El reciente escándalo del huachicoleo fiscal desnuda una verdad incómoda: México padece una corrupción sistémica que corroe las bases del Estado. Con 555 empresas implicadas, ocho puertos usados como puertas de entrada del fraude y pérdidas estimadas en 170 mil millones de pesos anuales, no hablamos de simples irregularidades administrativas, sino de un fenómeno que exhibe la captura del aparato estatal por redes criminales.
Los puertos de Altamira, Veracruz, Lázaro Cárdenas, Guaymas, La Paz, Cancún, Mazatlán y Ensenada forman una red de corrupción que utiliza documentos falsos, manipulación de fracciones arancelarias y complicidad aduanera para clasificar combustibles como productos exentos de impuestos.
Especialmente grave es el caso del vicealmirante Manuel Roberto Farías Laguna, sobrino político del exsecretario de Marina Rafael Ojeda Durán. Junto con empresarios y funcionarios operaba a través de la empresa Mefra Fletes. El episodio evidencia dos cosas: la infiltración de la corrupción en las más altas esferas militares y el fracaso de haber entregado a la Marina el control de las aduanas bajo el pretexto de combatir la corrupción.
La tragedia se mide también en vidas: siete muertes de marinos, personal aduanal y agentes de la FGR vinculadas a la red. No hablamos solo de un fraude fiscal, sino de un cártel con información privilegiada y capacidad letal para eliminar testigos.
El discurso neoliberal prometió que la apertura de mercados, privatizaciones y reducción del Estado reducirían la corrupción. La lógica parecía sólida: más competencia, menos burocracia y trámites más simples. La realidad es otra: sin controles internos ni mecanismos de rendición de cuentas, esas reformas solo abrieron la puerta a nuevas formas de saqueo.
La Marina, hasta hace poco la institución de mayor credibilidad fue elegida para "blindar" las aduanas. Lo que vimos fue lo contrario: cuando se transfieren funciones civiles a mandos militares sin controles democráticos, se abren espacios de impunidad aún más peligrosos.
Los 170 mil millones de pesos anuales que se pierden por este fraude equivalen a hospitales no construidos, escuelas no equipadas, carreteras inconclusas, policías mal pagadas y sistemas de justicia inoperantes. Cada peso desviado perpetúa la desigualdad y la pobreza.
El impacto económico no se limita al erario. El fraude distorsiona el mercado energético: las empresas legales deben competir contra combustibles vendidos con ventajas artificiales, obligándolas a elegir entre desaparecer o sumarse al fraude. La corrupción se convierte así en incentivo económico.
El costo más alto, sin embargo, es institucional. Cuando la sociedad observa marinos, jueces, funcionarios y empresarios enredados en la misma telaraña, se instala la percepción de que la corrupción es regla y la impunidad, norma. Esa erosión de confianza mina no solo a las instituciones involucradas, sino al sistema democrático en su conjunto.
La reacción oficial ha sido tardía e insuficiente. Aunque la FGR ha mapeado puertos y actores clave, las investigaciones chocan con resistencias internas y complicidades de alto nivel.
¿QUÉ HACER? TRES MEDIDAS SON URGENTES:
1. Transparencia absoluta en las investigaciones y procesos judiciales sin fueros ni privilegios.
2. Fortalecer las instituciones civiles encargadas de la fiscalización y dotarlas de mecanismos de supervisión parlamentaria y ciudadana.
3. Modernizar tecnológicamente las aduanas con inspecciones automatizadas, seguimiento digital y sistemas de inteligencia artificial que detecten patrones anómalos.
Pero ninguna medida técnica servirá sin voluntad política real, capaz de sancionar a los poderosos y tocar a instituciones consideradas intocables.
El huachicoleo fiscal confirma una realidad: en muchos aspectos, México funciona como Estado fallido, donde la ley se burla sistemáticamente. No es un problema técnico de recaudación; es una crisis de legitimidad institucional.
Este cáncer trasciende etiquetas ideológicas -neoliberales, nacionalistas o socialdemócratas-. Solo se puede enfrentar con una fórmula clara: voluntad política, fortalecimiento institucional, transparencia radical y participación ciudadana.
Tolerar que el fraude fiscal se normalice es aceptar un futuro de pobreza, desigualdad y crimen fortalecido. La disyuntiva es clara: o combatimos de raíz esta corrupción sistémica o seguiremos siendo un país donde delinquir resulta más rentable que cumplir la ley.