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Empezó como un rumor en redes: imágenes virales de jóvenes en una plaza africana ondeando banderas negras de una calavera con sombrero de paja —un guiño al anime One Piece—, mezcladas con pancartas, consignas y música popular en TikTok. Pronto aparecieron clips de protestas en Lagos, Nigeria, con afrobeats como fondo, transmisiones en vivo desde Santiago de Chile donde el rap local cortaba el silencio de la noche, y un coro de hashtags que viajaba más rápido que cualquier relato oficial. No fue la idea de una sola bandera lo que prendió la chispa: fue la combinación de símbolos pop, música global y la certeza de que las narrativas tradicionales no bastan para describir a una generación que piensa en miles de plataformas a la vez.
En las imágenes virales de las recientes revueltas, la narrativa internacional se concentró obsesivamente en el símbolo del anime. Pero lo fascinante no fue la referencia pop en sí, sino el hecho de que los jóvenes movilizados eligieron un lenguaje cultural, no ideológico, para expresar un hartazgo político. Y eso, quizá más que cualquier eslogan, define a la llamada generación Z: protestan con memes, se organizan con hashtags, y si hace falta marcar territorio, lo hacen con estandartes que podrían perfectamente confundirse con mercancía de convención de cómics.
Este reportaje parte de esa escena, no para romantizarla, sino para entenderla. Porque la generación Z —también conocida como centennial— no es sólo una etiqueta demográfica para designar a quienes nacieron entre 1996 y 2012: es una constelación de hábitos, miedos, intuiciones políticas y formas de ocio que han transformado la vida pública.
ESPECIES DIFERENTES
No es la primera vez en la historia que una generación adopta sus propios códigos culturales para explicar el mundo —los boomers tenían Woodstock, la gen X tenía Reality Bites y los millennials tenían Tumblr antes de que Tumblr colapsara bajo el peso de su propia ironía—, pero sí es la primera cuyos códigos nacieron globalizados y digitales desde el día uno.
Antes de llegar a sus contradicciones —que son muchas y deliciosas—, conviene hacerse a la idea de que las generaciones pueden clasificarse como si fueran especies distintas en un documental de David Attenborough. Baby boomers, X, millennials. La taxonomía empezó como una herramienta sociológica y terminó como un deporte olímpico de estereotipos. A los centennials les tocó la peor parte del chiste: nacer justo cuando Internet dejó de ser aventura y empezó a ser infraestructura.

NATIVOS DIGITALES
Ser ciudadanos de Internet suena glamuroso, como un superpoder, hasta que uno observa el otro lado del trato: tasas crecientes de ansiedad, diagnósticos de TDAH (trastorno por déficit de atención) que ya parecen parte del paquete escolar, miedo existencial a hacer algo “cringe” (término popular para referirse a algo vergonzoso), y una tolerancia a la frustración equivalente a la duración promedio de un video de TikTok.
La generación Z creció en un ecosistema donde la dopamina se distribuye “scrolleando” en redes sociales, la validación es cuantificable y la autoexposición es casi obligatoria. Para los sociólogos, esto explica buena parte del incremento en síntomas de distractibilidad y angustia anticipatoria; para los centennials, simplemente es martes.
Hay quien defiende la teoría de que esta hiperconciencia de sí mismos —alimentada por cámaras frontales, filtros coreanos y la omnipresencia de la frase “te estás quedando sin almacenamiento”— formó una generación con una identidad cristalizada, pero frágil.
SALUD MENTAL
Vivir rodeados de pantallas también pasa factura. Los diagnósticos de TDAH han alcanzado cifras récord. Se estima que más del 11 por ciento de los jóvenes estadounidenses ha sido diagnosticado con TDAH en la infancia, algo impensable hace décadas. La OMS calcula que alrededor del cinco por ciento de los niños en el mundo presenta este trastorno, aunque en países con más recursos las tasas son aún mayores. Parte del aumento puede explicarse por criterios diagnósticos más amplios, pero muchos científicos relacionan directamente la era digital con una atención fragmentada y la necesidad de estímulos continuos. En la generación Z abundan las mentes que saltan rápido de ventana en ventana en Internet, incapaces de concentrarse largo rato sin distracción.
