Herencia de ausencia: la infancia atravesada por desaparición forzada
Hace 14 años Alondra heredó la ausencia. Tenía cinco años cuando, en septiembre de 2011, un grupo de hombres desconocidos irrumpió en su domicilio ubicado en Saltillo para llevarse, junto con ella, a cinco integrantes de su familia.
Su infancia quedó suspendida en el trayecto que realizó la camioneta en la que los transportaron. En algún punto del camino, el vehículo regresó para devolverla a ella y a su hermano Víctor Everardo, que en ese entonces tenía 10 años de edad.
Sus padres, Víctor Manuel Pinales Gámez y María Guadalupe Hernández Herrera; su tía Rosa Isela y su hermana Vanessa Vianey, hasta la fecha, siguen en calidad de desaparecidos.
Alondra tiene ahora 19 años y vive en Torreón, en la casa de su abuela María del Pilar Herrera. La joven lleva 14 años conviviendo con fantasmas, anclada a un recuerdo borroso que le arrebató la forma de su infancia.
Su vida, dice, se transformó en una carpeta de investigación, un número entre tantos. No sabe cuántos son, pero supone que, como ella, en Coahuila habitan “muchos” niños, niñas y jóvenes que deambulan con su mismo dolor, huérfanos y huérfanas de la desaparición.
Oficialmente son reconocidos como “víctimas indirectas” de una herida abierta que, de acuerdo con el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), asciende (en su versión pública y en constante actualización) a 3 mil 673 casos en Coahuila.
Aunque Alondra y su hermano no figuran en esa estadística, la desaparición forzada sí atravesó de lleno su infancia. Crecieron acompañados por ausencias y por la falta de respuestas.
Su historia, de acuerdo con el libro Hormigas entre gigantes en México, se asemeja a la de al menos 159 mil 383 niñas y niños que podrían vivir sin su padre y/o madre a causa del delito de desaparición.
El número anterior resulta una estimación, porque, pese a la magnitud del fenómeno, la llamada “orfandad por desaparición”, puntualiza el título citado, no es un concepto reconocido por el Estado mexicano.
Específicamente, en Coahuila, el titular de la Comisión Ejecutiva Estatal de Atención a Víctimas (CEAV) Ricardo Martínez Loyola informó para este texto que actualmente el estado no cuenta con un registro que permita identificar específicamente cuántas niñas, niños y adolescentes reciben atención por la desaparición de uno o de ambos progenitores.
“No tenemos la posibilidad de desagregar la información por grupo etario”, admitió el funcionario. La plataforma oficial de registro (PROFADENET), dice, no permite distinguir cuántas de las personas atendidas son infancias atravesadas por la desaparición forzada.
Sin embargo, este diario localizó por transparencia que, justo, la CEAV tiene registradas a 381 niñas, niños y adolescentes como víctimas indirectas de desaparición de personas, de las cuales 190 son mujeres y 191 son hombres.
Asimismo, en el documento se puntualiza que 565 niñas, niños y adolescentes, inscritos en el Registro Estatal de Víctimas, se encuentran en condición de orfandad debido a la desaparición de su padre o madre.
Pero, aunque en Coahuila existan programas de atención integral para las familias de personas desaparecidas, como ya se indicó líneas arriba, las infancias quedan diluidas dentro de la categoría genérica de “víctimas indirectas”, esto sin un reconocimiento de sus necesidades diferenciadas.
Entonces… ¿Qué sucede con la infancia cuando es suspendida por un acto de desaparición forzada? ¿Cómo se repara el daño a los niños y niñas que crecen a la sombra de la ausencia?
En un intento por contestar esas preguntas, este diario, a través del testimonio vivo de Alondra, se propuso explicar la realidad de las infancias que crecen aprendiendo a nombrar el mundo desde la falta, y que cargan con ausencias que no eligieron, pero que, irremediablemente, marcan para siempre su manera de habitar el mundo.
¿POR QUÉ NO ESTÁN AQUÍ CONMIGO?
Es 12 de diciembre y en la ciudad abundan las reliquias en honor a la Virgen de Guadalupe. El sonido de los guajes y las tamboras se cuela en el ligero viento que sopla allá por el sur oriente de Torreón.
De una casa verde limón sale Viviana, hermana de Alondra, ella también perdió a su mamá aquella noche de septiembre del 2011, aunque son hijas de diferente papá, ambas, desde sus contextos y edades, han tenido que enfrentar los espectros de la ausencia.

Tras la desaparición de María Guadalupe, Viviana cuidó a Alondra como a una hija. La niña, a su vez, comenzó a buscar en ella el cobijo maternal que había perdido. Así ocurre después de una desaparición: los roles se desplazan, hermanas y abuelas se convierten en madres, y nietos o hermanos pasan a ser hijos.
Cuando este tipo de violencia trastoca a una familia todo se altera. Alondra perdió a cuatro familiares de golpe cuando era muy chica y sin pensarlo tuvo que madurar de forma acelerada.
