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Prostitución

El oficio del deseo: una crónica sobre la prostitución en Torreón

Documentada en la ciudad desde principios del siglo XX, 125 años después persiste como una de las prácticas más antiguas, invisibles y estigmatizadas.

(FERNANDO COMPEÁN)

(FERNANDO COMPEÁN)

DANIELA CERVANTES

No hay focos de neón ni lentejuelas, tampoco humo de cigarro ni cervezas. No estamos en un bar, ni mucho menos en un cuarto de hotel desquebrajado alumbrado con una huérfana luz roja parpadeante. Ninguna mujer espera al filo de un poste de concreto a que alguien le alquile el cuerpo.

En el imaginario colectivo, el “deber ser” dicta que la prostitución es un oficio que se ejerce sólo de noche. Cuando la negrura del cielo oculta lo que el día no quiere mirar: los cuerpos que venden placer, y las vidas que se negocian en los márgenes.

A mí, el oficio del deseo se me reveló a plena luz del día en el sector Alianza, ese barrio que se considera el origen de Torreón.

“¡Mírala, mírala! ¡Allá va, córrele, córrele”, me grita Martha, una comerciante del Mercado Alianza que me ayudó a conectar con mujeres que actualmente ejercen la prostitución, un oficio que el historiador Carlos Castañón Cuadros escribe en su libro Roja es la luz: floreció en Torreón, al igual que otros oficios y trabajos, allá por el año de 1900.

Hoy, 125 años después, la práctica sigue vigente. De acuerdo con José Manuel Riveroll Duarte, director de Salud Pública Municipal de Torreón, el padrón actualizado registra a 258 personas que ejercen la prostitución en el municipio, en su mayoría mujeres.

(ARCHIVO)
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En medio de un caluroso octubre, yo corro tras una de ellas por el poniente, esquivando por la banqueta puestos de ropa usada, negocios de fierro viejo y comerciantes ambulantes.

“¡Ándale, ándale!, porque se nos va”, insiste Martha mientras intento seguirla detrás La mujer que perseguimos camina con cadencia sobre la acera. Al darle alcance, Martha agitada me presenta: “Mira ella es la periodista que te dije que te quiere entrevistar”.

La mujer de ojos color esmeralda me sonríe y me invita a caminar con ella.

La prostitución no es un oficio exclusivo de la noche. Las meretrices contemporáneas abren la oficina desde temprana hora porque, así como la mujer con la que me dispongo a caminar, también deben integrarse a la sociedad, cumplir con las expectativas que se esperan de ellas y sobrevivir a la maquinaria voraz que todos los días trata de devorarlas.

(DANIELA CERVANTES)
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“YO NO QUIERO SER PROSTITUTA”

Vamos a suponer que se llama Carmen. Por respeto a su hija no quiere decir su nombre real ni cuántos años tiene, también me pide que no escriba cómo se llaman las calles donde nos presentaron cuadras antes.

Carmen es amable y cálida. El reloj marca casi las dos de la tarde. Acepta conversar mientras nos dirigimos a la escuela de su hija. Camina bajo una sombrilla abierta, su frágil defensa ante el sol que cae a plomo sobre el asfalto. Yo avanzo a su lado con la grabadora encendida en la mano.

Hace aproximadamente cinco años que ejerce la prostitución “más que nada por necesidad”, expresa mientras dos hombres se la comen con los ojos cuando pasamos justo enfrente de ellos. Ella les responde el saludo y entra en la dinámica del coqueteo.

Es el juego que tiene que jugar todos los días, pienso, aunque no quiera. Aunque sueñe con otra vida. Aunque me repita que no, que por nada del mundo desea ser prostituta. Pero que, por ahora, no le queda de otra.

“Muchas de las veces tú no quieres estar ahí, pero te orilla la necesidad, lo haces por tu familia. Yo era una chica trabajadora normal, trabajaba en una maquila, lamentablemente, por muchas cosas, ya no pude seguir”.

(DANIELA CERVANTES)
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Sin opciones laborales que se ajustaran a la demanda de ser madre, sin una familia de respaldo y marcada por un contexto violencia, Carmen encontró en el oficio del deseo una forma de subsistencia.

No lo puede entender de otra manera, porque para ella dedicarse a vender sexo es un acto que no se le desea ni al peor enemigo porque, enfatiza, “es muy feo”.

Sin ser muy gráfica, me explica, por ejemplo, que tiene que lidiar con hombres que la sobajan, que la golpean, que la humillan y que no se bañan. Todo eso lo aguanta porque la sostiene la esperanza. Es una mujer de fe, cree en Dios, y siempre sueña con salir de ese mundo oscuro al que ella se introduce, paradójicamente, sólo de día.

