
El triunfo de la esperanza
Tengo la impresión de que, cuando se es joven, contraer matrimonio es un acto de fe. Pero dicen que contraer matrimonio en la etapa adulta es el triunfo de la esperanza.
Cuando yo me casé, a mis jovencísimos 22 años, mi única certeza era que estaba enamorada. Y mi certeza, como la de muchas personas, estaba llena de ingenuidad.
Los románticos dirían: “Así es el amor”. Pero yo más bien creo que así nos han dicho que es el amor.
¿Dónde aprendemos? Acaso la escuela más importante al respecto se encuentra en la literatura, las películas, series, telenovelas, anexas y conexas. Es decir, en relatos de ficción.
Ahí tenemos toda la saga de cuentos infantiles que terminan con “… y fueron felices para siempre”. Cuentos que se volvieron películas y que de tiempo en tiempo son actualizadas. Tecnológicamente, claro, porque la idea es la misma.
También hay innumerables telenovelas —y ahora series— que, básicamente, nos narran el mismo relato.
En algún lado leí que el escritor Oscar Wilde dijo que “casarse es el triunfo de la imaginación sobre la inteligencia”.
¿Qué significa ser felices? ¿Cuánto dura siempre? Esas son algunas de las preguntas que responderemos en el camino. Muchas veces para darle la razón a Oscar Wilde.
Con todo, muchas parejas hemos sobrevivido al golpe de realidad y, al mirar atrás, nos puede parecer casi un milagro seguir queriendo estar juntos. Porque, tras haber sorteado los huracanes y aludes que trajo la vida, apreciamos que el punto de partida estaba cargado de ingenuidad, pero la vida es mejor y más feliz juntos.
Pero ¿qué sucede cuándo se contrae matrimonio a edad adulta? O cuando se contrae matrimonio por segunda vez, tras el estrepitoso fracaso de la primera.
En esos casos creo que contraer matrimonio es lo que el escritor Samuel Johnson describió como “el triunfo de la esperanza sobre la experiencia”.
Eso mismo estoy atestiguando. ¡Mi hermano menor se casa! Trae en su haber ilusiones rotas y expectativas no cumplidas. Mi querida cuñada, por su parte, sabe bien de lo duro y amargo que puede ser el despertar del sueño tan bien vendido en las películas de princesas.
En la segunda etapa de su vida, con menos fantasías y más realidad, con más certezas y menos ingenuidad, se conocieron, se enamoraron, y tras más de diez años de vida en común han decidido contraer matrimonio.
El lugar donde eligieron celebrar la ceremonia se llama Kóokay, palabra maya que significa libélula. Y me parece un guiño de la vida. Porque cuenta una leyenda que, habiendo volado durante 300 millones de años, las libélulas simbolizan nuestra capacidad para superar los tiempos difíciles.
Ambos llegan con cicatrices. Ambos saben que amarse en esta etapa de sus vidas es un regalo. Y saben también que el material del que está hecho el amor en una pareja no es indestructible, pero sí es flexible, generoso y acepta renovaciones y adecuaciones.
Coincido en que en estas circunstancias el matrimonio es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Con más razón sabiendo que el escritor inglés consideraba que “la esperanza es en sí una especie de felicidad y, tal vez, la máxima felicidad que se puede obtener en este mundo”.
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