A esta hiperactividad interna se suma una oleada de ansiedad sin precedentes. Casi la mitad de los Z recibe tratamiento psicológico por depresión, ansiedad u otros problemas mentales. UNICEF advierte que más de siete de cada 10 jóvenes mexicanos se siente “abrumado” frecuentemente. Las causas son múltiples: la presión por proyectar una imagen perfecta en redes, la inestabilidad laboral que vieron en sus familias (crisis económicas, recesiones) y la pesadez del mundo (cambio climático, pandemia, desigualdad) convierten su día a día en una montaña rusa de estrés. Entre clases en línea y noticias virales de desastres, los centennials a veces duermen peor que los millennials mayores. No es de extrañar: cargan con las preocupaciones del siglo XXI en la palma de la mano las 24 horas.

De hecho, este estado interno se refleja en sus relaciones y gestos. Ha surgido la llamada “cultura del cringe”: los Z evitan a toda costa cualquier acto que pueda parecer ridículo o fuera de tono. Especialistas señalan que muchos rehúyen autopromocionarse o incluso hablar de sí mismos en público por miedo a ser juzgados. En redes sociales, donde un meme burlón puede viralizarse, optan por una especie de “cara de póker” digital: expresiones neutras en fotos, la vida privada guardada tras cuentas semiprivadas. Vocablos como “no dar cringe” o “fallar en público” reflejan esa cautela. Se les ve a menudo con rostros inexpresivos y hombros tensos, preparando cada tuit como si fuera un discurso bajo escrutinio. Temen hacer el ridículo porque ahora el ridículo es eterno, indexado y disponible en alta definición.
En conclusión, han desarrollado un sexto sentido para detectar al comentario hiriente, y prefieren prevenir antes que exponerse. Muchos pasan más tiempo en los chats privados o conversando con ChatGPT que en la calle y explican su baja sociabilidad diciendo: “Si no me ven, no me pueden criticar”. Han aprendido a protegerse detrás de pantallas: para ellos, a veces no hacer nada es mejor estrategia que arriesgarse al escarnio público. Celebran más una noche de videojuegos en streaming que una fiesta loca. Ha nacido, en suma, una generación que cuida su mente como jamás sus padres lo hicieron: porque saben que en el mundo viral del siglo XXI, hasta un error sentimental puede quedar grabado para siempre en la nube.
PROGRESISMO ESTÉTICO
Si a principios de los 2000 uno hubiera predicho que la generación más globalizada, diversa y conectada terminaría siendo la primera más conservadora que la anterior (especialmente en hombres), habría sido acusado de catastrofista. Y sin embargo, aquí estamos: jóvenes que defienden identidades binarias mientras postean reels sobre volver a “valores tradicionales”. Que celebra el matrimonio igualitario, pero revive con fervor el decir: “soy un hombre de verdad que paga todo y no llora”. Que promueve la salud mental, pero convierte el “yo me meto en política” en un mantra casi espiritual.
Los analistas tienen varias hipótesis:
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La reacción pendular tras el progresismo intensivo de los millennials.
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La fragmentación del discurso público en burbujas digitales que no dialogan.
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La sensación económica de estancamiento global.
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El atractivo de los discursos simplificados, que funcionan muy bien en clips de 12 segundos.

Pero lo más interesante es que esta inclinación conservadora convive con una cultura profundamente inclusiva. Les preocupa el lenguaje, la representación, la diversidad afectiva, pero también buscan certezas, estructuras claras, jerarquías menos ambiguas. En otras palabras: son la generación más progresista en lo que ven y, a la vez, la más conservadora en cómo sienten.
JUVENTUD NO TAN JOVEN
Una sorpresa estadística que desconcertó a varias instituciones de salud pública es que los centennials beben menos, fuman menos y se drogan menos que sus predecesores a la misma edad. Los epidemiólogos celebran; los antropólogos sospechan; los sociólogos sonríen con suficiencia. Hay muchas explicaciones posibles:
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La vigilancia constante del smartphone: difícil ponerse ebrio si existe el riesgo de que todos graben evidencia para siempre.