Carmen es una prostituta matutina. Trabaja algunas horas durante la mañana, y a lo mucho llega a atender a cuatro clientes. Ese número le indica que tuvo una buena jornada. Pero hay días, como ese que la entrevisté, que no le cae nada.

“Hoy no cayó nada, pero no me apura, sólo Dios sabe por qué”. Aun así, durante la tarde ya no regresa al punto porque se enfunda en su rol de madre.

Dice que su hija no sabe, y no le gustaría que se enterara que la mujer que le dio la vida, se dedica a darle placer a los hombres a cambio de dinero.

“Muchas veces la gente nos señala y nos discrimina y no sabe en realidad la situación que vivimos. Yo varias veces he perdido todo, y también varias veces he tenido que empezar de cero”.

Aunque en varias ocasiones repita que la prostitución no es un trabajo fácil, a Carmen no se le borra la sonrisa. Se describe alegre y positiva, porque a pesar de lo mal que la trata el mercado de la carne y el deseo, ella todavía cree en el amor y guarda fe en que Dios le tiene destinada una mejor vida.

“Ya cuando termina el día sólo pienso en ser feliz, pienso en mi hija y en tener un negocio, pero eso sería más a futuro. Todos merecemos ser felices ¿estás de acuerdo?”, me expresa mientras los ojos se le llenan de agua y un nudo se le forma en la garganta.

Yo le digo que sí con la cabeza y le agradezco por compartirme un poco de su historia. Sabe que muchas mujeres no quieren hablar, por miedo o por vergüenza. Ella, en cambio, levanta la voz con la esperanza de que la sociedad deje de castigarlas tanto.

Me doy la vuelta y Carmen se queda esperando a que el timbre anuncie la salida de su hija. A su alrededor, la ciudad sigue su curso, indiferente a las vidas que, como la suya, se esconden a plena luz del día La prostitución existe en Torreón desde que las calles eran polvo. Se ha mudado de esquina, de nombre y de horario, pero no del rechazo y la indiferencia de una sociedad que, aunque sabe que existe, prefiere no reconocerla.

UN OFICIO CENTENARIO 

No es secreto que, por donde me crucé con Carmen, en ese territorio conocido como el Torreón viejo, el oficio del deseo sigue teniendo rostro y presencia. La prostitución no es un fenómeno nuevo, nació junto con la ciudad, creció a su ritmo, se adaptó a sus transformaciones y sobrevivió a cada intento de borrarla.

Lo anterior lo explica mejor Castañón Cuadros en el libro antes citado. Escribe que la ciudad creció a finales del siglo XIX, en particular tras la llegada del ferrocarril: “Es interesante ver cómo desde los orígenes de la ciudad, la prostitución se asienta en ese entorno. Tanto creció el negocio, que hacía 1898 el gobierno estatal de Coahuila emitió un reglamento para administrar el sexo”.

En ese estatuto, puntualiza el historiador, las prostitutas fueron empadronadas e inscritas en un libro bajo el concepto de “mujeres públicas”.

Castañón redacta que, además, “la figura de la puta, monstruo femenino, se vuelve en esa segunda parte del siglo XIX el elemento fundamental de una pedagógica disuasiva, como la lección viviente de lo que les pasa a las que se desvían del recto camino, siendo reveladora también de las angustias y prejuicios masculinos de la época”.

(DANIELA CERVANTES)
(DANIELA CERVANTES)

El monstruo, la puta, continúa el historiador: esa imagen de perversión, es una figura que estará presente y que será usada en discursos del siglo XIX como una amenaza permanente de disolución.

Hoy, en pleno octubre de 2025, mientras el sol abraza el contorno del Mercado Alianza y algunas calles de la avenida Morelos, las observo y me parecen todo menos monstruos. Son sólo mujeres, pienso, ni más ni menos. Así como Carmen: resistentes y visibles a los ojos de todos.

Aunque en los márgenes y en las sombras, ahí están. Con su voz callada, pero con su presencia latente ahí donde yo las veo: entre muros viejos, hoteles gastados del centro y entre el bullicio visual, deambulan como la memoria viva de lo que alguna la ciudad intentó borrar.

ENTRE LA NORMA Y LA SOMBRA

A lo largo de los años, la prostitución en Torreón ha transitado entre la tolerancia, la regulación y el intento de invisibilizarla. Primero, con la acción del gobierno por reglamentar la práctica; después, con la delimitación de las llamadas “zonas de tolerancia”, una de ellas ubicada justo en el sector Alianza, donde se pretendía “ordenar” el oficio bajo vigilancia sanitaria y policial. Sin embargo, con el paso del tiempo, las políticas cambiaron: lo que antes se administraba abiertamente pasó a operar en la clandestinidad.

