La nueva legislación de aguas no es la que México necesita; sobre todo, no es la que mandató la Constitución en 2012. ¿Cómo le va a hacer para respetar la naturaleza, para respetar las aguas de los pueblos, ejidos y comunidades, para coadministrar el agua en el territorio, para garantizar el derecho ciudadano a vetar proyectos dañinos, para prohibir agua para minería tóxica y fracking, para acabar con acaparamiento, contaminación e impunidad por grandes usuarios, para cerrar puertas a la privatización, para democratizar los servicios del agua, para priorizar el agua para la soberanía alimentaria, para garantizar acceso pleno a la información, para asegurar recursos públicos suficientes y para erradicar la corrupción e impunidad?
Para empezar, México tiene dos leyes de aguas operando de manera simultánea a partir del 4 de diciembre de 2025: la Ley de Aguas Nacionales y la Ley General de Aguas. No es lo que mandató la Constitución en 2012.
Antes de 2012, la reglamentación del agua estaba basada en los artículos constitucionales 27 y 115.
Sin embargo, el 8 de febrero de aquel año, el derecho humano al agua se elevó a rango constitucional.
Ese sólo hecho significó, por sí mismo, una incorporación de la máxima importancia, que hasta antes de diciembre de 2025 el Congreso de la Unión no se hizo cargo de ella.
Los derechos humanos son las leyes de mayor jerarquía y de máximo rango en un orden jurídico constitucional; son los que tienen el mayor grado de vinculatoriedad.
Por lo tanto, a partir de aquel 8 de febrero, se modificó el marco de lo posible -jurídicamente hablando-, y no sólo de lo posible sino de lo obligado para la legislación, de lo obligado para el Poder Legislativo.
Por lo tanto, a partir de esa modificación, el Poder Público no podía hacer como si no pasara nada. Y, sin embargo, es lo que sucedió.
Y es que a partir de esa modificación se reconfiguró el marco constitucional del agua, encabezando ese marco el derecho humano, lo que exigía, por un principio de unidad constitucional, una reinterpretación congruente de los artículos 27, 115, 4, 1 -que es el que reglamenta los derechos humanos- y 2 -que es donde están los derechos de los pueblos indígenas, incluyendo el derecho al agua-.
Todo eso había que volver a pensarlo.
Dentro de ese nuevo marco, la Ley de Aguas Nacionales quedó, en automático, virtualmente modificada, aún y cuando el Legislador no la tocara.
Es necesario recordar que los derechos humanos tienen una función objetiva y que, por lo tanto, permean en el ordenamiento jurídico, por lo que la Ley de Aguas Nacionales debió incorporar el enfoque de derechos, ya fuera por vía interpretativa -aplicación directa de la Constitución- o por vía operativa -impugnaciones judiciales-.
Eso ocurrió de hecho. Muchas comunidades, acompañadas por abogados y por organizaciones, presentaron amparos por derecho humano al agua y los ganaron, aún y cuando la Ley de Aguas Nacionales no había sido modificada, porque el Poder Judicial entendió que había un nuevo marco constitucional que incorporó el derecho al agua dentro del marco jurídico mexicano.
Por lo tanto, a partir del 8 de febrero de 2012, todas las autoridades del Estado mexicano, todas, en el ámbito de sus competencias -así lo estableció el párrafo tercero del artículo 1°- quedaron obligadas a modificar transversalmente el enfoque del agua como derecho en todas sus decisiones, desde la Presidencia de la República hasta el último funcionario de un municipio. Así lo estableció el párrafo tercero del artículo 1° constitucional: todas las autoridades en el ámbito de sus competencias.
La modificación del artículo 4 en sus párrafos sexto y séptimo mandató abordar entonces jurídicamente al agua en sentencias, decisiones administrativas y, por supuesto, legislativas como derecho humano.
Es decir, no era una cuestión voluntaria; era imperativo modificar toda la relación del Estado con el agua a partir del enfoque de derechos; era un mandato constitucional; más aún, un mandato internacional.
Tales fueron las consecuencias legales de elevar un bien o una necesidad -en este caso el agua- como derecho. No fue una puntada o una medalla.
Tenía consecuencias constitucionales, legales e incluso internacionales de gran magnitud.
De todo eso no se hizo cargo el Congreso de la Unión durante más de trece años y medio.
Más aún, el artículo 3° transitorio de aquella reforma de 2012 expresó un mandato explícito, exigiéndole al Legislador que en un plazo de 360 días debía emitir una nueva Ley General de Aguas.
Así lo dijo la Constitución: Nueva Ley General de Aguas.
¿Para qué? Para garantizar ese derecho y para definir las bases, apoyos, modalidades para el acceso y uso equitativo y sustentable de los recursos hídricos; de todos los recursos hídricos.
Una Ley General de Aguas, una, para definir las bases de todos los recursos hídricos.
Lo dice la Constitución, no hay debate interpretativo.
El Legislativo llevaba más de trece años en una situación vergonzosa, de omisión legislativa de carácter absoluto, incumpliendo la norma máxima mexicana e incurriendo en responsabilidad internacional frente al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, PIDESC.
Durante esos años se discutió el tema y se presentaron decenas de iniciativas y finalmente se abrió la posibilidad de realizar foros de Parlamento Abierto Ciudadano y Audiencias Públicas porque el Poder Ejecutivo, asesorado por la Comisión Nacional del Agua, presentó una iniciativa para reglamentar el agua con base en dos leyes.
Dos leyes. Se suponía que el Legislativo tenía que cumplir lo que dice la Constitución: Una sóla ley. Ellos enviaron dos.
Dos leyes para reglamentar un único bien común que es indisociable. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿De dónde salió eso?
Tener 2 leyes de aguas operando de manera simultánea es, desde un punto de vista técnico, evidentemente contrario a lo que mandató explícitamente la Constitución.
¿Qué va a suceder ahora que se tienen 2 leyes de aguas?
@kardenche