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La ansiedad basal: la vida ya es suficientemente estimulante; añadir sustancias sería redundante.
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El culto al rendimiento: el gimnasio y la productividad compiten con fiereza contra la cruda moral.
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La precariedad económica global: la fiesta sale cara cuando tienes que ahorrar para pagar… bueno, cualquier cosa.
Pero el hecho de que consuman menos sustancias no significa que vivan más relajados. Simplemente cambiaron los riesgos: hoy la sobredosis más común es de hiperconectividad, el insomnio es endémico y la adicción más peligrosa es a la inmediatez.
Los abuelos bohemios dirán que ya no se sabe vivir. Los Z responderán que “vivir” no es tan atractivo cuando todo es inaccesible y que la verdadera rebeldía del siglo XXI es dormir ocho horas diarias.

POLÍTICA REMEZCLADA
Intentar analizar a la generación Z bajo las categorías clásicas de “izquierda–derecha” es como intentar ver TikTok en una televisión de bulbos: la interfaz simplemente no está diseñada para eso.
Para ellos el liberalismo cultural es estándar, el liberalismo económico es sospechoso, el progresismo es un deber ético —aunque no necesariamente práctico— y el conservadurismo es atractivo si ofrece orden emocional en un mundo caótico.
No es que sean contradictorios, es que aprendieron a vivir con capas simultáneas, como un archivo mal organizado donde conviven fan arts, PDFs de teoría política, recetas veganas, tutoriales de finanzas personales y videos existenciales.
La política para ellos es un remix: memes como argumentos, referencias pop como banderas simbólicas —a veces de anime, a veces de Avatar: The Last Airbender, a veces de Taylor Swift— y una extraña mezcla de nihilismo esperanzado. Y aunque protestan con humor, sus demandas rara vez son chiste: la ansiedad climática, la precariedad laboral y la desigualdad digital son urgencias reales.
EN LATINOAMÉRICA
En América Latina, la historia se vuelve todavía más matizada. Aquí, donde el Wi-Fi comunitario convive con la desigualdad estructural, la generación Z ha crecido sabiendo que el futuro nunca está garantizado, pero la creatividad sí.
Aquí la juventud se politiza desde la risa, se organiza desde la indignación y se sostiene desde la cultura.
No es casual que los movimientos estudiantiles recientes en la región hayan mezclado protestas con música urbana, memes, k-pop y estética vaporwave. La cultura digital no es un accesorio, es un idioma.
Sin embargo, la tendencia conservadora masculina también aparece empujada por crisis económicas, precariedad emocional y discursos de “orden” que prometen lo que los gobiernos no han dado. Mientras tanto, las mujeres y las diversidades centennials siguen liderando movimientos feministas, climáticos y de derechos humanos con una claridad estratégica que ya envidiaría cualquier partido político.
La dualidad latinoamericana se condensa entonces en ellos: progresistas en visión, conservadores en miedo; revolucionarios en lenguaje, cautelosos en acción.

ÍCONOS CULTURALES
Si las generaciones pasadas se definían por sus héroes —los boomers tenían rockstars, la generación X tenía atletas irreverentes y los millennials tenían influencers con filtros Valencia—, los Z se definen por ecosistemas culturales, no por figuras individuales. Sus íconos son más bien constelaciones: artistas que colaboran, deportistas que hacen streamings, celebridades que no se reconocen a sí mismas como celebridades y modas que nacen en un cuarto desordenado con buena iluminación LED.
Estamos ante el fin de los géneros y el triunfo del algoritmo. Para los centennials, la música no es una identidad, sino un estado de ánimo administrado por plataformas. Una lista de reproducción llamada “Triste pero productivo” puede mezclar a Bad Bunny con Mitski, Rosalía, Doja Cat y una cumbia electrónica que Shazam nunca logra identificar. La lealtad a los géneros murió el día que Spotify preguntó: “¿Quieres que mezcle tu biblioteca con sonidos del mundo?”.