Hoy, el oficio del deseo sigue existiendo entre la norma y la sombra. No está prohibido, pero sí vigilado. Y, aun así, muchas de sus formas (las que se esconden o las que dependen del abuso) continúan al margen de la ley.

Pablo Fernández Llamas, director de Inspección y Verificación Municipal, lo resume con claridad: “El giro está prohibido; no puede haber una licencia de funcionamiento con ese concepto”. Explicó que su dependencia localiza los lugares clandestinos principalmente a partir de denuncias ciudadanas.

(DANIELA CERVANTES)
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“Acudimos a los establecimientos, hacemos las revisiones y nos entrevistamos con las personas dentro. Cuando encontramos que se dedican a actividades sexuales, procedemos a la clausura del lugar, porque legalmente no está permitido un establecimiento donde se practique este tipo de actividad”.

Fernández Llamas aclaró que se trata de espacios irregulares, comúnmente conocidos como casas de citas, que no aparecen en ningún padrón municipal.

“No tenemos un número cierto de cuántas existen, porque son ilegales. Las detectamos a partir de quejas de los vecinos, quienes se dan cuenta de los movimientos o el tipo de clientela que entra y sale”. En lo que va del año, la dirección ha clausurado aproximadamente diez de estos lugares.

“Es una práctica histórica (la prostitución), pero también un problema que hay que atender. Nosotros sólo aplicamos el reglamento: si no está permitido, procedemos conforme a la ley”, señaló.

Aunque en el trabajo de campo que realizó este diario, se observó que había actividad de este tipo en hoteles pequeños del centro, el funcionario indicó que hasta el momento no tienen detectado ninguno implicado directamente en la prestación de servicios sexuales, pues la mayoría de los casos, mencionó, se concentran en casas particulares.

“Cada persona es libre de lo que haga en privado, pero cuando hay negocio de por medio, ahí sí intervenimos”.

Aunque el Ayuntamiento no otorga permisos ni reconoce el sexoservicio como una actividad formal, en otra oficina del propio gobierno municipal, debido al Reglamento de Salud Municipal, la prostitución tiene registro, rostro y seguimiento médico.

En un espacio discreto dentro de la Dirección de Salud Pública, se conserva un padrón que intenta dar control sanitario a quienes ejercen el oficio. Como ya se había indicado párrafos arriba, José Manuel Riveroll Duarte, director general de Salud Pública Municipal otorgó el dato de que actualmente existen, entre hombres y mujeres, 258 personas registradas.

Cada semana, en promedio, unas quince mujeres acuden al área de control sanitario para someterse a valoraciones médicas y estudios de laboratorio.

“Les hacemos toma de muestra vaginal para detección de infecciones de transmisión sexual; la prueba de sífilis cada tres meses, y la de papanicolaou dos veces al año. En mayores de cuarenta años realizamos una mastografía anual”, detalló el funcionario.

(ARCHIVO)
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No todos los servicios son gratuitos, aunque, indicó, se manejan cuotas mínimas: “Tenemos una forma de mantenerlas más o menos cautivas; les cobramos una y les damos dos consultas, para dos semanas. A las personas que son constantes con su control”.

Riverol insistió en que, pese a la precariedad en la que muchas viven, el grupo que acude regularmente es disciplinado y mantiene cuidados básicos de salud. En ese sentido, informó que: “no hemos detectado casos recientes de VIH”, por ejemplo.

“Más bien el problema es cuando el usuario se niega a usar preservativo. Aun así, hay quienes prefieren rechazar al cliente si no quiere usar protección”.

El funcionario reconoció, sin embargo, que el padrón no refleja la totalidad del fenómeno. “Hay subregistro, definitivamente. Muchas personas no vienen al control, no hay manera de obligarlas, y tampoco tendría que ser una medida represora. Por lo general, las que están registradas trabajan en lugares fijos, como casas de masaje o en espacios específicos; lo que se nos escapa es todo lo informal, todo lo que está en la calle”.

Cada trabajadora sexual con control sanitario tiene una cartilla con expediente médico y seguimiento de resultados, aunque el sistema, admitió, se sostiene apenas con lo mínimo.

“No tenemos personal para hacer trabajo de campo o verificar los lugares donde ejercen. Sin embargo, aquí las atendemos con respeto y procurando su privacidad”.

Y es en esa delgada línea (entre el reconocimiento sanitario y el rechazo social, entre la norma y la sombra) donde actualmente se sostiene el oficio del deseo en Torreón. Un trabajo que sigue sin nombre ni derechos pero que persiste en los márgenes.

