes ya no encuentran lugar en ninguna otra parte. Hay una tristeza que se vuelve costumbre, un abandono que se disfraza de rutina. Muchos llegan para olvidar y terminan por quedarse para siempre. La cantina como útero y como tumba. Porque hay infiernos que no arden, sólo se enfrían con cerveza.
EL INFIERNO
Ese abismo lo retrató con brutal precisión Luis Estrada en su película El Infierno (2010), una obra maestra de humor negro y crítica social, donde la violencia del narcotráfico, la corrupción del sistema y el desencanto nacional se presentan como un bucle del que nadie puede escapar. La cantina, en esta cinta, no es sólo un escenario: es un símbolo.
Ahí, en el interior de una cantina polvorienta, se hacen pactos, se conspira, se ríe con cinismo y se revela la doble moral que consume al país. La botana sigue llegando, pero ya no calma el hambre, sólo distrae la culpa. Personajes como el Benny o el Cochiloco no beben para celebrar, sino para resistir, y lo hacen entre tragos de mezcal y cervezas tibias, sabiendo que la ruleta del destino está girando y que lo único que queda es la aparente normalidad que ofrece un bar entre sus paredes, con sus ventiladores que sólo mueven el calor sin esfumarlo.
El Infierno no necesita de grandes discursos (y sin embargo, los tiene) para explicar el desastre; basta con ver cómo la cantina se transforma en la oficina del narco, en el cuartel de los desahuciados morales. En el mismo lugar donde se cantaban corridos y se hablaba de política, ahora se arreglan ejecuciones y se brindan toques de queda. La línea entre el compadrazgo y el crimen se desdibuja y el espectador entiende que ese infierno no es una excepción: es la norma.
La película funciona como una radiografía despiadada del México del bicentenario. En lugar de ilustres mexicanos y discursos patrióticos, tenemos sicarios con lentes oscuros y políticos con trajes baratos, ambos con las manos llenas de sangre. Todos, sin excepción, pasan por la cantina. Porque ahí se encuentran, se entienden, se perdonan y se venden. La cantina como centro de operaciones de la decadencia nacional.
Sin embargo, en medio de esa ruina social todavía hay espacio para la humanidad. Aunque sea rota, aunque sea grotesca. La risa no falta, el abrazo no se niega. El Infierno nos recuerda que incluso en la peor de las podredumbres hay restos de afecto, de lealtad y de dolor sincero. No hay redención, pero sí hay memoria, tanto de los malos como de los buenos momentos.
La mirada de Estrada encuentra eco en otras películas que exploran el alcohol como lubricante social. En La ley de Herodes (1999), también de este director, el bar del pueblo es igualmente escenario de corrupción. El mezcal se usa para sobornar y manipular, evidenciando cómo el poder instrumentaliza la bebida.
Por otra parte, la cinta Ya no estoy aquí (Fernando Frías, 2019), aunque no se centra en cantinas, muestra cómo la música y el baile en espacios comunitarios (donde el alcohol está presente) son refugios identitarios para jóvenes frente a la violencia.
En ambas, como en El Infierno, el alcohol oscila entre el consuelo efímero y una trampa mortal.
CANTINAS QUE MERECEN SER AMADAS
El proceso artesanal del sotol —cosechar plantas maduras tras 15 años, cocinar piñas en hornos de tierra, destilar en alambiques de cobre— encarna una relación sostenible con el entorno. Es un acto de resistencia cultural.
En los años noventa, su producción fue prohibida y criminalizada para favorecer a la industria tequilera. Hoy, cooperativas de Chihuahua y Durango recuperan su legado, convirtiéndolo en un producto de identidad y desarrollo local.
Este movimiento contrasta con la lógica de las cantinas retratadas por Estrada. Mientras en El Infierno el alcohol es mercancía de explotación (barata, adulterada, vinculada al crimen), el sotol artesanal representa trazabilidad, memoria colectiva y comercio justo.
Las cantinas mexicanas no son inherentemente negativas. Históricamente han sido plazas públicas informales, pero El Infierno expone su degradación en contextos de pobreza e impunidad. En estos casos, el licor deja de ser un lubricante social para convertirse en herramienta de control.
El resurgimiento del sotol auténtico propone un modelo opuesto. Por ejemplo, en poblados como Cuencamé, Durango, las vinatas (fábricas tradicionales) son puntos de reunión donde se comparten historias y se preservan técnicas de producción centenarias.
La pregunta que el cine y la tradición plantean es la misma: ¿El alcohol sirve para huir de la realidad o para celebrar nuestra pertenencia a un territorio? La respuesta define si creamos infiernos o comunidades.
Al final, lo que queda es la memoria y la botana, esa pequeña ofrenda que nos recuerda que antes de la desesperanza, hubo convivencia; que antes de las balas, hubo canciones; que antes de la muerte, hubo comunidad. Porque, como en la cantina, en México muchas veces comemos y bebemos no por hambre o sed, sino por no estar solos frente al fuego.