No es casual que artistas como Olivia Rodrigo, Peso Pluma o Billie Eilish tengan un impacto transversal: combinan angustia emocional, estética cuidada y una presencia digital que se siente íntima pero que está editada con la precisión de un diseñador de efectos especiales. La música Z no es sólo sonido: es narrativa, meme, identidad portable y a veces hasta postura política.
En el deporte no es diferente. Para ellos, admirar a un deportista implica algo más que verlos ganar. Quieren saber qué desayunan, cómo entrenan, qué dicen cuando se quedan sin aire, y si tienen un perro adorable. Es la primera audiencia deportiva que sigue tanto las estadísticas como los detrás de cámaras. Atletas como Naomi Osaka, Simone Biles o Erling Haaland se convierten en referentes precisamente porque muestran vulnerabilidad, transparencia y humanidad, cualidades que antes se percibían como distracciones y ahora son parte de las marcas personales.
Las ligas deportivas, conscientes del cambio, han adaptado su estrategia: clips verticales, micrófonos ambientales, cuentas de humor y narrativas tipo “novela”. El deporte, para la generación Z, es espectáculo, sí, pero también personaje, estética, soundtrack y contenido multipropósito.

MODA Y CONSUMO
La moda es más hostil porque vive en la paradoja de la anti-moda: buscan verse auténticos, cómodos, sin esfuerzo, pero con una curaduría tan precisa que requiere más horas que un traje sastre de los noventa. La estética varía entre núcleos subculturales:
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La delicadeza minimalista del “clean girl”.
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La energía maximalista del Y2K renacido.
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El grunge suave de quien escucha a Phoebe Bridgers.
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La indumentaria urbana mezclada con la nostalgia del 2010.
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El techwear para los que creen que Apple es una declaración de principios.
Lo que une a todas estas vertientes no es el estilo, sino la lógica de que vestir es un lenguaje. Cada prenda comunica algo, y toda comunicación es potencialmente capturable en foto vertical.
A diferencia de los millennials, que abrazaron la cultura del “quiero experiencias, no objetos” —pero compraron ambos por si acaso—, la generación Z ha interiorizado una forma distinta de consumo: curado, narrado y consciente. Eligen marcas no sólo por calidad o precio, sino por ecosistema: quién las usa, qué valores comunican, cómo se integran a su identidad pública.
Esto explica el auge de productos nostálgicos que reeditan estéticas de los 2000, marcas pequeñas sostenidas por TikTok, ropa de segunda mano y moda circular,consumo digital (suscripciones, apps, cursos) y productos que prometen “sensación” más que funcionalidad. Comprar es pertenecer.
Si algo distingue a los centennials de sus predecesores es que ya no consumen cultura, la habitan. Todo puede convertirse en símbolo, todo puede resignificarse, todo puede ser remix. Desde la playera antigua de futbol europeo usada para un café en Ciudad de México hasta la playlist de “Música para existir”, la cultura Z es una coreografía de pequeñas decisiones estéticas que funcionan como brújula emocional en un mundo saturado de información.

No buscan un ícono absoluto, buscan multiplicidad. Y, paradójicamente, en esa multiplicidad encuentran algo parecido a la identidad.
PARADOJA ACADÉMICA Y LABORAL
Académicamente, la generación Z vive en una contradicción permanente: son la cohorte con mayor acceso a información en la historia, pero también la que más reporta fatiga escolar y la sensación de estar siempre por debajo de un estándar imposible. No es que estudien menos; al contrario, consumen tutoriales, cursos en línea, microclases y videos explicativos con una disciplina que sus predecesores apenas podrían imaginar. El problema es que lo hacen en un ecosistema donde el conocimiento no se mide por comprensión, sino por velocidad. Entregar un ensayo ya no es suficiente; hay que saber editarlo en Canva, presentarlo oralmente, acompañarlo con gráficos animados y publicarlo como evidencia de productividad en redes.
Los expertos señalan un fenómeno interesante: la hipercompetencia académica comenzó antes de que ellos entraran a preescolar. Desde apps para bebés hasta cursos de programación para niños de cinco años, los Z fueron moldeados en una cultura que glorifica el desempeño, pero no necesariamente la reflexión. El resultado es una generación brillantemente informada, pero emocionalmente exhausta, que a menudo siente que estudiar no garantiza nada en un mercado laboral volátil.