Aquí surge entonces una pregunta inevitable: ¿qué implica ser prostituta en pleno siglo XXI?

EL PERFIL DE LA PROSTITUTA CONTEMPORÁNEA

Si uno agudiza un poco la mirada es fácil cruzarse con ellas. En el Hotel Morelos, entre la calle Múzquiz y la Ramos Arizpe, todos los días, desde aproximadamente las 10 de la mañana, al menos tres mujeres se colocan sobre la acera a esperar pacientes a que los clientes lleguen.

También, sobre la calle 5 de Mayo, desde las 9:30 de la mañana hasta las 4 de la tarde, las mujeres suelen usar un hotel de paso llamado El Torreoncito, localizado frente al mercado que lleva el mismo nombre. Esa información me la proporciona una comerciante que lleva más de 40 años vendiendo fayuca en la zona y que, a lo largo de todo ese tiempo, ha sido testigo constante de su presencia.

“Antes, le hablo del 2008-2010, había mucha prostitución, pero eran puras chavalitas que andaban en la drogadicción, que se prostituían para comprar el vicio. Ahorita ya no es así, esas ya no vienen por aquí. Ahora lo que veo son madres de familia, mujeres que tienen que llevar el sustento a sus casas”.

Hace una pausa para despachar a un cliente y en breve retoma: “el perfil ya cambió. Ya no son jovencitas, son mujeres que vienen a trabajar un rato, que dejan a sus niños en la escuela y que se van temprano porque deben recogerlos más tarde”, enfatizó la fayuquera.

Según la comerciante, el Hotel San Carlos y el Toledo también son usados para practicar la prostitución desde hace mucho tiempo. La mujer no me dice más. Yo aprovecho y me merco una prenda de 70 pesos.

Estoy en el corazón de un barrio en cuyas calles percibo una dignidad silenciosa, esa que nace de saberse parte de una historia mayor, la de una ciudad que creció sobre los hombros de sus trabajadores y trabajadoras. La Alianza es como la huella de un pasado imborrable que resiste y que respira con sus propios pulmones.

Al caminarla, ya más por la calle Juárez, me topo con el Hotel El Toro Melón, ahí, el anuncio impreso en una lona promete a quien entre ser atendido “por guapas meseras”. El zumbido del tráfico se mezcla con una música norteña que no identifico bien de dónde viene.

Afuera de la posada, tres mujeres están con los ojos pendientes. Otra vez, Martha interviene. Les explica que soy reportera y que les quiero hacer unas preguntas. Sólo una de ellas acepta.

Aunque por temor habló poco, sus cortas respuestas no dieron una idea de lo qué significa ser una prostituta en pleno siglo XXI.

Ella, me dice, entró al oficio hace apenas una semana.

—¿Y qué te animó? —le pregunto.

—La economía —responde sin rodeos—. Además de muchos problemas.

Nunca había trabajado “en algo así”. Antes laboraba en una fábrica de arneses, pero las jornadas eran demasiado largas: “salía de noche y ya ni veía a mis hijos”. Tiene tres: de trece, once y nueve años. Todos varones. Es madre soltera. Los deja en la escuela, mientras ella trabaja en el hotel hasta las cuatro de la tarde.

—¿Qué es lo más difícil de trabajar en esto?

—Pues no saber qué tipo de persona te va a tocar —pronuncia apenas en voz baja.

—La verdad, yo siempre dije: ‘Yo nunca voy a andar así’. Y mírame.

La desesperación le llegó al cuello, y tuvo que acceder, por sus hijos, a rentar su cuerpo.

Cuando le pregunto cuántos clientes atiende al día responde que varía: “A veces nada, aquí también está muerto”.

Mientras se devora unos churritos con salsa, la muchacha que tampoco me quiso decir su nombre y que calculo no rebasa los 30 años de edad, me suelta:

— Por eso nunca digas nunca. Porque uno nunca sabe cuándo vas a terminar entrándole a esto.

Aparentemente desde las sombras, pero a la vista de todos, ellas, las prostitutas de Torreón, desde hace más de un siglo siguen trabajando, ahora, según lo recabado en esta crónica, sostenidas por la necesidad. La última de ellas pronunció con sinceridad: “Nunca digas nunca”. Quizá porque en el fondo, ninguna mujer está lejos del abismo que las empuja.

Sin focos de neón ni luces rojas, regreso al periódico mientras dejo el poniente atrás. Ellas seguirán ahí, aguardando, resistiendo, dibujando con su presencia la historia silenciosa de un oficio centenario: un trabajo que, aunque aparentemente invisible, palpita a plena luz del día sobre las calles gastadas de Torreón.

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