La vida y pasión de María Corina Machado nos devuelve la fe en una virtud antigua y olvidada de la humanidad: la del heroísmo. Por si fuera poco, su triunfo moral no es solo de Venezuela. El otorgamiento del Premio Nobel de la Paz nos acerca a la posibilidad de una América Latina plenamente democrática y libre.
Parece una utopía. Puede no serlo. La vida de los pueblos no se mide en años sino en décadas, y a veces en siglos. A golpes de experiencia, muchas veces terribles, finalmente aprenden de sus errores.
Es el caso de los venezolanos. En 1998 entregaron todo el poder a un falso salvador que usó la democracia para acabar con ella. Su sucesor ha llevado al país a la peor implosión de la historia latinoamericana. Pero como el populismo no mata a los pueblos, sino que lentamente los asfixia, el efecto fue sintiéndose paulatinamente hasta convertirse en la toma nacional de conciencia que ha ocurrido en estos años.
Para que nuestra América construya esa nueva realidad democrática, Venezuela debe retornar a la democracia con la investidura de Edmundo González, su presidente legítimo, y el triunfo histórico de María Corina Machado, líder de esta gesta liberadora. El mecanismo parece estar en marcha. La autocracia criminal que oprime al país podría verse obligada a abandonar el poder debido a la presión interna y externa. Cuando suceda, el impacto asombrará al mundo. Venezuela, un país rico en petróleo, es aún más rica en la valentía y la resistencia de su gente, decidida ya a librarse de los capos. Millones de expatriados regresarán a su país para reconstruirlo. Las familias se reunificarán. Los venezolanos valoran como nunca antes el significado de la libertad.
Una América libre de dictaduras sería una vuelta al origen. Ese fue el verdadero sueño de Simón Bolívar. Y el de José Martí. Con variaciones, todos nuestros países se constituyeron desde su nacimiento con los elementos esenciales de cualquier república (separación de poderes, Estado de derecho, libertades civiles, libertad de prensa, elecciones regulares). Esos ideales persistieron siempre. Hubo casos más exitosos y duraderos (Chile, Uruguay, Colombia, Costa Rica y, durante largos períodos, Argentina) pero la fragilidad e inestabilidad de las repúblicas no se debieron a la renuncia de los ideales sino a la influencia adversa de tres factores: los caudillos, dictadores y militares que en el siglo XX adquirieron un perfil fascista; la revolución marxista que en Cuba instauró la primera dictadura que nunca se avergonzó de serlo y reverberó en las guerrillas de toda la región; y Estados Unidos que, traicionando a los liberales del continente, prefirió apoyar a los dictadores, porque eran "sus dictadores".
En este siglo, Ecuador, Bolivia, Perú, Colombia y México contrajeron el virus populista, que es una mezcla maligna de los dos primeros factores. Pero ahora, las redes sociales han evidenciado la realidad de Venezuela (no se diga la de Cuba y Nicaragua) y el mal ha comenzado a revertirse en Ecuador, Perú y Bolivia. Este repliegue -importa señalar- no implica un desprestigio de la izquierda democrática que gobierna legítimamente (y quizá seguirá gobernando) en Brasil y Chile, dos países cuyos regímenes no tienen un carácter populista porque sigue rigiendo en ellos el Estado de derecho y hay libertades políticas. Y con todas sus estridencias, lo mismo cabe decir, en el extremo ideológico opuesto, de Argentina.
¿Ha cambiado el factor externo? A Trump no le preocupa la democracia en nuestros países. De hecho, la está desmantelando en el propio y no oculta sus simpatías por los autócratas del planeta. Por otro lado, la simbiosis del régimen de Maduro con el narco, sumada a su historial asesino, está llevando a Estados Unidos a incidir en la liberación del pueblo venezolano, cuya voluntad soberana se expresó en las urnas, inequívocamente, en contra de Maduro. Es deseable que esta presión derive en una transición pacífica que desemboque en la tan anhelada etapa de reconstrucción.
La libertad debe volver a Venezuela. Su ejemplo alentará el eventual cambio en Nicaragua y Cuba, e impedirá que los regímenes de izquierda y derecha que han exhibido proclividades autoritarias sigan pisoteando el Estado de derecho, la división de poderes, las libertades y la transparencia electoral.
No es una utopía. Es la modesta visión de una sociedad trabajadora, pacífica y decente. La misma que soñaron los fundadores de nuestras repúblicas. La misma que representa la heroica María Corina.