ENTRE LOS ANTIGUOS GRIEGOS, TÁNATOS ERA EL DIOS DE LA MUERTE.
No debemos juzgar superficialmente las afirmaciones como la que usted acaba de leer, pues si así lo hacemos podríamos pensar que en la Grecia antigua existía un templo con un ídolo de Tánatos y algunas personas acudían a ese santuario para adorarlo y llevarle ofrendas. No era así en todos los casos, pues algunas deidades griegas correspondían a fenómenos naturales o sociales que el pueblo personalizaba para referirse a ellos, y si alguien decía que había visto a Tánatos significaba que fue testigo de una defunción. Lo mismo, si algún soldado afirmaba que había contemplado el rostro de Marte, estaba diciendo que había participado en una batalla, es decir, los dos griegos vieron a los dioses de manera simbólica, no física.
La muerte no en todos los casos era una desgracia entre los antiguos, pues Tánatos era bienvenido cuando un anciano sufría los estragos del tiempo y tenía su calidad de vida muy menguada, entonces era evidente que el fallecimiento de una persona en edad avanzada constituía un beneficio y no algo indeseable.
El emperador romano Augusto se refirió a su propia muerte como algo deseable si se diera en la vejez, luego de haber tenido importantes logros. A esto le llamó, en lengua griega, pese a que hablaba latín, Eutanasia, es decir, buena muerte.
El filósofo Sócrates tuvo una verdadera eutanasia, pues debido a la sentencia de muerte emitida por los arcontes, prefirió tomar la cicuta y terminar su vida rodeado de amigos y discípulos. Así nos lo cuenta Platón en su obra llamada Fedón.
Durante toda la edad media europea, cuando el cristianismo era la religión oficial, la muerte era considerada como un mal, producto del pecado; era el momento de enfrentar un terrible juicio, como lo atestigua el himno Dies irae, dies illa, compuesto en el siglo XIII por Tomás de Celano, y que permaneció en la misa de réquiem hasta el año 1970. Durante el medioevo era muy improbable que se hablara de una muerte tranquila, mucho menos de eutanasia (buena muerte).
En la segunda mitad del siglo veinte, con los avances en la medicina y el cambio de actitud ante muchos fenómenos sociales y naturales, se retomó la discusión sobre el derecho a morir dignamente y sin dolor, sobre todo en el caso de personas mayores que padecen una enfermedad terminal. No se trata de desconectar los aparatos que sostienen artificialmente la vida de un paciente con muerte cerebral, sino de personas conscientes que solicitan a alguien la ejecución de una acción que los lleve a la muerte antes de que le sobrevenga de manera natural.
Es este último caso como conocemos actualmente la eutanasia, y la licitud de un acto así está en discusión extendida.
A la eutanasia se le nombra con eufemismos tal vez válidos, como Muerte Voluntaria Asistida o Voluntad Anticipada. Esto consiste en "la decisión que toma una persona de ser sometida o no a medios, tratamientos o procedimientos médicos que pretendan prolongar su vida cuando se encuentre en etapa terminal y, por razones médicas, sea imposible mantenerla de forma natural, protegiendo en todo momento la dignidad de la persona", según la Ley de Voluntad Anticipada del Distrito Federal. Esto se da en respuesta a los numerosos procedimientos de la medicina actual por medio de los cuales se puede prolongar la vida de un paciente, pero también se alargan los sufrimientos de la enfermedad y de los procedimientos médicos.
Carl Gustav Jung, psiquiatra y psicólogo suizo, propone la existencia de un inconsciente colectivo, que consiste en un sistema psíquico universal e impersonal que influye en la forma de pensar, sentir y actuar de los seres humanos. Si consideramos la eutanasia como una propuesta sobre la mesa, podemos afirmar que, así como hay un inconsciente colectivo, también hay una conciencia moral colectiva, y el instinto de conservación no solamente es individual, sino que lo comparte todo el género humano; entonces como colectividad, por tendencia innata nos defendemos y de manera natural preservamos la vida de los demás, por eso es común que no solo protejamos nuestra propia existencia, sino también la de otros. Esto significa que cuando tratamos de preservar la vida ajena, también estamos defendiendo la nuestra.