
El santo olor de la panadería
¿‘Tons qué, mi reina?, ¿a qué horas vas por el pan?
“Póngame una de milanesa, por favor”. “Lo siento, señor, hoy no hay tortas porque no nos ha llegado el pan”. “Pues ‘tons démela de pierna”. “Le estoy diciendo que no ha llegado el pan…”. “Pos si no tiene nada, aunque sea deme el pan solo”. ¡Ash, qué necio! Perdón por el chistorete, lector, lectora. Creo que estoy abusando de su paciencia, pero es que soy fan de los chistes tontos.
Con motivo del reciente fallecimiento de don Roberto Servitje, quien junto a su hermano Lorenzo fundó una de las empresas más sólidas y exitosas de nuestro país — fallecidos ambos tras una larga y fructífera vida—, me parece oportuno ofrecer aquí un reconocimiento a ambos, excepcional ejemplo de lo que se puede hacer con decencia, sin grillas ni contratos en lo oscurito.
La convicción de trabajo y esfuerzo de los hermanos Servitje se manifestó en su temprana juventud, cuando comenzaron a trabajar en la panadería El Molino, fundada en 1928 en la Ciudad de México por su padre don Juan Servitje. Esta pastelería, consideradauna de las más antiguas de México, fue el punto de partida para la panificadora Bimbo, que es hoy la más grande del mundo.
Con apenas 34 trabajadores y la misión de “hacer un pan bien, con limpieza, con la mayor perfección, con la intención de nutrir, agradar y llegar así a todos los hogares de México”, la pequeña fábrica que allá por 1945 abrió sus puertas en la colonia Santa María Insurgentes en la Ciudad de México, con mucho trabajo, empeño y una gran visión empresarial, hoy posee más de 13 mil productos y 100 marcas, y es un emporio que con presencia en Europa, Asia y África; sigue siendo una empresa orgullosamente mexicana.
La eficiente distribución de la marca, que lleva el pan hasta el más olvidado rincón del país, me recuerda al hombre que hace algunos miles de años, pedaleando su bicicleta con un gran canasto en la cabeza, llevaba el pan hasta la puerta de la casa de mi abuela. Dos birotes, seis cocoles, dos chilindrinas, dos calzones y un beso, le pedíamos. Sin charola ni pinzas, sino a mano limpia,el hombre depositaba en nuestro cestillo las piezas de pan que por la noche alegrarían la merienda.
Los días de mercado teníamos también pan de pulque, pan de burro y puerquitos de piloncillo. Pan de muerto y rosca de Reyes, sólo en temporada. El pan dulce de El Molino era un lujo que disfrutábamos sólo en las raras ocasiones en las que, por razones que nunca me informaron, viajábamos a la capital.
En esa infancia andaba yo cuando apareció por mi casa el novedoso pan de caja que cambiaría mi torta de frijoles por el sándwich de jamón. Ni soñar con los Gansitos y los Choco Roles imprescindibles en la lonchera de mis hijos.
Con una logística tan elemental como la del panadero de mi abuela, allá por el siglo XVI llegaron a la Nueva España las primeras semillas de trigo cultivadas tanto por indígenas como por españoles y criollos, y que adaptando las técnicas y tradiciones de ambos mundos aportaron a nuestra dieta la alegría del pan que, junto con la imprescindible tortilla, enriquece nuestra mesa.
Vaya también aquí mi reconocimiento a las tradicionales panaderías que, desafiando la automatización, nos siguen ofreciendo el apreciado pan artesanal, sobreviviente experiencia placentera para el olor, la vista y la mesa. Dado que las penas con pan son buenas, sigamos orando para que nunca nos falte el pan nuestro de cada día.