Sentada en la sala de la casa de su abuela, la joven de 19 años acepta charlar con este diario porque, expresa: “me gustaría que la gente no juzgue a otra gente. No hay que juzgar a nadie por su pasado, ni suponer que por algo que pasó esas personas hicieron algo malo”.
Ella estaba dormida cuando la violencia tocó a la puerta de su casa y alteró su vida para siempre. Cuando los hombres llegaron y los subieron a todos a la camioneta, en determinado momento ella abrió los ojos y se percató de qué algo pasaba. En ese instante, literalmente, su sueño de infante se interrumpió para siempre.
El que vio todo fue su hermano, que al ser más grande de edad pudo comprender más pronto lo que ocurría. Sin embargo, al poco tiempo su mente bloqueó toda huella de ese día.
“El mecanismo de defensa de mi hermano fue bloquearse totalmente”. Alondra recuerda que cuando los devolvieron a ellos, y preguntó por sus papás, su hermano le soltó a quemarropa: “los acaban de secuestrar”.
A sus cinco años, Alondra ya conocía eso de la pérdida. Un mes antes de que el grupo de hombres llegara a su casa y fracturara su infancia, su familia ya había sufrido la muerte de su abuelo.
“Entonces ya comprendía más o menos el hecho de no tener a alguien, ya comprendía un poco la ausencia”. Aun así, recuerda que por un tiempo su pregunta constante fue: “¿Cuándo van a regresar?”
De un día para otro Alondra dejó Saltillo para mudarse a Torreón. La imagen de la camioneta avanzando y regresando deambuló los primeros años persistente en su cabeza. De golpe, el suceso le arrebató la infancia cuando todavía era de ella, y asumió sin más su orfandad forzada.
CRECER CON LA ESPERANZA GASTADA
Claro que aún le duele no saber, no tener cuerpos ni certezas. La ausencia para ella no es un recuerdo, sino su forma inocua de habitar los días.
Alondra actualmente cursa el tercer semestre de la licenciatura en Comercio Exterior. Vive con su hermana Viviana, su hermano Víctor y con su abuela María del Pilar, una mujer que en menos de dos meses perdió a su esposo y a cuatro de sus hijos.
“Eso dice porque a mi papá (que no era de su sangre) así lo veía, como a un hijo”, enfatiza la joven, que además detalla que desde que sufrió esas pérdidas, su abuelita dejó de festejar Navidad y acogió a la depresión como parte de sus días.
En su caso, ella pasó de tener una infancia normal a ser registrada como una víctima indirecta por delito de desaparición forzada. La Comisión Ejecutiva Estatal de Atención a Víctimas (CEAV) de Coahuila cubre parte de sus estudios y, cuando era niña, le brindó atención psicológica.
Ese acompañamiento forma parte de los dos programas que la CEAV coordina para los familiares de personas desaparecidas en Coahuila. De acuerdo con Martínez Loyola, los apoyos educativos pueden incluir desde el pago de inscripciones hasta la gestión de descuentos o condonaciones en escuelas públicas y privadas, y no se suspenden al cumplir la mayoría de edad. “El acompañamiento se mantiene hasta la conclusión de la carrera”, explicó el funcionario.
Sin embargo, aclaró que el presupuesto destinado a la atención de víctimas indirectas no opera con un monto fijo, sino que se activa a partir de las necesidades detectadas mediante diagnósticos elaborados por la Dirección de Atención Inmediata.
Informó, por ejemplo, que un programa de la PROFADE (Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes) que se aplica en este contexto, cuenta con un tope de hasta cinco millones de pesos para brindar atención a los menores. En este año que está por concluir, de ese monto, dijo, se ejercieron aproximadamente 2.7 millones.
Martínez Loyola mencionó que, de manera adicional, la CEAV dispone de un fondo de ayuda y reparación que recibe un porcentaje garantizado del presupuesto de egresos estatal, el cual este año ascendió a poco más de cuatro millones de pesos.
“En conjunto, ambos fondos registraron un incremento de 1.6 millones de pesos respecto a 2024. El monto final a ejercer dependerá de las solicitudes de acceso que se presenten”, señaló.
Así también, otro dato localizado por transparencia, reveló que, desde 2020 a febrero del 2025, la CEAV Coahuila había brindado un total de 929 atenciones a menores víctimas indirectas de desaparición, destinando para ello un presupuesto de un millón 595 mil 149 pesos.
En ese sentido, el funcionario informó que actualmente la comisión cuenta con el servicio de seis psicólogos y tres trabajadoras sociales para atender, no sólo a casos como el de Alondra, sino a todas las personas afectadas por delitos o violaciones a derechos humanos.
Para la joven, aunque reconoce que el estado sí la ha apoyado, piensa que nada le repara el daño de haber crecido sin sus padres. “Al final eso (el apoyo) no regresa nada, ni cura ninguna secuela”, expresó una niña que creció acechada por las sombras de la depresión, el insomnio, el miedo al abandono y la inseguridad.