DE LA ESPERANZA MILLENNIAL AL REALISMO Z
Laboralmente, la generación Z llegó en el peor momento para esperar certezas. Se incorporó al empleo en plena crisis económica global, con modelos de negocio inestables y con un mundo que les vendió la idea del “trabajo de tus sueños” justo cuando esos sueños fueron absorbidos por recortes de personal, automatización e inflación. Donde los millennials imaginaban oficinas con áreas de esparcimiento, cold brew y un ambiente de flexibilidad, los Z ven corporativos que piden “pasión” pero ofrecen contratos temporales, horarios híbridos ambiguos y salarios que muchas veces no alcanzan para vivir solos ni con roomies.
A esto se suma su compleja relación con el trabajo: no quieren dedicar la vida a una empresa, pero tampoco sueñan con ofrecer servicios de forma independiente por siempre; no persiguen el éxito tradicional, pero tampoco quieren la inestabilidad romántica de la bohemia; ambicionan flexibilidad, pero sospechan de cualquier compañía que la ofrezca como si fuera un dulce para distraerlos del maltrato. Trabajan porque tienen que hacerlo, pero también porque quieren tiempo, dignidad y salud mental, un paquete completo que el mercado laboral rara vez concede.

Otro rasgo generacional es la crisis de expectativas. Muchos cursaron carreras universitarias —algunos incluso posgrados— solamente para descubrir que los empleos de entrada pagan lo mismo que hace diez años, pero exigen el doble de habilidades. Hoy, un recién egresado debe saber inglés, interpretar datos, manejar tres plataformas de gestión, hablar en público, editar video, no incomodar a nadie y sonreír ante la promesa siempre nebulosa de “crecimiento dentro de la empresa”.
Mientras tanto, la educación superior se encareció en casi todo el mundo, lo que crea el peor cóctel posible: jóvenes altamente preparados, altamente endeudados y altamente conscientes de que el sistema está diseñado para avanzar más lento de lo que avanza la tecnología. La narrativa meritocrática se resquebraja, y muchos Z sienten que ser el mejor de la clase ya no abre puertas, solo permite entrar a un proceso de reclutamiento con 400 candidatos igual de sobrecalificados.
En América Latina, estas tensiones se intensifican. La calidad educativa fluctúa entre lo brillante y lo precario. El acceso a oportunidades depende del código postal y el talento abunda en regiones donde las instituciones fallan. La generación Z latinoamericana tiene herramientas autodidactas que sus padres no imaginaron —YouTube para aprender, Discord para colaborar, plataformas de cursos globales—, pero también enfrenta brechas tecnológicas, salarios bajos y mercados laborales saturados.
Aun así, pocos grupos han mostrado tanta creatividad para sacar provecho del sistema. Emprenden desde TikTok, venden servicios transnacionales sin salir de casa, aprenden oficios digitales en tres semanas y construyen redes de apoyo más sólidas que muchas universidades. Son, en esencia, la generación que se forma sola cuando la institución no alcanza.
CANSADOS, NO VENCIDOS
A los centennials se les acusa de ser demasiado frágiles, demasiado digitales, demasiado conscientes, demasiado todo. Pero quizá la crítica ignora algo esencial: nunca antes una generación tuvo que cargar con un mundo tan abrumador tan pronto. Crisis climática, pandemias, algoritmos intrusivos, economías impredecibles, noticias constantes, vigilancia permanente. Y aun así, siguen reinventando los códigos culturales, redefiniendo la política y cuestionando cada estructura heredada.
Son, para bien y para caos, la primera generación verdaderamente global. La que ya no entiende la vida sin Wi-Fi, pero tampoco sin propósito. La que crece bajo presión, pero responde con ingenio. La que tal vez no bebe tanto, pero piensa demasiado. La que teme al ridículo, pero no al cambio.
El mundo duda de ellos. Ellos, en cambio, dudan del mundo. Y esa duda —incómoda, brillante, insistente— quizá sea precisamente lo que lo transforme.