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El régimen corruptor

Jesús Silva-Herzog

No era un buen diagnóstico con una mala receta. El nuevo régimen no identificó en ningún momento la naturaleza de la corrupción, la extensión de sus redes, sus facilidades institucionales. Su discurso empezaba en la prédica moral y terminaba con la esperanza del ejemplo redentor. La pureza del caudillo regeneraría la vida pública. No había tema que ocupara mayor atención en el discurso público. Se hablaba insistentemente de la corrupción como el peor de los males, como el origen de todas las desgracias de México. Se pontificaba sobre la urgencia de la purificación al tiempo que se destruían los mecanismos para evitar y castigar la corrupción. Toda la estructura de la sospecha institucional, todos los organismos que tienen a su cargo la alimentación de la desconfianza fueron anulados o destruidos.

El lopezobradorismo fue el gran beneficiario de la indignación que generaron los escándalos de corrupción del último PRI. Fue también usufructuario de los mecanismos ensamblados en las últimas décadas para exhibir y denunciar esos escándalos. Las instituciones autónomas que López Obrador terminó deshaciendo y las organizaciones de la sociedad civil a las que se empeñó en destrozar dieron impulso a su denuncia como opositor. Esas odiadas instituciones de transparencia descubrieron y exhibieron las corruptelas que terminaron por enterrar, no solamente al PRI, sino al régimen pluralista.

El gobierno que ofreció limpiar la casa terminó ensuciándola aún más. Los datos de Transparencia Mexicana que se divulgaron a principios de año lo dejaban muy claro. No ha habido peor registro de la percepción de corrupción en la historia del país que la que se retrató a fines del sexenio pasado. Después de una leve mejoría, los mexicanos veían más corrupción que nunca. No hay duda de que la presidencia de López Obrador alentó la corrupción. La maldecía en el discurso y la fomentaba en la práctica. Fue enemigo de la opacidad, asignó a capricho la obra pública, protegió a sus amigos entregándoles diplomas de confianza y certificados de impunidad. Su partido hizo pactos con el crimen organizado. Transfirió un enorme poder a las instituciones más opacas del Estado mexicano. Los militares fueron los aliados favoritos del gobierno: receptores de un enorme poder y de abundantísimos recursos que utilizaron sin vigilancia alguna. No hubo una estrategia contra la corrupción porque solo hubo discurso contra la corrupción. Se hablaba de la moralización de la vida pública mientras se despreciaban las leyes y se destrozaban las instituciones.

El corruptor ostentó modestia y eso le permitió atravesar los largos años de oposición y sus seis años como presidente con imagen de probidad. Escondió la corrupción del día denunciando las corruptelas del pasado. A un año de dejar la silla, los escándalos lo rodean por todas partes y la imagen se descarapela. No es solamente que los escándalos manchen a sus hijos, a sus hermanos, a sus colaboradores más antiguos y cercanos. Es que ha quedado al descubierto la farsa de su lucha contra la corrupción. No }combatió la corrupción, sino que la expandió y la fundió con el nuevo régimen a partir de sus alianzas partidistas, la coalición con los militares y a través de la destrucción de todas las instituciones de vigilancia autónoma.

La trama del huachicol fiscal es síntesis perfecta de la estrategia corruptora. El control de los puertos y de las aduanas se le entregó a la Marina con el argumento de que ello terminaría la corrupción. En el discurso militarista los uniformados son sujetos moralmente superiores, mexicanos entregados al deber que no sienten tentación por los bienes materiales. En el momento de que los marinos se hagan cargo de los puertos, la corrupción termina, dijo el presidente López Obrador. La militarización se presentaba como atajo administrativo, como clave de eficacia, como vehículo de austeridad. Fue, además de una gravísima regresión histórica, un festín para la corrupción, como empezamos a ver. Apenas empieza a revelarse el impacto corruptor de la nueva autocracia.

La presidenta Sheinbaum se ve obligada a confrontar la herencia podrida de su antecesor. Imposible desconocer cuál es la fuente corruptora.

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