A los cinco años tuvo que crecer en un lugar nuevo, con personas nuevas, cargando una historia de violencia a cuestas que a veces nadie quería entender. Los niños, por ejemplo, recuerda, llegaron a ser muy crueles con ella.
Aunque no tuvo que trabajar ni sostener económicamente a su familia, sí aprendió a resistir. A cuidar. Hoy, por ejemplo, su mayor responsabilidad es precisamente su abuela que suma 78 años de edad.
El cuidado es mutuo, y el peso emocional evidente: “No es lo mismo mi infancia que la de mis amigas”, expresa. Y su frase no suena a queja sino a certeza.
Aunque hablar de sus familiares desaparecidos le reabre un hueco en el pecho, Alondra comparte algunos recuerdos fragmentados que almacena celosamente en su mente. En las imágenes, su madre María Guadalupe, es la que más aparece: una mujer alegre, presente, que todas las noches tenía una tradición, hacerles tortillas de harina, y más cuando su padre Víctor Manuel, que trabajaba en los camiones Ómnibus, volvía a casa después de estar fuera un tiempo.
Cuando él regresaba el ritual se avivaba: tortillas de harina calientes y tiempo de calidad en familia. Esa normalidad, la más elemental, fue lo primero que se desvaneció aquella noche turbia del 2011, un año en el que, cabe recordar, Coahuila experimentó un pico de violencia extrema.
Por ejemplo, en esa época se registró la masacre de Allende perpetrada por el cártel de Los Zetas. Algunas versiones estiman que el número de víctimas durante esa ola de violencia, podría haber llegado a decenas o incluso hasta 300 asesinados o desaparecidos en varios municipios del norte de Coahuila.
Alondra piensa que su familia fue víctima de ese contexto violento. Y con el paso de los años entendió que lo que les ocurrió a los suyos tenía un nombre en específico: desaparición forzada. No hay cuerpos, no hay pistas, no hay respuestas, no hay nada. Y hasta la fecha, comparte, la carpeta de investigación está estancada.
De lo único que tiene seguridad, dice, es de que su hermana Vanessa ya no está más en ese mundo. Dos años después de que “los levantaron” apareció un video que llegó hasta sus ojos. La imagen queda fuera de toda descripción posible: su hermana aparecía siendo decapitada, sí, era Vanessa, expresa, traía la misma ropa con la que la vio por última vez.
Alondra enfocó su mirada a esa pantalla porque “necesitaba saber". Necesitaba, al menos, una certeza sobre los últimos momentos que vivió parte de su linaje. Sólo ella sabe si exponerse a la imagen fue una buena decisión.
Con el tiempo, dejó de esperar que sus familiares cruzaran la puerta, su hermano así se lo sugirió. Un día le dijo: o vivimos o nos arrastramos junto con ellos al abismo.
Quizá, por eso la joven no participa activamente en los colectivos de búsqueda. Su hermana y su abuela son quienes se han sumado a esa lucha a través del Grupo Víctimas por sus Derechos en Acción (VIDA). Ella, Alondra, vive en silencio su propia travesía.
Sabe que las voces de las víctimas indirectas suelen quedar al margen, aplastadas por el estigma: y la pregunta recurrente que ha escuchado a lo largo de 14 años: “¿En qué andaban metidos?”.
“Y no”, responde, “no andaban en nada. Era 2011. México es México. Y aunque lo hubieran estado, nada justifica arrebatarle la vida a alguien… ni quitarle a una niña así a sus padres”.
Al ir creciendo, Alondra aprendió a usar el humor como defensa. Comparte que a veces incomoda a sus amigos diciendo que no tiene papás. Quienes la quieren saben la historia completa. La sostienen y le repiten que es una persona muy fuerte. Ella asiente, pero también aclara: no se trata de ser fuerte, sino sólo de seguir viviendo.
La esperanza, admite, ahora es mínima. No porque no quiera creer, sino porque es consciente del país que habita. Aun así, hay cosas que la anclan: su red afectiva, su familia, aunque disfuncional, dice, pero al fin de cuentas su familia. Además de una perrita criolla llamada Suky que adoptó y que acaricia mientras se gesta la entrevista.
¿Qué le da esperanza Alondra?, se le lanza la cuestión.
“Sólo quiero ser mejor persona. Y creo que va a llegar un punto en el que voy a volver a ser feliz”, responde.
La joven de 19 años reconoce que fue, y sigue siendo víctima, pero no quiere que su historia compita con otras ni que el sufrimiento la defina. Su caso humaniza la estadística (aunque estimada) de las infancias atravesadas por la desaparición forzada que crecen así, sin reparación integral real, y sin certezas. Ella no heredó bienes: heredó una ausencia que el Estado no reconoce, pero que, en cambio, sí definió el rumbo de su historia.